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Senderos que atraviesan el bosque

Caminar, andar, pasear, deambular o vagar por el bosque es un buen ejercicio para el cuerpo y una inspiración para la mente. Hay diversas formas de transitar por el bosque, la elección dependerá de nuestra preparación física, de la estación del año, del tiempo que tenemos disponible, del estado de ánimo o del objetivo que nos mueve, que puede ser el afán de conocer o el simple placer de pasear. Algunos caminantes singulares han dejado por escrito sus experiencias, reflexiones y sentimientos, después de internarse en el bosque.

La caminata de Bryson

El gran Sendero de los Apalaches, en Norteamérica, es un reto y una oportunidad para pasar varios meses caminando a través de bosques. Comienza en las Montañas Springer de Georgia y recorre unos 3.500 km hacia el norte, hasta llegar al Monte Katahdin, en Maine; en su mayor parte discurriendo por bosques y zonas naturales.

Cada primavera unos 2.500 senderistas comienzan el sendero en Georgia; después de cinco a siete meses, y de haber caminado unos cinco millones de pasos, la cuarta parte llegan exhaustos pero felices a Maine. Algunos tienen más prisa, como el «ultramaratoniano» Scott Jurek quien batió el récord en 2015, completando el recorrido en 46 días, 8 horas y 8 minutos (corriendo a una media de 76 Km diarios). Tuvo la infeliz ocurrencia de celebrarlo con champán en la cima del monte Katahdin; los rigurosos guardas del parque le pusieron dos multas, una por beber alcohol en el espacio natural y otra por arrojar basura, al regarlo todo con el líquido espumoso.

Bill_Bryson_A_Walk_In_The_WoodsEl escritor anglo-americano Bill Bryson (nacido en 1951) narró su experiencia caminera por el Sendero de los Apalaches en el libro Un paseo por el bosque (A Walk in the Woods) [1]. Aunque no completó el Sendero (a pesar de caminar sus buenos 1.400 km), nos describe con amenidad el ambiente senderista, con sus penas y alegrías, y retrata con ironía los paisajes y las costumbres americanas. Además, como buen divulgador (su obra más famosa es Una muy breve historia de casi todo), cuenta historias de temas muy diversos.

Una de las razones que lo impulsó a empezar la aventura fue la singularidad e importancia de los bosques, y su estado crítico.

Los Apalaches albergan uno de los bosques de frondosas más grandes del mundo, una reliquia del que fue el bosque más rico y diverso de la zona templada, y ese bosque está en peligro. Con el cambio climático se podría transformar en una sabana. Los árboles ya se están muriendo de una forma misteriosa y alarmante. Los olmos y los castaños americanos hace tiempo que desaparecieron, las majestuosas tsugas y los cornejos floridos se están acabando, y las píceas rojas, abetos de Fraser, nogales americanos, serbales y arces azucareros puede que les sigan. Si se quiere conocer esta naturaleza singular, tiene que ser ahora, antes de que sea demasiado tarde.

Pero caminar durante meses, varios miles de kilómetros, es una prueba física y mental no apta para cualquiera. Según Bryson, el americano medio camina a la semana solo dos kilómetros, es decir 350 m al día, cuando se mueve por la casa, en el centro comercial o la oficina; porque a todas partes va en coche.

Al principio, caminar fue un sufrimiento.

Fue un infierno. Los primeros días de caminar siempre lo son. Estaba en baja forma. La mochila pesaba demasiado. Cada paso era una lucha.

Poco a poco, andar se fue convirtiendo en una actividad llevadera, casi automática.

Caminamos milla tras milla, a través de bosques oscuros, profundos y silenciosos. Por un sendero de 46 cm de ancho, marcado a intervalos con rectángulos color blanco reflectante en los troncos grises. Caminar y caminar.
Caminando, el tiempo deja de tener sentido. Te desplazas en un tedio tranquilo, sereno, más allá de la exasperación. No tienes prisa porque no vas a ninguna parte. Por mucho que camines, siempre estás en el mismo sitio: en el bosque. El bosque es una singularidad sin límites.
La mayor parte del tiempo no piensas. No hace falta. Caminas como en un estado zen en movimiento, tu cerebro es como un globo atado con cuerdas que acompaña a tu cuerpo. Caminar durante horas y kilómetros se vuelve automático, algo tan inconsciente como respirar.
Yo solamente caminaba. Era muy feliz.

Bryson cita el famoso cuadro Almas gemelas (Kindred spirits, 1849) como un ejemplo de la visión romántica de los paisajes salvajes y dramáticos de los Apalaches. El autor, Asher Brown Durand (1796-1886), representó al poeta Bryant y al pintor Cole sobre una roca prominente, dominado un paisaje de bosques, ríos, cascadas y montañas: reflejando así su pasión compartida por el paisaje y la naturaleza. En un tronco de abedul aparecen grabados sus nombres; acción que habría indignado a los gestores actuales del Sendero de los Apalaches que tienen como consigna «no dejes rastro» (leave no trace) de tu paso por los espacios naturales.

Kindred spirits by Asher Brown Durand.jpg

Aunque a veces esta visión romántica, idealizada, del bosque no se corresponde con la realidad del caminante. Cuando lleva bastante tiempo andando entre árboles, se puede sentir desconcertado y agobiado.

Los bosques no son espacios como los otros; son cúbicos. Los árboles te rodean, se ciernen sobre ti, te presionan por todos lados. Los bosques te bloquean las vistas, y te dejan desorientado y sin referencias. Te hacen sentirte pequeño, confuso y vulnerable, como un niño pequeño perdido entre una multitud de piernas extrañas. Si estás en un desierto o en una pradera, sabes que estás en un gran espacio amplio. Entras en un bosque y solo lo sientes. Son lugares vastos, homogéneos y desconocidos. Y están vivos.

Vivos y llenos de vida. A pesar del exterminio local del puma (el último fue matado en 1920) y de otras especies, en una porción de bosque de los Apalaches (de unos 26 km2) se estima que pueden habitar 5 osos, 30 zorros, 470 ciervos, 63.500 ardillas y 220.000 ratones y otros pequeños roedores; teniendo en cuenta solo los mamíferos. Sin duda, los osos son los principales protagonistas del Sendero de los Apalaches.

Para ellos los humanos son criaturas con sobrepeso y gorras de béisbol que esparcen grandes cantidades de comida sobre mesas de madera. Gritan y salen corriendo a por la cámara de video en cuanto el viejo Señor Oso aparece, se sube a la mesa y devora la ensaladilla y el pastel de chocolate.

El caminante se siente inmerso durante días, semanas, meses en el gran cosmos del bosque.

Cuando estás en el Sendero, el bosque es tu infinito y entero universo. Es todo lo que experimentas día tras día. Eventualmente es todo lo que puedes imaginar. Desde luego eres consciente que en alguna parte, en el horizonte, hay ciudades, fábricas y autopistas, pero en esta parte del país donde los bosques cubren el paisaje tan lejos como la vista alcanza, el bosque manda.

Al final de la caminata, Bryson hace balance de su experiencia.

Tenía sentimientos contradictorios: estaba aburrido del sendero, pero cautivado por él; me sentía exhausto por el esfuerzo interminable, pero a la vez constantemente estimulado; cansado ya del bosque infinito, pero a la vez admirado de que no tuviera fin; disfrutaba de poder escapar de la civilización pero añoraba la comodidad. Todo junto, al mismo tiempo, en cada momento, dentro y fuera del sendero.

El paseo de Walser

Muy diferente es el sendero poético por un bosque de las montañas suizas que el escritor Robert Walser (1878-1956) nos anima a compartir.

Llegué poco después, caminando tranquilo bajo el suave y cálido aire, a un bosque de abetos por el que serpenteaba un por así decirlo sonriente camino, de pícaro encanto, que seguí con placer.
En el interior del bosque reinaba el silencio como en un alma humana feliz, como en el interior de un templo, como en un palacio y en castillos de cuentos hechizados y soñados, como en el castillo de la Bella Durmiente, donde todo duerme y calla desde hace cientos de largos años.
Había tal solemnidad en el bosque que imaginaciones grandiosas y bellas se apoderaban por sí solas del sensible paseante. ¡Qué feliz me hacían el dulce silencio y la tranquilidad del bosque!

Era una forma sensible de entrar en el bosque, caminando tranquilo, con los sentidos y la mente abierta.

Robert Walser paseando.

Robert Walser paseando.

Walser fue poeta, escritor y paseante dedicado. En su breve relato titulado El Paseo [2], una joya literaria, defendía con pasión esta actividad.

Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando.

Pero advierte al paseante, que debe tener una cierta actitud y disposición de entrega.

Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene que pasear no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo.
Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresadamente y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo, sus quejas, necesidades, carencias y privaciones.

En su paseo por el bosque, Walser sintió ese deseo de disolverse y fundirse con él, de desaparecer, de llegar a ser nadie.

Estar muerto aquí, y ser enterrado sin llamar la atención en la fresca tierra del bosque, tendría que ser dulce. Sería hermoso tener en el bosque una tumba pequeña y tranquila. Quizás oyera el canto de los pájaros y el susurrar del bosque sobre mí. Lo desearía.

Walser murió en «acto de servicio», paseando solitario por el bosque, el día de Navidad de 1956.

La quietud de Haskell

En el nordeste de América, no muy lejos del sendero de los Apalaches, David Haskell nos enseña otra forma de deambular, que no es física sino mental. Elige un pequeño retazo de bosque, con una roca plana donde sentarse con cierta comodidad, y armado de una lupa, un binocular, un cuadernos de notas, una paciencia y curiosidad inagotables, pasa horas observando y divagando. Durante un año visita periódicamente ese «mandala», esa ventana virtual en el corazón del bosque, mira, escucha, anota, piensa, se pregunta sobre las señales y los misterios que le va desvelando el bosque.

Haskell es profesor de Biología en la Universidad del Sur (Sewanee, Tennessee), y en su biblioteca indaga, se documenta y busca respuestas y explicaciones sobre lo que observa en el bosque. El resultado de sus observaciones y divagaciones intelectuales es el libro El Bosque que no se ve (The Forest Unseen) [3]. «A través del año el bosque fue marcando los temas y el guión; yo lo seguía, garabateando mis pensamientos», confiesa el biólogo y escritor.

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Vista del bosque de Tennessee. Foto: D. Haskell.

A veces son impresiones sensoriales bellas e intensas.

Una mancha de color melocotón se extiende por la oscuridad en el este del horizonte, después toda la bóveda celeste se ilumina y pasa de la oscuridad a la luminosidad pálida. Dos notas repetidas resuenan en el ambiente; la primera es clara y aguda, la segunda es más grave y enfática. Los herrerillos bicolores siguen con su ritmo binario cuando un carbonero de Carolina se arranca con una melodía silbada, cuatro notas que caen y se levantan como si dieran cabezadas.

Así comienza el capítulo Aves al amanecer en el que Haskell, quien ha llegado al mandala del bosque antes del alba, va describiendo los cantos y el comportamiento de hasta 21 especies de aves, que componen el espectáculo sonoro conocido como “coro del alba”. Avanza la mañana y avanza el capítulo hasta terminar con el chip metálico del cardenal rojo, los glugluteos de los pavos silvestres, y una divagación trascendentalista.

El encanto del amanecer en abril es una red de energía que fluye. En un extremo sujeta a la red la materia que el sol ha convertido en energía, y en el otro extremo lo hace la energía que nuestra conciencia ha convertido en belleza.

Otra veces las interesantes divagaciones son intelectuales y emocionales, fruto del conocimiento estimulado por ese bosque que no se ve, pero se intuye.

Nosotros también formamos parte de la red química del bosque. Cuando paseamos por un bosque, los compuestos químicos volátiles emitidos por las plantas entran en nuestros pulmones y pasan al torrente sanguíneo, se ligan a nuestros nervios y nos producen una sensación de bienestar. Esta interpenetración química puede explicar en parte nuestra afinidad por la naturaleza. En lo más profundo de nuestros cuerpos, nuestros nervios se ven recompensados por la participación en la comunidad del bosque.
Los aficionados al bosque saben muy bien que los árboles afectan a la mente. Los japoneses le han puesto nombre a esa sabiduría y la han convertido en una práctica, shinrin-yoku, tomar el aire del bosque.

La quietud y el silencio es esencial para integrarse en la vida del bosque, para poder observar y divagar, sin perturbarla.

El ruido que hacemos los humanos, charlando y riendo mientras caminamos por el bosque, espanta a mucho animales y, de una forma más sutil, cambia los patrones de comunicación entre los animales que no huyen.
Sentado durante horas intenté sumergirme en la red del bosque. Mientras escuchaba, oí a los animales escucharse unos a otros. Aprendí a distinguir que venían senderistas por el camino del bosque, escuchando las oleadas de llamadas de alerta de los animales, muchos minutos antes de que escuchara el sonido de sus voces.

Mientras Haskell, en su quietud despierta y vigilante, se funde con el bosque y deambula mentalmente, a unos 200 km hacia el este, en las montañas Springer del vecino estado de Georgia, una peregrinación de senderistas inicia con ilusión la gran travesía hacia el norte, por el Sendero de los Apalaches.

La caminata esforzada de Bryson, el paseo poético de Walser o el deambular zen de Haskell son diferentes senderos que nos llevan a disfrutar del bosque y a conocernos mejor a nosotros mismos.
_____________________
[1] Bill Bryson (1997) A Walk in the Woods. He leído y traducido la edición de 2015 publicada por Black Swan. Existe versión en español: Un paseo por el bosque, RBA, traducción de Pablo Álvarez Ellacuría.
[2] Robert Walser (1917) Der Spaziergang. Versión en español El paseo, Siruela, 2014. Traducción de Carlos Fortea.
[3] David G. Haskell (2012) The Forest Unseen. Versión en español, En un metro de bosque. Un año observando la naturaleza, Turner, 2014. Traducción de Guillem Usandizaga.

 

Escrito por Teo, jueves 16 junio 2016.

Enlaces
Página oficial del Sendero de los Apalaches

Noticia del ultramaratoniano que batió el récord y fue multado en los Apalaches

Página oficial de Bill Bryson

Edición española de El Paseo por Robert Walser en Siruela

Robert Walser, el poeta que prefería ser nadie, por Jaime Fernández

Blog de David Haskell

Página web del libro The Forest Unseen por David Haskell

Artículo de Haskell en el blog del Scientific American

Reseñas en este blog sobre el libro de Haskell, The Forest Unseen
Invierno
Primavera
Verano
Otoño

El Bosque de la felicidad

El descubrimiento de los árboles puede empezar con una acción simple, como el disfrute consciente de una buena sombra. Después, tal vez sintamos la llamada a adentrarnos más en su mundo. Y en ese camino sentimental y racional podemos llegar a sentirnos impulsados a realizar actos relevantes, como la plantación de unos árboles bajo cuya sombra nunca nos vamos a sentar.

Si dentro de vosotros ya albergáis el deseo de plantar árboles, no hay lectura más alentadora que El hombre que plantaba árboles, del escritor francés Jean Giono (1895-1970), una obra que impacta hondamente a todos los que amamos a esos gigantes verdes. En escasas páginas, con pocas palabras (unas 4.000) y aparente sencillez, Giono creó un relato literario que ha inspirado programas de reforestación en muchos lugares y ha legado un personaje de ficción asimismo inspirador.

Giono-Duomo

En una región de tierra descolorida, seca y casi despoblada de la Provenza alpina (Francia), un pastor, de nombre Eleazar Bouffier, siembra cada día semillas de robles, hayas y abedules durante varias décadas. El resultado de su empeño tenaz es que la tierra yerma se transforma al cabo del tiempo en un frondoso bosque. La presencia de los bosques atrae las lluvias, el agua revive los cauces secos y se restablece el ciclo de la vida; la fauna y la flora silvestres retornan a la frondosidad. Atraídos por el verdor, el agua y la vida, los habitantes de la zona se instalan de nuevo contagiados de esperanza.

El arte de contar de Giono se entronca en la tradición de los narradores orales poseedores del don de hechizar. El estilo conciso y sobrio y la fuerza del argumento atrapan como los relatos de Las mil y una noches en esta historia de un bosque que “florece de las manos y el alma de un único hombre”. Y sobre todo cautiva la visión de un mundo en el que hombre y árbol, juntos, crean un futuro de felicidad (“Contando a los nuevos llegados, tenemos a más de diez mil personas que deben su felicidad a Eleazar Bouffier”).

Un hombre solo transforma su entorno desolado en un lugar habitable, expresando cuánto de admirable hay en la condición humana (“Comprendí que los hombres pueden llegar a ser tan eficaces como Dios en otros dominios además de la destrucción”). Un hombre que sabe mucho, que percibe la interdependencia entre todo lo existente, que siente la hermandad con la tierra y sabe escucharla y cómo curarla (“Él había juzgado que este país se estaba muriendo porque le faltaban árboles. Añadió entonces que no teniendo nada más importante que hacer había tomado la resolución de poner remedio a ese estado de cosas”). Un hombre de cualidades excepcionales, que vive con su espíritu en paz, en soledad y silencio, dedicado con tesón imperturbable a cubrir la tierra de árboles, sin esperar recompensa alguna, movido por una inmensa generosidad hacia la naturaleza y hacia las generaciones futuras.

El árbol, y su poder de regeneración natural, es el otro protagonista silencioso de esta bella fábula. Los robles, hayas y abedules colaboran con el hombre solo, enraízan, crecen, cubren, protegen, atraen al agua, calman los vientos, florecen, fructifican, verdean y seducen a la gente con positivas razones para vivir.

Jean Giono escribió este relato en 1953, la revista Vogue lo publicó en 1954, tras rechazarlo The Reader’s Digest que le había encargado un texto sobre un personaje real inolvidable. Guiado por la misma generosidad que su personaje, y para que llegara al máximo de personas, donó los derechos del texto a toda la Humanidad. En pocos años se tradujo a diversas lenguas y se difundió por el mundo, y sigue difundiéndose hoy a través de libros y de internet.

Giono retrato

El autor escribió novelas, ensayos, relatos, teatro y guiones de cine, recibió diversos premios y está considerado uno de los mejores escritores del siglo XX. Autodidacta, humanista y pacifista, aprendió a amar la naturaleza desde niño en su Provenza natal, elevándola a personaje principal de muchos de sus libros. Persona alegre, con sentido de humor y disposición a lo lúdico, hizo de la búsqueda de la felicidad uno de sus temas fundamentales.

En cierto sentido, Giono fue un escritor precursor. Podría decirse que mucho antes de la era de internet, esta fábula se convirtió en un fenómeno viral que se extendió rápidamente por todo el mundo. De igual modo, al donar a la Humanidad su creación literaria, Giono se anticipó a la cultura del procomún creativo en la que difundimos y compartimos conocimientos sin cobrar derechos de autor.

La intención al escribir El hombre que plantaba árboles, como él mismo manifestó en una carta, fue que los lectores amasen los árboles o, más preciso aún, que amasen plantar árboles. Era uno de sus textos de los que se sentía más orgulloso, porque cumplía «con la función para la que fue escrito”: que se planten árboles, que haya imitadores de Eleazar Bouffier de carne y hueso por todo el mundo, que las políticas de los países amparen al árbol.

Jardín Botánico Montreal

Hace más de 60 años que se publicó este relato, sin embargo, su mensaje sigue siendo válido. Aunque en estas décadas se han puesto en marcha políticas y proyectos ambiciosos, como el promovido por Wangari Maathai en Kenia que desde 1977 ha plantado más de 50 millones de árboles, la realidad es que cada año (según datos de 2014) desaparecen un promedio de 13 millones de hectáreas de bosques naturales en el mundo. Para afrontar la crisis ambiental asociada al cambio climático los expertos advierten que hay que reducir, detener y revertir la pérdida de bosques a nivel global. Por eso, El hombre que plantaba árboles es una lectura que sigue siendo necesaria y placentera hoy en día.

El mensaje que transmite Giono es de esperanza, de optimismo, de confianza en el futuro y ahí reside parte de la fascinación de este libro. Norma L. Goodrich (en su epílogo de la obra)  desvela el compromiso  de Giono como escritor  y  como individuo:

«La esperanza tiene que surgir de la literatura, el poeta debe ser consciente del efecto mágico de determinadas palabras como hierba, prados, sauces, ríos, abetos, montañas. La gente lleva tiempo encerrada entre las cuatro paredes y se ha olvidado de ser libre. Los seres humanos no fueron creados para vivir en bloques de pisos y túneles de trenes, sus pies ansían andar a través de la hierba y deslizarse por corrientes de agua. La misión del poeta consiste en recordarnos la belleza: árboles balanceándose en la brisa, pinos crujiendo bajo la nieve en los desfiladeros; caballos salvajes galopando en la espuma de la rompiente. En la vida hay momentos en que una persona tiene que salir y afanarse en busca de la esperanza».

Busquemos la esperanza plantando los bosques del futuro.

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Escrito por Rosa, jueves 16 de abril de 2015.

DIFUSIÓN Y ENLACES:
*  Edición del texto en internet: Traducido por Francisco Figueroa / Fundación As Salgueira.
*  Edición en papel: Jose J. Olañeta, Editor. 2007. Traducido por Borja Folch. Epílogo de Norma
L. Goodrich. Ilustraciones de Michael McCurdy.
*  Edición en papel: Duomo Ediciones. 2014. Traducido por Palmira Reixas. Prólogo Saramago.
    Epílogo Joaquín Araujo. Ilustrado por Joëlle Jolivet.

*  Adaptación cinemátográfica: El director canadiense Frederick Back en 1987 realizó una
película de animación con guión de Jean Giono, que recibió el Oscar al Mejor cortometraje de
animación.

*  Música: 1990 The Man Who Planted Trees por The Paul Winter Consort (Living Music LMUS
0030).

*  Otras entradas relacionadas en este blog:
    Wangari Maathai
    Bosques y cambio climático 

La sombra del ciprés

En un pequeño pueblo de la vieja China, a orillas del río Yangtsé, vivía un comerciante de especias llamado Li, conocido por su mal carácter y su falta de generosidad. Además de la tienda de especias, poseía una casa junto a la carretera del pueblo que compartía con su esposa y dos fieros perros. Fuera de la casa, en el borde de la carretera, se alzaba un ciprés grande y viejo que, según decía Li, había sido plantado por su bisabuelo. El espléndido árbol protegía del sol a la casa todo el año y en las cálidas tardes de verano daba una estupenda sombra a la sala de estar; el comerciante estaba orgulloso de él.

Un día al salir de casa, Li encontró a un andrajoso vendedor ambulante dormitando bajo el gran ciprés y se enfadó tanto que zarandeó al hombre y lo amenazó con echarle a sus perros si no se marchaba enseguida. El buhonero, que creía que los árboles eran de todo el mundo, y desconcertado por el brusco despertar, se defendió replicando que el ciprés estaba en espacio público. Pero Li, aun admitiéndolo, le gritó que el árbol era suyo y que nadie más que él podía disfrutarlo. Ante el aspecto feroz de los perros el vendedor ambulante recogió sus cosas y se alejó maldiciendo.

Unos días más tarde el buhonero pasó otra vez por allí y se detuvo un momento junto al ciprés recordando el humillante episodio. Entonces el árbol le susurró algo al oído, cosa que le sorprendió y le agradó pues se marchó con semblante complacido. Un tiempo después, cuando Li volvía de su tienda se encontró de nuevo al andrajoso vendedor durmiendo bajo el gran ciprés. El comerciante de especias, enojadísimo, volvió a echarlo de allí. Pero esta vez el buhonero tenía una propuesta que hacerle: quería comprar la sombra de su árbol por nada menos que veinticinco monedas de oro. Li nunca había oído que nadie hubiera comprado antes la sombra de un árbol pero movido por su codicia en seguida aceptó y cerraron el trato, no sin antes registrarlo por escrito ante un notario. Li se sentía muy contento con su dinero, y el vendedor ambulante muy feliz con la sombra del ciprés.

Detalle de la ilustración de Helen Cann.

Detalle de la ilustración de Helen Cann.

A partir de ese momento, el buhonero venía todos los días a disfrutar de la sombra del árbol. Un día muy caluroso de verano vino acompañado de unos amigos con ropas andrajosas como las suyas, y se pusieron a jugar a las cartas bajo el árbol. Por la tarde, la sombra del ciprés se proyectó sobre la sala de estar de la casa de Li y en ella se metieron los hombres a seguir su partida de cartas. Al verlos tan campantes en su salón, la mujer del comerciante rápidamente mandó llamar a su marido a la tienda. Cuando Li llegó se puso hecho una furia y trató de echarlos de la casa acusándolos de granujas. Entonces el mercader ambulante sacó el contrato de compra-venta y le recordó que la sombra del árbol era suya, estuviera donde estuviera. Mientras defendía su derecho a la sombra, los amigos contenían las risas. Li, con la rabia quemándole el pecho, fue a ver al notario y este le confirmó que el buhonero tenía toda la razón según rezaba en el contrato firmado.

Entonces el desesperado comerciante de especias volvió a la casa y le propuso al buhonero comprar la sombra del árbol por cincuenta monedas de oro. Pero este le pidió doscientas. Li consideró el precio un robo y se enfureció aún más de lo que ya estaba, pero a pesar de ello sacó una bolsa de su bolsillo y le dio las doscientas monedas para librarse definitivamente del fastidioso buhonero.

El vendedor ambulante montó una casa de té con el dinero de la sombra del ciprés y le fue muy bien el resto de su vida. Li, sin embargo, se arruinó y su mujer le abandonó; se quedó solo, con la única compañía de sus perros. Pero nunca más se opuso a que alguien disfrutara de la sombra del ciprés.

Este cuento chino lo encontré entre las Historias de Árboles Mágicos de todo el Mundo*; trata sobre el beneficio de la sombra de los árboles, uno de los regalos más comunes, aprovechados y apreciados de cuantos nos dan esos amables gigantes. En una entrada anterior del blog, titulada Buena Sombra, exploré el sugerente tema de la sombra de los árboles desde diferentes perspectivas y lo continúo ahora con este ingenioso cuento.

La sombra del ciprés es una historia realista, aparentemente. Narra el conflicto entre dos hombres por la propiedad y el disfrute de la sombra de un árbol. Sin embargo, introduce lo fantástico aunque de una forma tan sutil que apenas es perceptible: el árbol susurra una idea (ocultada al lector) al oído del vendedor ambulante ofendido. Es un pequeño momento mágico en un argumento realista pero de total trascendencia en los hechos. El buhonero, imaginamos que siguiendo el plan sugerido por el viejo ciprés, burla al comerciante de especias motivando su codicia. El genio del árbol parece castigar así al comerciante por impedir disfrutar de su sombra a los demás, esa sombra que tan generosamente y sin distinción brindan los árboles a todas las criaturas vivientes. En verdad es un duro castigo para el egoísta comerciante de especias pero le sirve de escarmiento y ya nunca prohíbe a nadie refugiarse en la fresca sombra del árbol. El gran ciprés del cuento consigue su objetivo, que su provechosa sombra sea disfrutada por todos. Y a nosotros los lectores nos enseña una moraleja: que la sombra de un árbol no tiene precio.

El cuento del ciprés sin duda se presta a otras lecturas. Rina Singh, la redactora del libro, afirma que este cuento trata de la creencia universal en que los árboles pertenecen a todo el mundo. Quienes amamos a los árboles y a toda la naturaleza desde luego lo sentimos así. Pero existe la propiedad privada y los sentimientos de dominio y posesión de la naturaleza. En el cuento chino se presenta de forma explícita que el buhonero “creía que los árboles pertenecían a todos“ y también que el ciprés al estar en una carretera, en un espacio público, era de dominio de todos los transeúntes. En un viaje a Finlandia me enteré que en ese país, aun existiendo la propiedad privada, todos sus habitantes tienen derecho a disfrutar de los beneficios naturales de los bosques, siempre sin molestar a los propietarios, y pueden libremente, por ejemplo, dar un paseo, acampar o recoger arándanos silvestres. Me pareció admirable. Pero esa es otra historia.

Los cuentos, la literatura y el arte, revelan lo invisible, la esencia, la magia de los árboles. Una manera de convocar esa magia bien podría ser leer este cuento a la sombra de un ciprés, quizás nos susurre algo maravilloso al oído.

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* Este texto es una versión abreviada del cuento El Ciprés adaptado por Rina Singh y basado en Tales from Old China de Isabelle Chin Chang (Norton, Nueva York, 1969). Está incluido en el libro El Bosque de Cuentos. Historias de Árboles Mágicos de todo el Mundo, traducido del inglés por Fina Marfà y editado por Intermón Oxfam ediciones, en Barcelona, 2007, con ilustraciones de Helen Cann.

Escrito por Rosa, jueves 28 de agosto de 2014.


El Bosque de Cuentos
en la editorial Intermón-Oxfam.
Entrada sobre la Buena Sombra, en este blog.
Entrada sobre la web de cuentos El espíritu de los árboles, en este blog.

Las Islas de las Especias

Oriente huele a especias. Esa fue mi impresión al salir del avión y pisar por primera vez el aeropuerto repleto de gente de Nueva Delhi. El aire cargado de un olor intenso y penetrante a especias me envolvió como un vaporoso abrazo de bienvenida, augurándome placeres y misterios que siempre asociaré con la India y Oriente.

En Occidente ahora disponemos de especias baratas y en abundancia; sin embargo, durante siglos la mayoría de los condimentos solo se producían en algunos lugares de Asia, sobre todo en las legendarias Islas de las Especias, como se conocía a las Islas Molucas, en Indonesia. En este archipiélago del océano Pacífico de más de seiscientas islas volcánicas, crecían fabulosos bosques de clavo, nuez moscada, pimienta y otras especias; este fantástico tesoro natural dio origen a un comercio que despertó la codicia de gobiernos y buscadores de fortuna, pues generaba tanta riqueza como el oro, hasta el punto que en esos tiempos los granos de pimienta llegaron a ser aceptados como moneda de pago.

Isla Maitara desde Ternate (Molucas). Foto: Mahdy Muchammad.

Isla Maitara desde Ternate (Molucas). Foto: Mahdy Muchammad.

Durante siglos la ubicación de las Islas de las Especias fue un secreto bien guardado. El negocio de las especias probablemente lo comenzaron comerciantes indios y chinos hace milenios. En la Edad Media el comercio era controlado por los árabes; las compraban en la India y las transportaban a los puertos mediterráneos a través de la mítica Ruta de las Especias; y para ahuyentar a los comerciantes europeos inventaron fabulosos relatos sobre los peligros que habitaban en las tierras de Oriente donde crecían los bosques aromáticos.

Descubrir las Islas de la Especias y poseerlas fue el sueño de muchos países y el motivo de audaces viajes que acabaron logrando inesperados descubrimientos de importancia histórica. Para explorar nuevas y rápidas rutas hacia “la Especiería del mundo”, las Indias Orientales, navegantes osados como Colón, Vasco de Gama, Magallanes y Elcano llevaron a cabo gestas que cambiaron el concepto del mundo: se descubrió América (las Indias Occidentales) y se dio por primera vez la vuelta a la Tierra.

En 1511 llegaron a las Islas de las Especias los portugueses y se hicieron con el monopolio mundial del comercio. Poco después arribaron al archipiélago los españoles, disputándoles a los portugueses a lo largo del siglo XVI la propiedad de las Islas. Más tarde llegaron los holandeses y se hicieron con el comercio, conservando el dominio desde comienzos del siglo XVII hasta entrado el siglo XX. Con los holandeses, el relato histórico de las especias se salpicó de dramatismo, pues para mantener el monopolio y los precios altos llevaron a cabo una política comercial y colonial agresiva y extrema, con la aniquilación de nativos rebeldes y la tala masiva de árboles especieros en las islas que no eran de su dominio.

Las leyes holandesas prohibían recolectar y sacar plantas de las islas. Pero en 1770 el monje agrónomo y botánico francés Pierre Poivre robó a escondidas semillas de clavo de olor y nuez moscada y las llevó a las Islas Mauricio en el Océano Índico, donde tras varios intentos las plantas se aclimataron y prosperaron. En vista del éxito las introdujo también en las islas Seychelles, Reunión y en islas del mar Caribe. Así comenzó el cultivo de las especias fuera de las Islas Molucas y el declive del monopolio mundial holandés.

Entristece pensar que esas islas remotas paradisíacas, donde crecían los aromáticos árboles del clavo y la nuez moscada sobre el rico suelo de ceniza volcánica, fueran objeto de una exacerbada ambición humana, como bien expresó Joseph Conrad1:

Aquel era el viejo mar, el mar últimamente conocido por los europeos, que había perdido su infinito encanto de espejo eterno y sereno de un cielo siempre azul después que la codicia empujó a las primeras flotas de mercaderes desde las costas del mar Rojo a los países misteriosos de Oriente. El misterio que rodeaba a aquellos países había sido pronto revelado; y una multitud bárbara y atacada por la sed de oro se lanzó sobre aquellos mares poco antes desconocidos, en busca de riquezas.

El alto valor de las especias se debía tanto a las dificultades de encontrarlas como a los beneficios que aportaban a la vida humana en aquella época por sus propiedades culinarias, conservantes, medicinales y comésticas.

Especias Varias

Las especias potencian el sabor, exaltan el paladar y estimulan el apetito. Algunas modifican el aspecto y el sabor de los platos; a veces enmascaran el mal sabor u olor de las comidas, lo que es muy importante en lugares cálidos tropicales, donde el calor propicia la descomposición y mal olor de los alimentos. Las especias tienen componentes químicos volátiles con propiedades antibacterianas y fungicidas que matan o inhiben el crecimiento de organismos que pudren los alimentos. En los bálsamos egipcios para conservar momias se han hallado especias, sobre todo canela y casia. Algunos aseguran que la canela y la pimienta son los mejores conservantes de alimentos, mientras que otros prefieren la cúrcuma y el clavo.

Los mismos componentes químicos que aportan la cualidad conservante las convierten en buenos remedios antibacterianos, analgésicos y dermatológicos, muy valorados en medicina tradicional. Se suelen administrar en infusiones, aceites esenciales, ungüentos, a veces masticadas directamente. También son utilizadas en la elaboración de perfumes, aportando un toque oriental exótico. Y como inciensos y sándalos quemándose en templos cristianos, budistas e hindúes para aromatizar el aire porque se considera que favorecen la relajación mental y la comunicación espiritual.

Cada cocina tiene sus especias. La cocina mediterránea de la vertiente europea es de especias suaves, mientras la norteafricana, como la de Marruecos, es más amante de los sabores picantes e intensos. En China, usan el polvo de cinco especias (canela de China o casia, clavo de olor, raíz de jengibre, anís estrellado y semillas de anís) con el que tratan de incorporar todos los sabores a los platos para equilibrar el Ying y el Yang. En México adoran el sabor picante de los distintos chiles y la pimienta de Jamaica. Tailandia tiene preferencia también por las más picantes, pero si hay un país de especias ese es la India, donde a un solo plato pueden añadirle hasta quince especias distintas.

El efecto que nos producen las especias no solo es físico. «Hay que echarle un poco de pimienta a la vida” dice la sabiduría popular, condensando en la pimienta el toque de alegría, chispa, intensidad, exotismo, complejidad y belleza que las especias añaden a comidas y ambientes, a la vida. La escritora india Chitra Banerjee Divakaruni ha ahondado en tal efecto anímico en su novela La señora de las especias, donde cuenta la historia de una vendedora de especias, maestra en la materia, que mejora la vida emocional de sus clientes y los ayuda a alcanzar la felicidad. Mientras elige la especia, cada una le canta sus virtudes. Esto es lo que algunas dicen: la cúrcuma, color de amanecer y sonido de caracola, propicia la suerte de los recién nacidos y los recién casados; la guindilla, hija del fuego, purificadora del mal; la alhova  devuelve al cuerpo la frescura y lo deja preparado para el amor2.

Sin dudas las especias producen sensaciones que rayan en lo mágico. Ahora bien, las usamos y apreciamos mucho pero ¿quién conoce las plantas que nos las proporcionan?

Lámina Anís EstrelladoAlgunas de las más utilizadas provienen de árboles, desconocidos, invisibles, a pesar de lo familiar que nos sea la especia. La canela, por ejemplo, se extrae de la corteza interna de las ramas del árbol Cinnamomum verum (familia Laurácea), originario de Sri Lanka; el clavo de olor es el botón floral seco del árbol Syzygium aromaticum (familia Mirtácea), nativo de las Islas de las Especias; el anís estrellado, también conocido como anís chino o badiana, es el fruto antes de madurar del árbol perenne Illicium verum (Familia Illiácea), oriundo del sur de China; la nuez moscada es la semilla del árbol Myristica fragans (Familia Miristicácea), original de las Islas de las Especias, árbol que también proporciona la especia macis, de la envoltura de su semilla. También provienen de árboles la pimienta de Jamaica, la pimienta rosa o la casia (Cinnamomum cassia). No son árboles pero crecen en bosques la pimienta negra, blanca y verde, que es el fruto de una trepadora perenne, y la vainilla, que es el fruto de una orquídea epífita. Todos ellos son vegetales fragantes que viven del sol, la tierra, el agua y el aire, y refugian y alimentan a pájaros, insectos y otras criaturas silvestres.

La canela y el clavo son aromas de mi infancia, de los postres caseros, del arroz con leche y la compota de membrillo que tanto perfumaban la casa. Esas especias y otras tantas están en mi cocina. Me gusta añadirlas a platos salados y dulces y también a mis tés. En reconocimiento al placer y felicidad que los árboles como el clavo y la canela nos han proporcionado por tantos años sugiero elaborar galletas de especias para degustar esos aromas después de haber conocido su historia.

 Receta de galletas con especias

Ingredientes para un plato de 25 galletas:  220 g de harina; 145 g de azúcar moreno; 110 g de mantequilla; 4 g de levadura; 2 g de sal; 8 cucharas de café (en adelante, c.c.) de canela molida; 2 c.c. de nuez moscada; 1 c.c. de jengibre molido; 2 clavos; 1 cardamomo; 1 pimienta blanca. Esta proporción de especias resulta suave, si se prefiere un sabor más fuerte, añadir 2 c.c. de clavo molido, 1 c.c. de cardamomo molido y una c.c. de pimienta blanca molida. En la elaboración debe tenerse en cuenta que la masa debe reposar unas horas para que las especias suelten a la masa todo el sabor y aroma.

Galletas de EspeciasModo de hacerlo: 1. En un cuenco, mezclar todos los ingredientes secos menos el azúcar, es decir, harina, levadura, sal, canela, nuez moscada, jengibre, clavos, cardamomo y pimienta. 2. En otro cuenco, reblandecer la mantequilla y mezclarla con el azúcar y el huevo. 3. A continuación ir añadiendo a la mezcla de la mantequilla la harina con las especias, mezclándola y amasándola hasta terminar de unir todos los ingredientes de forma homogénea.  4. Hacer una bola con la masa, envolverla en papel transparente y mantenerla en el frigorífico unas horas o toda la noche. 5. Una vez reposada, esperar a que se ablande fuera del frío y estirarla con el rodillo sobre film transparente hasta dejar medio centímetro de grosor, a continuación cortarla con un vaso que tenga la boca de tamaño de galletas y colocarlas en una bandeja de horno con papel de aluminio. 6. Precalentar el horno a 190º y cuando se introduzcan esperar de 6 a 8 minutos, hasta que hayan dorado un poco. Cuando se retiran del horno pueden estar un poco blandas pero quedarán hechas cuando se enfríen.

Cuando toméis las galletas, acompañadas de té o la bebida que os guste, concentrad la atención en vuestro paladar y olfato, tratad de ser plenamente conscientes del poder de las especias, escuchad qué os cuenta el aroma, qué os dice de la tierra que las sostienen y alimentan, de la brisa oceánica, de las nubes monzónicas y la lluvia tropical, del canto de las aves marinas… Cerrad los ojos y dejad que os transporten a los bosques fragantes de las Islas de las Especias desde donde se divisa el mar.

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¹ Un vagabundo de las islas. Joseph Conrad. En: Obras Completas. Tomo I. RBA, 2005. Pág. 191.  Traducción de Antonio Guardiola.

² La señora de las especias. Chitra Banerjee Divakaruni. Suma de letras, S.L. 2000. Traducción de Ángela Pérez.  (Título original, The Mistress of Spices, 1977). Basada en esta novela, Paul Mayeda Berges dirigió en 2005 la película La joven de las especias, con guión de Gurinder Chadha y Paul M. Berges, y protagonizada por Aishwarya Rai.

Escrito por Rosa, jueves 24 de julio de 2014.