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La red social del bosque

Cuando paseamos por un bosque no somos conscientes de que bajo nuestros pies se extiende un denso entramado de raíces y micelios de hongos, una red de conexiones que sirve a los árboles para comunicarse unos con otros. Pero, ¿verdaderamente los árboles se comunican? ¿son capaces de «transmitir señales mediante un código común al emisor y receptor»? como define la Academia la acción de «comunicar».

La ecóloga forestal Suzanne Simard descubrió, a finales del siglo XX, que los árboles del bosque están conectados por una red de raíces y micorrizas, a través de la cual transfieren nutrientes desde las «fuentes» o emisores a los «sumideros» o receptores. En su experimento pionero, marcó las hojas de abedules (Betula papyrifera) en Canadá, con isótopos de carbono (C13 y C14) y comprobó que este carbono era transferido a plántulas vecinas de abeto (Pseudotsuga menziesii), que crecían en la sombra. En el sentido contrario, el carbono marcado en las hojas de abeto, durante el invierno apareció en los jóvenes abedules desprovistos de hojas.

La publicación de estos resultados sorprendentes en la prestigiosa revista Nature [1], supuso el lanzamiento a la fama (científica) de la joven Simard y el auge en la investigación sobre las redes de micorrizas, que serían bautizadas como Wood Wide Web o internet del bosque (en un juego de palabras de las siglas en inglés WWW, cambiando World-mundo por Wood-bosque).

Hongos y raíces forman una red oculta

Las micorrizas son asociaciones simbióticas entre hongos (mykós en griego) y raíces (riza) de plantas. Las hifas o filamentos de los hongos movilizan y transportan los nutrientes minerales del suelo hasta las raíces de las plantas, mientras que el hongo recibe a cambio hidratos de carbono fotosintetizados por la planta. Se piensa que esta simbiosis con los hongos fue crucial en la evolución de las plantas terrestres, cuando dejaron el medio acuático hace unos 400 millones años y tuvieron que aprender a captar las sales minerales y nutrientes retenidos por las partículas del suelo.

La existencia de las micorrizas ya se conocía a finales del siglo XIX, pero sus beneficios agrícolas y forestales se fueron descubriendo en la primera mitad del siglo XX. Ha sido en este siglo XXI cuando las nuevas técnicas de biología molecular y los marcadores isotópicos han abierto una ventana nueva a ese mundo complejo de las redes micorrícicas que conectan los árboles del bosque.

El grupo de Simard ha cartografiado con detalle la red de micorrizas en una parcela de bosque de abetos (Pseudotsuga menziesii) en Canadá, identificando los genotipos de árboles y hongos, mediante análisis de ADN [2]. Un viejo abeto, de 94 años, estaba conectado con otros 47 árboles mediante 11 genotipos diferentes del hongo Rhizopogon sp. La longitud media de un micelio de hongo fue de 20 metros. La red de conexiones debe ser aún más compleja porque solo se identificaron las micorrizas formadas por dos especies de hongos; mientras que en esa comunidad de bosque pueden existir más de 50 especies diferentes de hongos micorrícicos. Funcionalmente, se trataría de un super-organismo clonal, una red simbiótica árbol-hongo que comparte los recursos del bosque.

Mapa de la red de micorrizas en un bosque de abetos de Canadá (Beiler et al., 2010).

A través de las redes no solo circulan nutrientes, también van señales bioquímicas y eléctricas de un árbol a otro; para algunos, esas señales son prueba de la existencia de comunicación real, de una “charla arbórea” (tree talk) [3]. Se ha comprobado que abetos que habían sufrido una defoliación severa por insectos transmitieron, por medio de la red de micorrizas, señales de estrés a los árboles vecinos, que a su vez respondieron activando los genes que sintetizan enzimas defensivos. La señal de alerta fue comunicada no solo a los árboles de la misma especie, sino también a los de otras especies. ¿Qué sentido evolutivo tiene ayudar a un árbol vecino que compite contigo por los recursos y el espacio? Una posible explicación alternativa es que la red es propiciada por el hongo, que comunica a diferentes árboles para asegurarse una fuente de carbono desde múltiples hospedadores, en un ambiente variable e impredecible.

También existe un lado oscuro de la red, no todo es altruismo y cooperación entre árboles. Algunos árboles producen compuestos químicos que se llaman alelopáticos (del griego pathos-sufrir y allelos-al otro), es decir que inhiben el crecimiento y desarrollo de otras plantas. Por ejemplo, es conocido que las raíces y hojas del nogal (Juglans regia) tienen juglona (un tipo de naftoquinona) que es tóxico para otras plantas. Se ha comprobado que los micelios de los hongos conectados a las raíces del nogal facilitan el transporte de la juglona y así extienden su efecto alelopático por el suelo; por otra parte, la juglona le sirve al hongo como defensa química contra los micófagos [4].

Es difícil imaginar esa red compleja y dinámica que conecta los árboles del bosque bajo tierra. El artista francés Enzo Pérès-Labourdette dibujó unos seres oníricos, especie de duendecillos carteros, que corren apresurados por un laberinto de caminos subterráneos llevando mensajes, para ilustrar un artículo dedicado a la Wood Wide Web en la revista New Yorker.

Ilustración de Enzo Pérès-Labourdette para New Yorker (2016).

Esta relación compleja entre los árboles también se puede imaginar y explicar usando analogías con nuestras relaciones humanas y sociales. La doctora Simard, una apasionada comunicadora y divulgadora, cambia su lenguaje científico, frío y objetivo, por otro más personal y más sentimental en sus conferencias: «Los árboles madre reconocen y nutren a sus hijos, les envían señales de alerta, les hablan«. Reconoce su inspiración en el lema de Rachel Carson: «no es ni siquiera la mitad de importante conocer como sentir«.

Simard argumentaba así su pasión «humanizadora» por los árboles:

«Pasan tantas cosas en los bosques, que no somos capaces de entenderlas aplicando las técnicas científicas tradicionales. Así que abrí mi mente y decidí incorporar aspectos humanos para comprender de forma más profunda, más visceral a estas criaturas vivientes, que no son meros objetos inanimados. Además, como seres humanos nos podemos relacionar mejor con estos árboles (humanizados), cuidarlos mejor y gestionar mejor nuestros paisajes.»

Árboles con vida social

«Los árboles son seres muy sociales y se ayudan unos a otros; su bienestar depende de la vida en comunidad«, escribió Peter Wohlleben en su interesante y apasionado libro La vida oculta de los árboles. Qué sienten y cómo se comunican [5].

Wohlleben es técnico forestal y gestiona el bosque comunal de Hümmel (Alemania); el hermoso bosque antiguo, por donde le gusta deambular y que tanto le inspira. Confiesa que, durante sus caminatas por el interior del bosque, aprende algo nuevo cada día, investiga, piensa, observa, y saca conclusiones de lo que ha descubierto. Fruto de esas observaciones y sus lecturas (entre ellas, los trabajos de Simard) fue el libro dedicado a la vida oculta del bosque, que tuvo un gran éxito en Alemania (publicado en 2015, vendió más de 300.000 ejemplares). Posiblemente tocó la fibra sensible y ancestral que ya reconoció el historiador latino Tácito en los antiguos germanos: “no juzgan adecuado para la grandeza de los cielos encerrar a los dioses entre paredes ni presentarlos en forma humana, por ello, les consagran bosques y frondosidades y deifican el misterio que solo ven con su veneración”. Quizás el libro sirvió para renovar ese vínculo cultural y espiritual con el bosque.

El amante de los árboles disfruta leyendo el libro, estructurado como una colección de relatos de historia natural del bosque. También aprende sobre la complejidad de los nuevos descubrimientos científicos, como la red Wood Wide Web que conecta los árboles. Es verdad que, a veces, el lector no sabe si tiene entre las manos una obra de ciencia o de ficción, y le vienen a la mente otras historias de árboles inteligentes: «hay algún tipo de comunicación electroquímica entre las raíces de los árboles. Como las sinapsis entre las neuronas. Cada árbol tiene 10.000 conexiones a los árboles que los rodean, y hay un billón de árboles en Pandora» [6]. Sí, el bosque fantástico de Avatar, pero estas historias de Wohlleben son del planeta Tierra, y más concretamente del centro de Europa.

En las reseñas del libro en revistas científicas se le reconoce su valor divulgativo pero se le critica la excesiva «humanización» de los árboles [7]. Wohlleben se justifica: usa «un lenguaje muy humano, porque el lenguaje científico elimina toda la emoción y la gente no lo entiende«. Claro que, al dotar a los árboles de sentimientos y emociones, se plantea dudas morales como gestor de bosques: «cuando sabes que los árboles experimentan dolor y tienen memoria, y que los árboles padres viven junto a sus hijos, entonces no puedes ir sin más a talarlos y destruir sus vidas con maquinaria pesada

Como alternativa a la explotación forestal tradicional propone «una gestión amigable del bosque, que permita a los árboles satisfacer sus necesidades sociales, crecer en un verdadero ambiente forestal sobre suelo sin perturbar y pasar “su conocimiento” a la siguiente generación. Al menos a algunos de ellos se les debe permitir envejecer con dignidad y morir de muerte natural.» Una forma revolucionaria de contemplar nuestra relación con el bosque.

Termina el libro con algunas profecías y una invitación a pasear con imaginación por el bosque.

«Cuando se conozcan las capacidades de los árboles, y se reconozcan sus vidas emocionales y necesidades, entonces cambiará gradualmente la forma en que los tratamos.
Quizás algún día se podrá descifrar el lenguaje de los árboles, dándonos material para historias aún más asombrosas. Hasta entonces, en tu próximo paseo por el bosque, deja rienda suelta a tu imaginación.»

Tienes un treemail

Los habitantes de Melbourne (Australia) tienen el privilegio de poder comunicarse con sus vecinos arbóreos a través de internet. Desde 2013, los 77.000 árboles de la ciudad tienen asignados individualmente una dirección de correo electrónico. Pueden recibir un email desde cualquier parte del mundo. Es tan fácil como abrir en internet el Bosque Urbano Visual, elegir un árbol, y enviarle un email.

Dioses maoríes esculpidos en troncos. Parque Nacional Abel Tasman, Nueva Zelanda. Foto: Jonathan Hansen.

El objetivo de esta red social arbórea es esencialmente práctico; que los vecinos puedan comunicar a los técnicos municipales cualquier incidencia sobre un árbol determinado, como una rama caída, una plaga, etc. Los árboles están así perfectamente identificados y localizados en el mapa.

La innovación e imaginación del ayuntamiento de Melbourne ha consistido precisamente en darle una identidad (y una dirección de email) a cada uno de los árboles. Cuando paseas por la ciudad ya no te cruzas con «un árbol», sino con tus vecinos arbóreos individualizados. Algunos habitantes de Melbourne comparten con Simard y Wohlleben ese sentimiento «humanizador» hacia los árboles y los reflejan en sus mensajes. El árbol más popular es un olmo dorado (Ulmus glabra ‘Lutescens’) que recibe numerosas muestras de cariño:

«Querido 1037148,
mereces ser conocido por más que un número.
Te quiero. Ahora y para siempre.»

El efecto inesperado de esta red social arbórea ha sido que muchos vecinos la aprovechan para expresar sus sentimientos hacia esos seres vivos, con los que comparten sus penas y alegrías cotidianas. Es un vehículo para la participación ciudadana en el cuidado del arbolado, y al mismo tiempo una red psico-social que une personas y árboles en el ecosistema urbano.

_________________________
[1] Simard SW, Perry DA, Jones MD, Myrold DD, Durall DM y Molina R (1997). Net transfer of carbon between ectomycorrhizal tree species in the field. Nature, 388: 579-582.

[2] Beiler KJ, Durall DM, Simard SW, Maxwell SA y Kretzer AM (2010). Architecture of the wood-wide web: Rhizopogon spp. genets link multiple Douglas-fir cohorts. New Phytologist, 185: 543-553.

[3] Gorzelak MA, Asay AK, Pickles BJ y Simard SW (2015). Inter-plant communication through mycorrhizal networks mediates complex adaptive behaviour in plant communities. AoB Plants, 7, plv050.

[4] Achatz M, Morris EK, Müller F, Hilker M y Rillig MC (2014). Soil hypha-mediated movement of allelochemicals: arbuscular mycorrhizae extend the bioactive zone of juglone. Functional ecology, 28: 1020-1029.

[5] Peter Wohlleben (2015). Da geheime Leben del Bäume. He leído y cito a partir de la versión inglesa de 2016:  The hidden life of trees. What they feel, how they communicate. Greystone Books, Vancouver, Canadá. Existe una traducción al español, titulada La vida secreta de los árboles, publicada por Obelisco en la colección «Espiritualidad y vida interior».

[6] James Cameron (2007). Avatar. Twentieth Century Fox Film, Script, pág. 101.

[7] Richard Fortey (2016). The community of trees. Nature, 537: 306.

 

 

Escrito por Teo, jueves 27 abril 2017.

 

Enlaces

Artículo en la revista New Yorker sobre la Wood Wide Web

Artículo en el blog de Scientific American sobre la red de micorrizas

Entrevista con Susane Simard en el blog de la Escuela Forestal de Yale

Conferencia TED de Susane Simard (más de 2 millones de visionados)

Rachel Carson y el asombro, en este blog

Entrevista con Peter Wohlleben en New York Times, 29 enero 2016

Escritos de Tácito sobre los Germanos, en este blog

Bosque Urbano Visual de Melbourne

Noticia en la BBC sobre los árboles con email en Melbourne

El árbol más popular de Melbourne, en CityGreen, 22 noviembre 2016

Cultivar el Asombro

El sentimiento del asombro siempre me ha sido muy querido. Ese afecto empezó en un tiempo en que solía pasear con mi sobrina de seis años. El paseo, emprendido con ánimo aventurero, siempre nos deparaba sorpresas y motivos de regocijo, a veces se nos cruzaba una gaviota volando, otras divisábamos un gran barco de vela en el horizonte o nos topábamos con un árbol cuajado de exóticas flores. Todo era motivo de asombro, si bien un tanto incitado por mi manera entusiasta y apasionada de contar. Quería entretenerla y divertirnos juntas observando las pequeñas maravillas de nuestro entorno, lo que no era nada difícil dado el instinto natural de niñas y niños para la fascinación.

Ahora, sumida en la aventura de escribir este blog sobre árboles, el asombro sigue siendo motivo de mis reflexiones. En la experiencia de asombrarnos ante la presencia de los árboles siento que hay algo fundamental para conectar con ellos de manera profunda y duradera, algo que también es escurridizo, intangible y difícil de expresar. ¿Qué pasa cuando nos abrimos a sentir y percibir el flujo de la vida que emana de un majestuoso árbol centenario? ¿Qué importancia tienen los sentimientos de sobrecogimiento y turbación que nos provoca la grandeza vital de los árboles?

sense_of_wonder_rachel-carsonLa importancia del asombro ha sido y es objeto de atención de educadores y terapeutas, pensadores y artistas. Rachel Carson (1907-1964), la escritora y bióloga estadounidense que inspiró el ecologismo moderno, dedicó un libro enteramente a revelar el valor del asombro para descubrir y amar el mundo natural que nos rodea, un texto muy inspirador para quienes queremos ahondar en nuestra conexión con la naturaleza.

Rachel Carson es mundialmente conocida por su libro La primavera silenciosa (1962), en el que denunció el uso descontrolado del DDT y advirtió de las consecuencias dañinas para la salud humana y la naturaleza, libro que dio origen al movimiento ambiental contemporáneo. Sin pretenderlo, dada su naturaleza tímida, modesta y tranquila, se convirtió en un icono, un ejemplo, por la trascendencia de sus obras y por su valentía y entereza moral en la defensa de sus ideas.  Su mensaje sigue vivo en sus libros, al alcance de quien quiera descubrirlo.

Rachel Carson amaba la naturaleza, era su pasión desde niña, igual que la literatura. La contemplación continua de entornos naturales, como el mar y el bosque, debió de llevarla a interiorizar la naturaleza de tal modo que al escribir era capaz de expresar, por encima del discurso científico, la poderosa belleza que irradia todo lo vivo. Y deseaba que todo el mundo pudiera reconocer esa grandeza, por eso, escribió diversos artículos para enseñar a la gente la belleza y maravilla de lo natural.

Una versión preliminar de El Sentido del Asombro fue publicada como artículo en 1956 en la revista Woman’s Home Companion, bajo el título Ayuda a tu hijo a asombrarse (Help your child to wonder). En los sesenta, cuando ya estaba enferma del cáncer que acabó con su vida, lo reescribió como libro y fue publicado póstumamente en 1965, con el título The Sense of Wonder. Hasta 2012 no se ha podido encontrar una traducción en español de esta obra tan relevante (1).

Es un libro breve que relata experiencias con su sobrino, explorando la naturaleza en la costa de Maine, donde tenía “su propia playa y su propia parcela pequeña de bosque”.

Una tormentosa noche de otoño cuando mi sobrino Roger tenía unos veinte meses le envolví con una manta y lo llevé a la playa en la oscuridad lluviosa. Allí fuera, justo a la orilla de lo que no podíamos ver, donde enormes olas tronaban, tenuemente percibimos vagas formas blancas que resonaban y gritaban y nos arrojaban puñados de espuma. Reímos juntos de pura alegría. Él, un bebé conociendo por primera vez el salvaje tumulto del océano. Yo, con la sal de la mitad de mi vida de amor al mar en mí. Pero creo que ambos sentimos la misma respuesta, el mismo escalofrío en nuestra espina dorsal ante la inmensidad, el bramar del océano y la noche indómita que nos rodeaba. 

Las muestras de fascinación del niño en las diversas situaciones a las que lo expone son, para la autora, la confirmación de la existencia en los niños de un verdadero instinto para asombrarse ante lo que es bello e inspira admiración. Pero lo más llamativo es que la admirable científica considera esencial acercar a los niños, antes que nada, a la belleza de lo natural, a la belleza de todo lo que existe, del misterio que emana de lo vivo. “Conocer no es ni la mitad de importante que sentir” sería su mantra. Más que instruir y dar a aprender nombres y hechos, defiende que hay que estimular las emociones, el sentido de la belleza, el entusiasmo por lo nuevo y desconocido, las sensaciones de simpatía, compasión o amor. Una vez que hayan surgido las emociones, dice, entonces desearemos el conocimiento sobre el objeto de nuestra conmoción, y cuando lo encontremos entonces tendrá un significado duradero.

Rachel-Carson

Que el asombro es la puerta del saber no es nuevo, pero no lo tenemos muy presente en la actualidad, hemos olvidado ya que es el origen del conocimiento humano. Platón, Aristóteles y otros sabios de la antigüedad lo enunciaron: por nuestros ojos participamos del espectáculo de la estrellas, del sol y de la bóveda celeste y ese espectáculo nos impulsa a investigar el universo. El asombro nos mueve a buscarle una explicación a los fenómenos que tenemos delante, una respuesta a las innumerables preguntas que nos vienen a la mente. El título del libro de Carson es, en ese sentido, doblemente acertado dado que la palabra wonder tiene una doble acepción en inglés, “sorprenderse” y “preguntarse”.

Hay consenso en considerar que el asombro es una capacidad o “sentido” innato en los niños, pero que al crecer se debilita, incluso se pierde, si no se mantiene activo. Y poco lo ejercitamos hoy en día con el escaso tiempo que le dedicamos a visitar la naturaleza y las innumerables horas que ocupamos con nuestros dispositivos tecnológicos. Educadores y terapeutas que defienden el desarrollo integral de la persona y de su creatividad abogan por la necesidad de cultivar la capacidad de asombro ante la belleza natural como parte importante para el desarrollo pleno de los niños y adultos. Rachel Carson vislumbró en la sociedad de los años 50-60 (del pasado siglo) que la tecnología alejaría a la gente de la naturaleza y de la experiencia gratificante de admirarla; como remedio argumenta la necesidad de cultivar y fortalecer este sentido. ¿Cómo adiestrar y robustecer esa capacidad de maravillarnos?

En su libro, Carson sugiere llevar a los niños a explorar la naturaleza y que se lo pasen bien, y se abran a las posibilidades de deleites y descubrimientos que los sentidos les brindan. Nos convence de que todos tenemos múltiples ocasiones de admirar la belleza de la naturaleza que tenemos cercana, basta con estar atentos y abiertos. Revela diversas maneras de maravillarnos en la vida cotidiana,  mirar las nubes y el cielo, escuchar las voces de la tierra, percibir los olores cargados de impresiones y recuerdos… nada de lo que sugiere es del todo nuevo, pero su poderosa prosa poética y su sentida elocuencia inspiran verdad y deseos de seguir sus pasos.

Al final del texto, Rachel Carson se pregunta si conservar el sentido del asombro tiene algo más de valor en nuestras vidas, más allá del disfrute que proporciona la contemplación de la belleza. Su respuesta es la certeza. La certeza en que el sentido del asombro y sobrecogimiento tiene un valor profundo y duradero en la vida interior de las personas:

Aquellos, tanto científicos como profanos, que moran entre las bellezas y los misterios de la Tierra nunca están solos o hastiados de la vida.
El don del sentido del asombro, es un inagotable antídoto contra el aburrimiento y el desencanto de los años posteriores a la niñez, los años de la estéril preocupación por problemas artificiales y del distanciamiento de la fuente de nuestra fuerza.
Aquellos que contemplan la belleza de la tierra encuentran reservas de fuerzas que durarán hasta que la vida termine.
Cualquieras que sean las contrariedades o preocupaciones de sus vidas pueden encontrar el camino que lleve a la alegría interior y a un renovado entusiasmo por vivir.
Hay una belleza tanto simbólica como real en cada manifestación natural, en la migración de las aves, en el flujo y reflujo de la marea, en los repliegues de las yemas preparadas para la primavera.
Hay algo infinitamente reparador en los reiterados estribillos de la naturaleza, la garantía de que el amanecer viene tras la noche, y la primavera tras el invierno.

La profesora de Ética Ambiental Mª Ángeles Martín, en el prólogo del libro, expresa de un modo exquisito el valor de la obra: “El sentido del asombro ayudará a entender no solo a esta mujer, sino la razón que subyace en la denuncia que la ha caracterizado. Este libro es su obra más trascedente y desconocida. Más allá de revelar en su vida las agresiones a la naturaleza, su principal legado fue enseñarnos que no hay mejor manera de preservarla que experimentar su grandeza”.

Tras la lectura de esta pequeña joya literaria naturalista, me reafirmo en mi empeño de potenciar y cultivar el sentido de asombro por los árboles y su mundo. No sólo para conocerlos mejor y cuidarlos sino también porque ese sentimiento nos conecta con la esencia invisible del mundo, con ese flujo que atraviesa toda la naturaleza y nos hace sentirnos parte integrante de la armonía universal.

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1 Rachel Carson. El sentido del asombro. Ediciones Encuentro S.A., Madrid, 2012. Prólogo y traducción de Mª. Ángeles Martín Rodríguez-Ovelleiro.

Escrito por Rosa, jueves 17 de septiembre de 2015.

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