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Senderos que atraviesan el bosque

Caminar, andar, pasear, deambular o vagar por el bosque es un buen ejercicio para el cuerpo y una inspiración para la mente. Hay diversas formas de transitar por el bosque, la elección dependerá de nuestra preparación física, de la estación del año, del tiempo que tenemos disponible, del estado de ánimo o del objetivo que nos mueve, que puede ser el afán de conocer o el simple placer de pasear. Algunos caminantes singulares han dejado por escrito sus experiencias, reflexiones y sentimientos, después de internarse en el bosque.

La caminata de Bryson

El gran Sendero de los Apalaches, en Norteamérica, es un reto y una oportunidad para pasar varios meses caminando a través de bosques. Comienza en las Montañas Springer de Georgia y recorre unos 3.500 km hacia el norte, hasta llegar al Monte Katahdin, en Maine; en su mayor parte discurriendo por bosques y zonas naturales.

Cada primavera unos 2.500 senderistas comienzan el sendero en Georgia; después de cinco a siete meses, y de haber caminado unos cinco millones de pasos, la cuarta parte llegan exhaustos pero felices a Maine. Algunos tienen más prisa, como el «ultramaratoniano» Scott Jurek quien batió el récord en 2015, completando el recorrido en 46 días, 8 horas y 8 minutos (corriendo a una media de 76 Km diarios). Tuvo la infeliz ocurrencia de celebrarlo con champán en la cima del monte Katahdin; los rigurosos guardas del parque le pusieron dos multas, una por beber alcohol en el espacio natural y otra por arrojar basura, al regarlo todo con el líquido espumoso.

Bill_Bryson_A_Walk_In_The_WoodsEl escritor anglo-americano Bill Bryson (nacido en 1951) narró su experiencia caminera por el Sendero de los Apalaches en el libro Un paseo por el bosque (A Walk in the Woods) [1]. Aunque no completó el Sendero (a pesar de caminar sus buenos 1.400 km), nos describe con amenidad el ambiente senderista, con sus penas y alegrías, y retrata con ironía los paisajes y las costumbres americanas. Además, como buen divulgador (su obra más famosa es Una muy breve historia de casi todo), cuenta historias de temas muy diversos.

Una de las razones que lo impulsó a empezar la aventura fue la singularidad e importancia de los bosques, y su estado crítico.

Los Apalaches albergan uno de los bosques de frondosas más grandes del mundo, una reliquia del que fue el bosque más rico y diverso de la zona templada, y ese bosque está en peligro. Con el cambio climático se podría transformar en una sabana. Los árboles ya se están muriendo de una forma misteriosa y alarmante. Los olmos y los castaños americanos hace tiempo que desaparecieron, las majestuosas tsugas y los cornejos floridos se están acabando, y las píceas rojas, abetos de Fraser, nogales americanos, serbales y arces azucareros puede que les sigan. Si se quiere conocer esta naturaleza singular, tiene que ser ahora, antes de que sea demasiado tarde.

Pero caminar durante meses, varios miles de kilómetros, es una prueba física y mental no apta para cualquiera. Según Bryson, el americano medio camina a la semana solo dos kilómetros, es decir 350 m al día, cuando se mueve por la casa, en el centro comercial o la oficina; porque a todas partes va en coche.

Al principio, caminar fue un sufrimiento.

Fue un infierno. Los primeros días de caminar siempre lo son. Estaba en baja forma. La mochila pesaba demasiado. Cada paso era una lucha.

Poco a poco, andar se fue convirtiendo en una actividad llevadera, casi automática.

Caminamos milla tras milla, a través de bosques oscuros, profundos y silenciosos. Por un sendero de 46 cm de ancho, marcado a intervalos con rectángulos color blanco reflectante en los troncos grises. Caminar y caminar.
Caminando, el tiempo deja de tener sentido. Te desplazas en un tedio tranquilo, sereno, más allá de la exasperación. No tienes prisa porque no vas a ninguna parte. Por mucho que camines, siempre estás en el mismo sitio: en el bosque. El bosque es una singularidad sin límites.
La mayor parte del tiempo no piensas. No hace falta. Caminas como en un estado zen en movimiento, tu cerebro es como un globo atado con cuerdas que acompaña a tu cuerpo. Caminar durante horas y kilómetros se vuelve automático, algo tan inconsciente como respirar.
Yo solamente caminaba. Era muy feliz.

Bryson cita el famoso cuadro Almas gemelas (Kindred spirits, 1849) como un ejemplo de la visión romántica de los paisajes salvajes y dramáticos de los Apalaches. El autor, Asher Brown Durand (1796-1886), representó al poeta Bryant y al pintor Cole sobre una roca prominente, dominado un paisaje de bosques, ríos, cascadas y montañas: reflejando así su pasión compartida por el paisaje y la naturaleza. En un tronco de abedul aparecen grabados sus nombres; acción que habría indignado a los gestores actuales del Sendero de los Apalaches que tienen como consigna «no dejes rastro» (leave no trace) de tu paso por los espacios naturales.

Kindred spirits by Asher Brown Durand.jpg

Aunque a veces esta visión romántica, idealizada, del bosque no se corresponde con la realidad del caminante. Cuando lleva bastante tiempo andando entre árboles, se puede sentir desconcertado y agobiado.

Los bosques no son espacios como los otros; son cúbicos. Los árboles te rodean, se ciernen sobre ti, te presionan por todos lados. Los bosques te bloquean las vistas, y te dejan desorientado y sin referencias. Te hacen sentirte pequeño, confuso y vulnerable, como un niño pequeño perdido entre una multitud de piernas extrañas. Si estás en un desierto o en una pradera, sabes que estás en un gran espacio amplio. Entras en un bosque y solo lo sientes. Son lugares vastos, homogéneos y desconocidos. Y están vivos.

Vivos y llenos de vida. A pesar del exterminio local del puma (el último fue matado en 1920) y de otras especies, en una porción de bosque de los Apalaches (de unos 26 km2) se estima que pueden habitar 5 osos, 30 zorros, 470 ciervos, 63.500 ardillas y 220.000 ratones y otros pequeños roedores; teniendo en cuenta solo los mamíferos. Sin duda, los osos son los principales protagonistas del Sendero de los Apalaches.

Para ellos los humanos son criaturas con sobrepeso y gorras de béisbol que esparcen grandes cantidades de comida sobre mesas de madera. Gritan y salen corriendo a por la cámara de video en cuanto el viejo Señor Oso aparece, se sube a la mesa y devora la ensaladilla y el pastel de chocolate.

El caminante se siente inmerso durante días, semanas, meses en el gran cosmos del bosque.

Cuando estás en el Sendero, el bosque es tu infinito y entero universo. Es todo lo que experimentas día tras día. Eventualmente es todo lo que puedes imaginar. Desde luego eres consciente que en alguna parte, en el horizonte, hay ciudades, fábricas y autopistas, pero en esta parte del país donde los bosques cubren el paisaje tan lejos como la vista alcanza, el bosque manda.

Al final de la caminata, Bryson hace balance de su experiencia.

Tenía sentimientos contradictorios: estaba aburrido del sendero, pero cautivado por él; me sentía exhausto por el esfuerzo interminable, pero a la vez constantemente estimulado; cansado ya del bosque infinito, pero a la vez admirado de que no tuviera fin; disfrutaba de poder escapar de la civilización pero añoraba la comodidad. Todo junto, al mismo tiempo, en cada momento, dentro y fuera del sendero.

El paseo de Walser

Muy diferente es el sendero poético por un bosque de las montañas suizas que el escritor Robert Walser (1878-1956) nos anima a compartir.

Llegué poco después, caminando tranquilo bajo el suave y cálido aire, a un bosque de abetos por el que serpenteaba un por así decirlo sonriente camino, de pícaro encanto, que seguí con placer.
En el interior del bosque reinaba el silencio como en un alma humana feliz, como en el interior de un templo, como en un palacio y en castillos de cuentos hechizados y soñados, como en el castillo de la Bella Durmiente, donde todo duerme y calla desde hace cientos de largos años.
Había tal solemnidad en el bosque que imaginaciones grandiosas y bellas se apoderaban por sí solas del sensible paseante. ¡Qué feliz me hacían el dulce silencio y la tranquilidad del bosque!

Era una forma sensible de entrar en el bosque, caminando tranquilo, con los sentidos y la mente abierta.

Robert Walser paseando.

Robert Walser paseando.

Walser fue poeta, escritor y paseante dedicado. En su breve relato titulado El Paseo [2], una joya literaria, defendía con pasión esta actividad.

Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando.

Pero advierte al paseante, que debe tener una cierta actitud y disposición de entrega.

Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene que pasear no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo.
Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresadamente y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo, sus quejas, necesidades, carencias y privaciones.

En su paseo por el bosque, Walser sintió ese deseo de disolverse y fundirse con él, de desaparecer, de llegar a ser nadie.

Estar muerto aquí, y ser enterrado sin llamar la atención en la fresca tierra del bosque, tendría que ser dulce. Sería hermoso tener en el bosque una tumba pequeña y tranquila. Quizás oyera el canto de los pájaros y el susurrar del bosque sobre mí. Lo desearía.

Walser murió en «acto de servicio», paseando solitario por el bosque, el día de Navidad de 1956.

La quietud de Haskell

En el nordeste de América, no muy lejos del sendero de los Apalaches, David Haskell nos enseña otra forma de deambular, que no es física sino mental. Elige un pequeño retazo de bosque, con una roca plana donde sentarse con cierta comodidad, y armado de una lupa, un binocular, un cuadernos de notas, una paciencia y curiosidad inagotables, pasa horas observando y divagando. Durante un año visita periódicamente ese «mandala», esa ventana virtual en el corazón del bosque, mira, escucha, anota, piensa, se pregunta sobre las señales y los misterios que le va desvelando el bosque.

Haskell es profesor de Biología en la Universidad del Sur (Sewanee, Tennessee), y en su biblioteca indaga, se documenta y busca respuestas y explicaciones sobre lo que observa en el bosque. El resultado de sus observaciones y divagaciones intelectuales es el libro El Bosque que no se ve (The Forest Unseen) [3]. «A través del año el bosque fue marcando los temas y el guión; yo lo seguía, garabateando mis pensamientos», confiesa el biólogo y escritor.

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Vista del bosque de Tennessee. Foto: D. Haskell.

A veces son impresiones sensoriales bellas e intensas.

Una mancha de color melocotón se extiende por la oscuridad en el este del horizonte, después toda la bóveda celeste se ilumina y pasa de la oscuridad a la luminosidad pálida. Dos notas repetidas resuenan en el ambiente; la primera es clara y aguda, la segunda es más grave y enfática. Los herrerillos bicolores siguen con su ritmo binario cuando un carbonero de Carolina se arranca con una melodía silbada, cuatro notas que caen y se levantan como si dieran cabezadas.

Así comienza el capítulo Aves al amanecer en el que Haskell, quien ha llegado al mandala del bosque antes del alba, va describiendo los cantos y el comportamiento de hasta 21 especies de aves, que componen el espectáculo sonoro conocido como “coro del alba”. Avanza la mañana y avanza el capítulo hasta terminar con el chip metálico del cardenal rojo, los glugluteos de los pavos silvestres, y una divagación trascendentalista.

El encanto del amanecer en abril es una red de energía que fluye. En un extremo sujeta a la red la materia que el sol ha convertido en energía, y en el otro extremo lo hace la energía que nuestra conciencia ha convertido en belleza.

Otra veces las interesantes divagaciones son intelectuales y emocionales, fruto del conocimiento estimulado por ese bosque que no se ve, pero se intuye.

Nosotros también formamos parte de la red química del bosque. Cuando paseamos por un bosque, los compuestos químicos volátiles emitidos por las plantas entran en nuestros pulmones y pasan al torrente sanguíneo, se ligan a nuestros nervios y nos producen una sensación de bienestar. Esta interpenetración química puede explicar en parte nuestra afinidad por la naturaleza. En lo más profundo de nuestros cuerpos, nuestros nervios se ven recompensados por la participación en la comunidad del bosque.
Los aficionados al bosque saben muy bien que los árboles afectan a la mente. Los japoneses le han puesto nombre a esa sabiduría y la han convertido en una práctica, shinrin-yoku, tomar el aire del bosque.

La quietud y el silencio es esencial para integrarse en la vida del bosque, para poder observar y divagar, sin perturbarla.

El ruido que hacemos los humanos, charlando y riendo mientras caminamos por el bosque, espanta a mucho animales y, de una forma más sutil, cambia los patrones de comunicación entre los animales que no huyen.
Sentado durante horas intenté sumergirme en la red del bosque. Mientras escuchaba, oí a los animales escucharse unos a otros. Aprendí a distinguir que venían senderistas por el camino del bosque, escuchando las oleadas de llamadas de alerta de los animales, muchos minutos antes de que escuchara el sonido de sus voces.

Mientras Haskell, en su quietud despierta y vigilante, se funde con el bosque y deambula mentalmente, a unos 200 km hacia el este, en las montañas Springer del vecino estado de Georgia, una peregrinación de senderistas inicia con ilusión la gran travesía hacia el norte, por el Sendero de los Apalaches.

La caminata esforzada de Bryson, el paseo poético de Walser o el deambular zen de Haskell son diferentes senderos que nos llevan a disfrutar del bosque y a conocernos mejor a nosotros mismos.
_____________________
[1] Bill Bryson (1997) A Walk in the Woods. He leído y traducido la edición de 2015 publicada por Black Swan. Existe versión en español: Un paseo por el bosque, RBA, traducción de Pablo Álvarez Ellacuría.
[2] Robert Walser (1917) Der Spaziergang. Versión en español El paseo, Siruela, 2014. Traducción de Carlos Fortea.
[3] David G. Haskell (2012) The Forest Unseen. Versión en español, En un metro de bosque. Un año observando la naturaleza, Turner, 2014. Traducción de Guillem Usandizaga.

 

Escrito por Teo, jueves 16 junio 2016.

Enlaces
Página oficial del Sendero de los Apalaches

Noticia del ultramaratoniano que batió el récord y fue multado en los Apalaches

Página oficial de Bill Bryson

Edición española de El Paseo por Robert Walser en Siruela

Robert Walser, el poeta que prefería ser nadie, por Jaime Fernández

Blog de David Haskell

Página web del libro The Forest Unseen por David Haskell

Artículo de Haskell en el blog del Scientific American

Reseñas en este blog sobre el libro de Haskell, The Forest Unseen
Invierno
Primavera
Verano
Otoño

Secretos del Parque

¿Está llegando la primavera? ¿En qué se nota?» dijo él.
«El sol está brillando entre la lluvia y la lluvia está cayendo
sobre los rayos del sol, y las criaturas empujando
y borbotando bajo la tierra”, contestó Mary.
Frances H. Burnett, El Jardín Secreto

Cada jardín que frecuentamos guarda en sí un jardín secreto. Cada árbol que vemos a diario esconde una biografía única, una habilidad singular para vivir, una contribución concreta a nuestro bienestar y al del planeta. Cada arboleda urbana encubre un relato de la intencionalidad de quien la diseñó, de los sentimientos que pretendió provocar con su creación bioestética. Esos relatos secretos son el jardín oculto a los ojos cotidianos, acceder a ellos nos vuelve más conscientes y permeables al poder sanador de los árboles y a la inspiración de la belleza de lo vivo.

En la ciudad histórica de Sevilla, de acentuado aire romántico, el espíritu de lo bello palpita no solo en los innumerables monumentos sino también o sobre todo en los edificios, calles, plazas y rincones. Y en los jardines antiguos. De ellos, el Parque de María Luisa (para los sevillanos, “el Parque” a secas) quizás sea el que más ha contribuido a realzar el encanto de la ciudad. Popular atracción para viajeros y residentes, multitudinario a veces, aun con el esplendor de sus comienzos menguado por tiempos de abandono, conserva sin embargo la esencia del jardín original que un día fue diseñado con esmero y pasión. Es un jardín que emociona, que inspira al cuerpo y al espíritu, que asombra de múltiples maneras.

Entre los recuerdos de mi vida atesoro un tiempo en el que pasé muchos días transitando el Parque, observando y valorando uno a uno cada árbol (unos 6000 entre árboles y palmeras según el conteo de entonces). El sentido de tal entrega era calcular el valor del patrimonio arbóreo del jardín. La investigación, que llevamos a cabo un equipo guiado amigablemente por Fernando Sancho Royo, tuvo como resultado la elaboración del libro Árboles del Parque de María Luisa [1]. Medir las dimensiones de cada árbol, evaluar el estado de salud, juzgar el grado de  belleza y averiguar la biogeografía de cada especie fue una oportunidad única de descubrir cada individualidad, cada protagonista arbóreo del jardín, y sembró en mí la pasión que hoy me hace escribir estas líneas.

Fuente: www. eyeonspain.com

Fuente: www.eyeonspain.com

El Parque tiene una identidad propia, una fuerte personalidad. Su fisonomía no es uniforme sino integrada por una gran variedad de espacios diferentes, conectados y embellecidos mediante una amplia gama de elementos vivos y construidos, en la que el arbolado alto, viejo y variopinto es el rasgo principal. En cierto modo, es un bosque urbano. Cuenta con alrededor de 100 especies diferentes de árboles, algunos de ellos identificados por carteles (bastante deteriorados) que sirven de itinerario botánico. Intencionadamente, una gran proporción de los árboles son caducifolios, es decir, pierden las hojas en invierno. Durante los pocos meses que dura la desnudez invernal, las ramas deshabitadas de hojas contagian el aire de melancolía y enfatizan la percepción romántica del Parque. Por el contrario, el hojecer primaveral cubre los paseos y plazuelas de buena sombra, imprescindible en este sur de veranos calientes y luminosos, y junto a la floración mudan la melancolía en alegría.

De entre todos los árboles que un día descubrí y que con frecuencia sigo visitando, algunos me son más queridos por no sé qué misteriosa química.

Taxodios: monumentalidad consagrada al amor

En cualquier jardín, el taxodio, ciprés de los pantanos o ciprés calvo (Taxodium distichum) es una presencia llamativa, se adueña de él con su porte majestuoso de follaje liviano y elegante y la belleza cromática de sus hojas, rojizas en otoño y verde claro en primavera. En el jardín sevillano destaca un ejemplar que se ha convertido en estampa icónica del propio Parque.

A diferencia de los pinos, cipreses, cedros y otras coníferas, el taxodio tiene dos rasgos singulares, ser caducifolio (de ahí “ciprés calvo”) y vivir cerca o dentro del agua.  Nativo del sur de EE UU, forma bosques naturales en las riberas encharcadas de los grandes ríos como el Misisipi; y caracteriza tanto ese paisaje subtropical americano que se ha erigido en su símbolo. Vivir en el agua es una habilidad no muy propia de los árboles, pero los cipreses de los pantanos la tienen; para que las raíces respiren, poseen los neumatóforos, unos respiraderos que salen hacia arriba y le dan el aspecto tan característicos a estos bosques. En su hábitat natural sostiene el suelo encharcado por las inundaciones, una buena contribución en estos tiempos de incertidumbres climáticas. A pesar de las raíces anegadas gozan de una longevidad extraordinaria; en Florida, en la marisma de Corkscrew, está el bosque virgen de cipreses de los pantanos más grande del mundo, en ese santuario protegido hay árboles salvajes de más de 500 años. Tiene parientes aún más longevos como el «Árbol del Tule» (Taxodium mucronatum) de Oaxaca, México, que se estima que tiene 2000 años de edad y está considerado el árbol con el diámetro de tronco más grande del mundo. El taxodio llegó a Europa traído por los colonizadores ingleses sobre 1640.

TaxodioEl Parque de María Luisa es un buen enclave para estos seres de los pantanos americanos por la cercanía de un gran río, el Guadalquivir. Junto al estanque de la Isleta de los Patos y cerca de la Fuente de las Ranas crecen cinco ejemplares espléndidos. Pero sin duda el más vistoso, célebre y popular es el taxodio monumental de la Glorieta de Bécquer.

El árbol fue plantado alrededor de 1860 cuando ese terreno era el jardín privado de los duques de Montpensier. En 1911, ya como parque público, alrededor del árbol se construyó una glorieta redonda en la que un banco circular con varias figuras femeninas de mármol –alegorías del amor pasado, presente y futuro- abrazan la redondez del gran tronco. Realizado en homenaje al poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), el más importante del Romanticismo español, el cuadro escultórico, obra de Lorenzo Coullaut Valera, personifica la famosa Rima X del poeta, El amor que pasa. En otros tiempos, podían leerse los versos del poeta en libros dispuestos en anaqueles; hoy, existe una placa con grabaciones de varias rimas que pueden oírse si disponemos de un lector de código QR en nuestro móvil, entre ellas, la inmortalizada Rima X [2]:

Código QLos invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman,
el cielo se deshace en rayos de oro,
la tierra se estremece alborozada.

Oigo flotando en olas de armonía
rumor de besos y batir de alas;
mis párpados se cierran. ¿Qué sucede?
¡Es el amor, que pasa!

El árbol, como ser vivo, no deja de crecer y agrieta el monumento, y hay que ensancharlo cada cierto tiempo (ya lo necesita); la Glorieta con el gran árbol en el centro transpira armonía como un mandala. El majestuoso taxodio acrecienta la atmósfera romántica del lugar, incluso diría que se implica en los asuntos amorosos de los visitantes-románticos (suele haber ramos de flores frescas en el monumento). Bajo la cúpula de fino follaje se respira quietud, acogimiento y un silencio entre cómplice y consolador. Puede que el espíritu ribereño de estos árboles, de tanto contemplar ríos, sabe que el amor, como el agua, nunca es el mismo y al mismo tiempo siempre es igual, que pasa pero permanece de otra manera. Bajo los taxodios siempre me siento bien, experimento sensaciones de amparo y bienestar, probablemente contribuyan a ello las sustancias volátiles cargadas de compuestos activos beneficiosos que desprenden, pero prefiero pensar que la belleza de estos árboles no solo es externa, sino también interior.

Plátano de sombra:  inspiración de los maestros

Cerca de la Glorieta de Bécquer por un asilvestrado sendero en dirección sur se llega a una pequeña encrucijada donde un cartel anuncia la identidad de un soberbio plátano de sombra oriental (Platanus orientalis), un árbol euroasiático que crece desde el este mediterráneo hasta el sur eurosiberiano.  En Sevilla, como en gran cantidad de ciudades, el plátano de sombra es muy utilizado en las calles. En el Parque es abundante, pero no la especie oriental sino un híbrido entre el plátano oriental y el americano (Platanus occidentalis), de cuyo origen no hay acuerdo entre los botánicos ni siquiera en la nomenclatura (Platanus acerifolia para unos, Platanus  hybrida o Platanus hispanica, para otros).

PlatanosEl plátano es una especie apreciada desde antiguo por su maravillosa sombra. En el Parque quedan unos magníficos ejemplares centenarios, bien desarrollados, que sobrepasan los 25 metros de altura, hermosas esculturas vivas. Las decorativas hojas grandes, caedizas, color verde vivo, parecidas a las del arce, forman un follaje denso y amplio capaz de crear una umbría fresca, tamizada y reconfortante, ideal para los climas de calor y luz intensos. La cualidad de la sombra que proyecta ha sido históricamente apreciada por diversas culturas.

En Grecia se le tiene un apego especial desde la Antigüedad, y aún es el árbol predominante en el centro de las plazas de muchos pueblos. En la Escuela Peripatética que fundó Aristóteles en el 335 a. C., se cree que había una arboleda de plátanos donde él y otros maestros enseñaban a los discípulos paseando bajo el elevado ramaje. En la isla de Cos, igualmente junto a un plátano de sombra, Hipócrates (460-370 a. C.), el fundador de la medicina, transmitía su sabiduría; el actual Árbol de Hipócrates, descendiente del original, tiene 500 años. En la India le llaman cheddar y es un árbol célebre también por su sombra, especialmente en Cachemira. Para hindúes e islamistas mogoles ha sido un árbol valorado para templos, jardines y paisajes, como prueban los diversos ejemplares centenarios existentes en la región y su declaración como árbol protegido. Bécquer, en su leyenda india El caudillo de las manos rojas, los nombra: «Los peregrinos también han gustado el reposo de los inmensos plátanos de Delhi…». En Reino Unido se le conoce como oriental plane, y también es un árbol con solera; uno plantado en 1760 en Wiltshire (Corsham Court) por el famoso paisajista Lancelot  “Capability» Brown, está considerado como el árbol con la copa de mayor extensión de Reino Unido.

Me gusta pasear entre los plátanos centenarios del Parque, respirar su aire, dejar que inspiren mi mente, que me conecten con la vieja tradición de maestros, que hagan aflorar a la maestra que llevo dentro.

Acacias: aromas de poesía

Acacia es una palabra de resonancia poética, sonora, punzante, evocadora de exuberantes paraísos líricos. Quizás por eso me gustan las acacias del Parque. Hay tres tipos, la acacia negra, la acacia blanca y la acacia de Japón, que en sentido estricto no son especies del género Acacia, sino “falsas acacias” como se catalogan estas leguminosas ornamentales que se plantan en multitud de ciudades del mundo. Sin ser árboles de carácter portentoso, las tres aportan atractivo al Parque: son florales, aromáticas y sombreadoras. En sus lugares de origen, además, son comestibles, medicinales y melíferas. Cada una a su manera añade una nota diferente al jardín.

La acacia de tres espinas o acacia negra (Gleditsia triacanthos) abunda en el Parque. Tiene una apariencia algo excepcional por lo oscuro de la corteza, las grandes espinas trifurcadas y las legumbres de gran tamaño color chocolate parecidas a las del algarrobo. Por contraste, las pequeñas flores verdosas son perfumadas, el amplio y suelto follaje tiene un bonita coloración otoñal amarilla y en primavera da una grata sombra ligera. Natural del SE de EEUU, es un árbol muy resistente que crece muy rápido en suelos desnudos y ayuda a controlar la erosión, además las vainas alimentan a pájaros y otros animales. Por el carácter de “árbol espinoso” se le conoce en algunos sitios como “espina de Cristo”. En México circula una leyenda en torno a sus espinas. A final del siglo XVII, en un monasterio de Querétaro, un franciscano español dejó durante un tiempo su bastón de acacia negra clavado en el patio; pasados los días, el bastón retoñó en un árbol con espinas en forma de cruz, similar a la de la crucifixión de Jesús; el hecho se consideró un milagro (tal vez por ser un árbol desconocido entonces en esas tierras), y originó el nombre por el que es conocido “el árbol del Templo de la Cruz”. Milagros y leyendas aparte, la acacia negra es un árbol vehemente que infunde sensaciones de fuerza y empuje y evoca la importancia de protegerse en la vida.

RobiniaLa acacia blanca o robinia (Robinia seudoacacia) tiene un porte grande que alcanza los 25 metros. En el Parque hay un bello ejemplar en la Glorieta de Doña Sol. Desde la tierra de los Montes Apalaches, en Norteamérica, fue traída a Francia en 1600 por el botánico Jean Robin. Desde entonces es un árbol de jardín que anima las primaveras con racimos de flores blancas muy aromáticas y una agradable sombra. En algunos países como Italia, las flores se utilizan en postres y la miel se conoce como “miel de acacia”. Pero hay que tener cuidado porque las hojas y semillas poseen una lecitina tóxica. Las acacias blancas grandes, como la del Parque, tienen apariencia muy frondosa y yo diría que entrañable, me recuerdan a los árboles benévolos de los cuentos.

La acacia del Japón, sófora o árbol de las pagodas (Styphnolobium japonicum) ornamenta la avenida de Pizarro, una de las principales del parque. De porte fino, equilibrado y elegante, las flores amarillentas aroman el verano con su suave perfume y los frutos, de inconfundible aspecto de rosario, quedan en el árbol cuando pierde el follaje a principios de invierno. Es originaria de Asia, donde las hojas y flores se cocinan y se preparan como té; el uso medicinal tiene larga tradición, es una de las 50 hierbas fundamentales de la medicina china. En el Parque, los frutos son codiciados por el numeroso grupo de cotorras asilvestradas que por las mañanas los desayunan con gran algarabía. Mi afición a las sóforas es muy distinta de la de las cotorras. A mí lo que me atrae de ellas es la apariencia delicada, la fina sombra, un hálito de misterio que las envuelve, como si escondieran un secreto milenario oriental. De hecho, algunos cuentos japoneses sitúan en este árbol espíritus, diablillos y otras deidades del bosque.

Una larga lista de árboles interesantes

La lista de árboles singulares interesantes del Parque es muy larga. En altura sobresalen los eucaliptos rojos (E. camaldulensis) y las araucarias australianas (A. cunninghamii y A. bidwillii) de más de 40 metros, haciendo honor a los árboles gigantes australianos; les siguen grevilleas, almeces, olmos viejos supervivientes de un pasado mejor, casuarinas centenarias, algunos fresnos de olor y las palmeras, esos árboles sin verdadero tronco, que tanto caracterizan el paisaje urbano de Sevilla. Y en espectacularidad globosa y expansiva, los grandes ficus (F. macrophylla, F. rubiginosa y F. retusa).

El jardín de los artistas

La magia del Parque de María Luisa emana del arbolado pero también de la gracia y armonía del diseño, de la composición que idearon los paisajistas que lo hicieron realidad.

El Parque tuvo su origen en la creación a mitad del siglo XIX de un jardín privado para el palacio de los duques de Montpensier (Antonio de Orleans y la Infanta María Luisa de Borbón). El proyecto lo realizó el jardinero francés André Lecolant siguiendo el estilo romántico inglés en el que predominan los árboles y arbustos entre caminos y sendas sinuosas, con una disposición de aparente descuido que imita a la naturaleza. Es el jardín bosque, el jardín-selva, que aún configura el norte y poniente del Parque. De estampa majestuosa, con predominio de tonos verdes y umbrías, inspira recogimiento y tranquilidad.

Un segundo diseño se debió a la elección del Parque de María Luisa como marco de la Exposición Iberoamericana celebrada en Sevilla en 1929. La Infanta había donado su jardín a la municipalidad en 1893 y ésta encargó la reforma y ampliación del Parque al paisajista francés Jean Claude Nicolás Forestier (1861-1930), un ingeniero de gran sensibilidad, cultura jardinística y experiencia en distintas partes del mundo. Forestier aprovechó el legado romántico de Lecolant (“los árboles tardan en crecer, la belleza plena de un jardín se consigue con el paso del tiempo”), al que superpuso un trazado que inundó el lugar de colores, aromas, susurros de agua, brillos, claridad, alegría y espacios de intimidad (las glorietas). Manejando con sabiduría varios estilos de jardines con preponderancia del arábigo andaluz local, creó un jardín de jardines, donde las avenidas y praderas abiertas se alternan con sendas que llevan a la intimidad de glorietas. Más próximo a la tradición de los jardines chinos, indios, egipcios, árabes y españoles, Forestier puso toda su intención en darle a Sevilla su ideal de jardín, “un remanso de paz capaz de provocar el asombro apabullador en la intimidad gozada a través de la percepción de los sentidos de todas las bellezas delicadamente naturales, con las formas, los colores, los juegos de luces y sombras más evocadores, con los que nos sentimos más comunicados y donde lo que domina es el encanto” [3]. Quiso hacer una obra de arte y lo consiguió.

Postal antigua

Ha transcurrido un periodo de más de cien años desde 1914, cuando se inauguró el Parque de Forestier. En este lapso, el abandono y el tiempo, como jardineros invisibles, han propiciado cambios en su fisonomía, no siempre embellecedores. Se han perdido muchos árboles sin haber sido repuestos y se ha desequilibrado la composición de las especies, con predominio de las más invasivas como el eucalipto sobre otras menos combativas. El Parque necesita recuperar su antiguo esplendor, con medios, conocimientos y enfoque de futuro.

A pesar de todo, conserva la esencia cautivadora. Más allá de la visión ordinaria, el Parque despliega su jardín secreto donde es posible pasear respirando aires sanadores, contemplar delicadas bellezas efímeras, descansar al arrullo del agua, perderse entre rastros de aromas y encontrar mil historias inspiradoras.

_________________________
1. R. Cintas, J. Cruz, A. Furest, M. Librero y P. Martín de Agar. Árboles del Parque de María Luisa.  Junta de Andalucía y Ayuntamiento de Sevilla. Granada, 1981.
2. Gustavo Adolfo Bécquer. Rimas. Edición de Jesús Rubio Jiménez. Alianza E. Madrid, 2013.
3. Cristina Domínguez Peláez. El Parque de María Luisa, esencia histórica de Sevilla. Servicio de Publicaciones del Ayuntamiento de Sevilla. Sevilla, 1995.

Escrito por Rosa, jueves 28 de enero de 2016.

Entradas de este blog relacionadas:
Cernuda en el Parque
Sanar con los árboles
El monarca del Parque (Araucaria cunninghamii)
La higuera gigante que vino de australia (Ficus macrophylla)
Mil y una historias del jardín (Araucaria bidwillii en el Botánico de Coimbra)

Otras fuentes y enlaces
Jose Elías Bonells. Plantas y Jardines de Sevilla. Ayuntamiento de Sevilla, 1983.
F. Bueno Manso. El Parque de Maria Luisa: su historia, su poesía y sus plantas. E. Robinia. Sevilla, 1997.
Parque de María Luisa en Wikipedia
Servicio de Parques y Jardines del Ayuntamiento de Sevilla
La Exposición del 1929 en Sevilla Misterios y Leyendas

Hojecer silencioso

Cada año llega un momento en que a las ramas desnudas de los árboles comienzan a brotarles puntas verdes por las que asoman las primeras hojas nuevas. Sigilosamente, pero a la vista de todos, el verde vivo de la clorofila nueva aparece y se esparce, pincelando los árboles desnudos de calles y parques, de lejanos y recónditos bosques. Vuelve la primavera. Vuelven a verdear las ramas vacías de las frondosas al despertar del sueño invernal. La fuerza vital de la naturaleza se manifiesta.

Brotes berlineses

Las ramas reverdecen en silencio. El crecimiento orgánico es silencioso igual que la luz, las mareas, el movimiento del cosmos y otras fuerzas físicas que nos afectan. En medio de tantos ruidos, sonidos y voces que acompañan nuestra vida, hay que estar muy atentos a ese silencioso verdear para advertir, disfrutar y conectar con esa fuerza nueva que despierta con la luz y el calor primaverales y dejarse llevar por su poder.

Los artistas, pensadores y poetas suelen prestar atención al resurgir del verdor en los árboles; lo ven, lo captan y lo cuentan. Un querido amigo* me recordó el “Poema del árbol” de José Ángel Buesa (1910-1982), donde el poeta cubano dialoga con un buen árbol en el preciso y sublime momento en que le brota su primera hoja:

Árbol, buen árbol, que tras la borrasca
te erguiste en desnudez y desaliento,
sobre una gran alfombra de hojarasca
que removía indiferente el viento.

Hoy he visto en tus ramas la primera
hoja verde, mojada de rocío,
como un regalo de la primavera,
buen árbol del estío.

Y en esa verde punta
que está brotando en ti de no sé dónde,
hay algo que en silencio me pregunta
o silenciosamente me responde.

Sí, buen árbol; ya he visto como truecas
el fango en flor, y sé lo que me dices;
ya sé que con tus propias hojas secas
se han nutrido de nuevo tus raíces.

Y así también un día,
este amor que murió calladamente,
renacerá de mi melancolía
en otro amor, igual y diferente.

No; tu augurio risueño,
tu instinto vegetal no se equivoca:
Soñaré en otra almohada el mismo sueño,
y daré el mismo beso en otra boca.

Y, en cordial semejanza,
buen árbol, quizá pronto te recuerde,
cuando brote en mi vida una esperanza
que se parezca un poco a tu hoja verde…

¿Cuántas personas piensan en las hojas? El botánico, urbanista, educador y pacifista escocés Sir Patrick Geddes (1854-1932) quizás respondía a esta pregunta cuando escribió: “La hoja es el principal producto y manifestación de la vida; este es un mundo verde, en comparación con el cual el mundo animal es pequeño y depende completamente de él. Por las hojas vivimos.” Geddes conoció a Darwin, Tagore y Gandhi, se declaraba “biocéntrico” y expresó así su admiración por las plantas y sus ciclos estacionales: “La vida es de hecho universalmente rítmica, tanto en el animal como en la planta; pero la planta es más pasiva y plástica a las condiciones e influencias del cambio ambiental y de ahí que el cambio estacional de la vida de las plantas llegue a ser el espectáculo más impresionante de la naturaleza viviente”.

Geddes fue un pionero (aunque no bien reconocido) de la educación ambiental y su apreciación de la función de las hojas era tal que eligió la expresión «Por las hojas vivimos» (By leaves we live, en inglés) como su lema :

Por las hojas Vivimos

Existe un verbo castellano para expresar la acción de “brotar las hojas al árbol”: hojecer. Es un vocablo antiguo, poco usado, que me gusta mucho porque es rotundamente descriptivo a la vez que poético. Hojecer es una señal inequívoca del ritmo cíclico de la naturaleza. El árbol caducifolio que hojece de nuevo en primavera encarna el símbolo de la vida en el continuo fluir dinámico de las estaciones, en el ritmo permanente de muerte y regeneración.

El reverdecer primaveral y el ritmo estacional han fascinado al ser humano desde los tiempos primigenios. Su misterio dio origen al mito de Perséfone.

persefone iLa diosa griega Perséfone (Proserpina en la mitología romana) era hija de Deméter, diosa de la naturaleza y la agricultura. Un día que se encontraba paseando sola por los campos, apareció Hades, el dios del Inframundo, la raptó y la llevó a su reino de Tinieblas para casarse con ella. La madre desesperada salió a buscarla por todos los rincones del mundo, convirtiendo en desierto todo lo que pisaba, mas fue en vano. Entonces Zeus intervino y ordenó a Hades que liberara a Perséfone, pero ella ya había comido algunas semillas de granada y Hades no dejaba abandonar el submundo de los muertos para siempre a quien probara su fruta. Al final Hades acordó que volviera a la tierra seis meses cada año para estar con su madre y pasara los otros seis meses con él en su reino. Desde entonces, durante el tiempo en que Perséfone está con Deméter todo reverdece y la vida renace por la faz de la tierra.

Los árboles que protagonizan en Europa el fenómeno de hojecer al final de su desnudez invernal son árboles de gran personalidad: roble, haya, abedul, olmo, tilo, fresno o aliso. Son grandes, robustos y de copa voluminosa. Habitan la zona templada europea donde hay suficiente lluvia y nutrientes para poder regenerar todo el follaje cada año. Se podría decir, al menos para los habitantes del viejo mundo, que este tipo de árboles representan el “arquetipo del árbol”, el modelo original y primario de árbol. Son los árboles que aparecen en los cuentos populares recopilados por los hermanos Grimm, que eran alemanes y vivían en plena zona templada europea. Con la universalización de estos cuentos clásicos la imagen de árboles portentosos como el roble la hemos integrado en la memoria colectiva y representan “el árbol”, sea sagrado, mágico, hechizado o simple escenario de aventuras.

Participar en la ciencia

¿Qué día viste la primera punta verde en los olmos de tu calle, en el tilo de tu jardín? ¿Lo anotaste? Observar y anotar la fenología (ciencia del registro de hechos naturales que ocurren regularmente) de animales y plantas puede ser una costumbre que empiece como una afición y termine aportando datos útiles a los científicos que estudian evidencias del cambio climático. Los árboles están hojeciendo antes y también están adelantado la floración, posiblemente debido al calentamiento global. Los biólogos han tomado conciencia de la importancia de los registros de los aficionados y se están poniendo en marcha estrategias para contar con este caudal enorme de información. En Reino Unido, por ejemplo, el proyecto Nature’s Calendar es una iniciativa de «ciencia ciudadana» (citizen science, en inglés) en el que están participando más de 50.000 voluntarios.

Catalpa naciente

Razones para dejar un día nuestros quehaceres rutinarios y salir en busca de la primavera hay muchas. Inspirarnos en la poesía del verde, conectar con nuestra naturaleza cíclica u observar cómo y cuándo hojece nuestro árbol más próximo son solo algunas. Una sola pequeña hoja verde naciente puede revelarnos la esencia de todo el universo.

Escrito por Rosa, jueves 24 de abril de 2014.

* Véase Comentario de Eugenio en «Sobre este blog». La poesía «Poema del árbol» está incluida en la obra Nada llega tarde (Antología poética), publicada por Editorial Betania, Madrid, 2001. Página 169.

Patrick Geddes en Ballater Geddes Project 2004
Web Nature’s Calendar

Encinas negras de Machado

Las encinas, robles, quejigos, coscojas y alcornoques, la rica diversidad de árboles que comparten el género Quercus, me llevaron a Baeza. Antonio vino desde Morelia, Mario desde Chiapas, Arndt desde Burdeos y Vanda desde Lisboa; el resto llegamos desde distintos puntos de España. En total nos juntamos 15 ponentes y 25 participantes en el Encuentro Internacional sobre los Quercus organizado por la Universidad Internacional de Andalucía (UNIA), en su sede de Baeza, Jaén.

Durante tres días intercambiamos información sobre la genética, ecología y fisiología de las especies de Quercus y debatimos sobre las opciones de gestión más adecuadas para mitigar o reducir los efectos del cambio global sobre estos bosques.

Participantes en la escalera barroca del Palacio de Jabalquinto, sede de la UNIA. Foto: Carlos Serrano.

Participantes en la escalera barroca del Palacio de Jabalquinto, sede de la UNIA. Foto: Carlos Serrano.

El género Quercus tiene más de 500 especies de árboles y arbustos que se distribuyen por todo el Hemisferio Norte. Uno de los «centros de diversidad» (regiones con mayor riqueza de especies) está en México, con unas 160 especies de «encinos» y robles. Allí se extienden por una variedad de hábitats, que incluyen matorrales desérticos, bosques templados, bosques de niebla y selvas tropicales, según nos contó en su ponencia Antonio González Rodríguez (de la Universidad Autónoma de México, en Morelia).

En la Península Ibérica solo hay 11 especies de Quercus, pero tienen una gran importancia ecológica y económica. Los bosques dominados por estos árboles proporcionan valiosos «servicios ecosistémicos» (beneficios que ofrecen los ecosistemas para el bienestar humano). Se pueden agrupar en servicios «de abastecimiento» (madera, leña, corcho y alimento para el ganado), «de regulación» (secuestro de carbono, protección de suelo, mejora de la calidad del aire y agua) y «culturales» (recreativos, paisajísticos y de identidad cultural). El cambio global, mediante sus principales «motores» que son el cambio de uso del suelo, la introducción de patógenos exóticos y el cambio climático, está afectando negativamente a estos bosques, reduciendo la provisión de sus «servicios ecosistémicos» y en consecuencia perjudicando al bienestar humano.

En la sesión de Conclusiones del Encuentro se identificaron algunos temas que son importantes para la investigación y la adaptación de los bosques de Quercus frente al cambio global: compatibilizar el pastoreo de ganado y fauna cinegética con la regeneración del arbolado; favorecer la diversidad genética (incluidas las hibridaciones) para aumentar la adaptación al cambio climático; controlar los patógenos exóticos y reducir la mortalidad de los árboles; desarrollar técnicas selvícolas (podas, aclareo) que favorezcan la tolerancia a la sequía; promover técnicas eficientes de forestación y restauración del bosque; e implementar políticas de pago por servicios ecosistémicos que compensen los costes derivados de la gestión.

En las idas y venidas del Palacio de Jabalquinto (donde se daban las conferencias) al Antiguo Seminario de San Felipe Neri (donde estaban las habitaciones y la cafetería para el café de los descansos) teníamos que cruzar el jardín y no podíamos dejar de ver el busto de Antonio Machado que parecía mirar fijamente a una joven encina. Entre los cipreses altivos y las palmeras exóticas llamaba la atención en el jardín la austeridad oscura de la encina. Una placa con unos versos recuerda que fue plantada en 2009 en memoria del poeta.

Busto de Antonio Machado en el jardín de la UNIA y en primer plano la «encina negra».

Conocía el poema «Las encinas» de su libro Campos de Castilla, que precisamente se publicó en 1912, el año en que Machado llegó a Baeza contratado como profesor de francés.

¿Qué tienes tú, negra encina
campesina
con tus ramas sin color
en el campo sin verdor;
con tu tronco ceniciento
sin esbeltez ni altiveza,
con tu vigor sin tormento,
y tu humildad que es firmeza?
En tu copa ancha y redonda
nada brilla,
ni tu verdioscura fronda
ni tu flor verdiamarilla.
Nada es lindo ni arrogante
en tu porte, ni guerrero,
nada fiero
que aderece su talante.
Brotas derecha o torcida con esa humildad que cede
sólo a la ley de la vida,
que es vivir como se puede.

Viviendo como se puede, derecha o torcida, la encina se adapta a la adversidad de su medio. Profunda enseñanza nos regala el poeta.

La “encina negra” de Machado es la encina común, carrasca o chaparro  (Quercus ilex); una especie que se distribuye por toda la Cuenca Mediterránea y  que tiene su mayor extensión en España, con unos tres millones de hectáreas. Su gran plasticidad, amplitud ecológica, capacidad de adaptación a condiciones adversas y sobre todo su resistencia a las perturbaciones como podas, talas o fuego han contribuido a que sea la especie forestal más extendida por todo el país.

Pero volviendo a la encina del jardín y los versos en la placa, no estaban dedicados a las encinas que dominan los paisajes castellanos, sino a otras encinas menos visibles, escondidas entre los olivares de Jaén. En ese poema, extraído de su libro Nuevas Canciones¹, Machado cantaba:

Campo, campo, campo.
Entre los olivos,
los cortijos blancos.
Y la encina negra,
a medio camino
de Úbeda a Baeza.

Pero ¿hay encinas en los campos de Baeza? Al atardecer me asomo al Paseo Antonio Machado y desde allí diviso un mar de olivos, sin interrupción hasta las sierras de Cazorla y Mágina. Pregunto a un grupo de paseantes por la encina de Machado y me confirman su existencia. Me explican la forma de llegar al lugar conocido como «Los Encinarejos», en el camino a Úbeda.

A la mañana siguiente me dirijo en dirección a Úbeda. En una carretera de servicio sale un carril, casi escondido, entre una granja de aves y una fábrica de muebles. Recorro unos metros y allí están las encinas. Un pequeño grupo de unas 12 encinas centenarias que han sobrevivido protegidas entre los olivos, posiblemente al estar en un espacio público de alguna vereda antigua. Un par de ellas han sido rodeadas por las cercas de la granja y otra presenta daños y el tronco parcialmente quemado .

Encina y Baeza

Junto a una de las encinas se divisa a lo lejos, en la loma y entre el mar de olivos, el caserío de la ciudad de Baeza. Me imagino a Machado, «caminando solo, triste, cansado, pensativo y viejo» por estos olivares polvorientos². Parando bajo la negra encina, descansando y recordando con nostalgia a Leonor y sus años felices en tierras castellanas.

Examino un papel arrugado y roto en el suelo donde todavía se puede leer: «en recuerdo de Antonio Machado… 2012». Reconozco los restos de un cartel del que había visto fotos mientras buscaba información en internet sobre la encina negra. En el blog se documentaba la visita de un grupo de entusiastas locales de Úbeda, defensores del patrimonio monumental, que habían realizado un homenaje a Antonio Machado en 2012 para recordar la estancia del poeta por estas tierras y «de paso reivindicar la protección y puesta en valor de estas doce encinas centenarias»; loable empresa.

Me invade la melancolía al pensar en el Machado solitario y triste, al observar el abandono del lugar y me inquieta el incierto futuro de estas encinas monumentales. Se podría adecentar el lugar, acondicionar un pequeño parque para proteger y disfrutar de este grupo de encinas, poner algunos paneles explicativos con la vida y poemas de Antonio Machado, promocionar el valor de estos árboles singulares como iconos naturales y culturales.

Empiezan a caer algunas gotas de agua y me recuerdan que tengo que volver a Sevilla. Mientras abandono el lugar, me vuelvo para mirar de nuevo a las encinas negras de Machado, escondidas y olvidadas³, entre los olivares. Y publico este post en su homenaje.
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¹ Del poema Apuntes (CLIV) en Nuevas Canciones (1917-1930).
² Por estos campos de la tierra mía, / bordados de olivares polvorientos,/ voy caminando solo,/ triste, cansado, pensativo y viejo. Poema CXXI en Campos de Castilla.
³ Estaba convencido que este grupo de encinas centenarias, por su valor histórico y cultural, estaría incluido en el Catálogo de Árboles Singulares de Andalucía. Ya de vuelta en casa, busco en el volumen de la provincia de Jaén y lamentablemente no las encuentro.

Publicado por Teo, el jueves 31 de octubre 2013.

Documentos del Encuentro Internacional sobre los Quercus
Encuentros de Medio Ambiente 2013 en la UNIA
Lugares de Baeza vinculados a Antonio Machado
Visita homenaje de los vecinos de Úbeda a la encina de Machado en 2012

Murmullos del Árbol

La escucha atenta de los árboles es una práctica muy querida por poetas, artistas y buscadores de la espiritualidad en la naturaleza.

La emoción de pasear en silencio por un bosque y «oír hablar a los árboles» se percibe en las bellas palabras de Juan Ramón*:

Ayer tarde
volvía yo con las nubes
que entraban bajo rosales
(grande ternura redonda)
entre los troncos constantes.
La soledad era eterna
y el silencio inacabable.
Me detuve como un árbol
y oí hablar a los árboles.
…………………….
Yo no quería volver
en mí, por miedo de darles
disgusto de árbol distinto
a los árboles iguales.
Los árboles se olvidaron
de mi forma de hombre errante,
y, con mi forma olvidada,
oía hablar a los árboles.
………………..
Cuando yo ya me salía
vi a los árboles mirarme,
se daban cuenta de todo,
y me apenaba dejarles.
………………..
Y ¿cómo desengañarles?
¿Cómo decirles que no,
que yo era sólo el pasante,
que no me hablaran a mí?
No quería traicionarles.
Y ya muy tarde, muy tarde,
oí hablarme a los árboles.

Solo espíritus muy sensibles pueden captar y entender el idioma de los árboles. Sin embargo, el artista Alex Metcalf ha hecho realidad que el público pueda escuchar físicamente a los árboles con su «Proyecto para Escuchar al Árbol» (en inglés, Tree Listening Project). Con la ayuda de micrófonos especiales conectados a auriculares se puede oír cómo el agua es succionada desde las raíces hasta las hojas a través de los conductos del xilema (sistema de cañerías vivas del árbol). Se oyen chasquidos que se producen al pasar el agua a través de las células del conducto y formarse burbujas por el fenómeno denominado cavitación (formación de burbujas de aire por los cambios de presión del líquido). También se oye un murmullo profundo causado por las vibraciones del tronco al moverse la copa con el viento.

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Proyecto Escuchar al Árbol. Fuente: blog de Alex Metcalf.

Con esta instalación el artista pretende «proporcionar una experiencia que vincule a la ciencia con el arte, captar la atención del público sobre lo que ocurre en el interior de un árbol y despertar un interés especial por los árboles».

Los científicos también escuchan a los árboles, o más bien los auscultan, para interesarse por su salud. En los años 80s del siglo pasado se desarrolló un «medidor del estrés producido por la sequía» que detectaba las emisiones acústicas ultrasónicas (las que tienen frecuencias superiores a las audibles, es decir más de 20 KHz) producidas por las cavitaciones en los conductos del xilema. El método tenía la ventaja de no ser invasivo, pero fue criticado y abandonado por sus limitaciones metodológicas. Posteriormente, el desarrollo de nuevas tecnologías acústicas ha renovado el interés por estas técnicas para estudiar el estado fisiológico de los árboles.

La colaboración del fisiólogo suizo Roman Zweifel con el artista sonoro y músico Marcus Maeder se ha plasmado en un proyecto de investigación que tiene como objetivo explorar las relaciones complejas entre la fisiología de los árboles y el clima. Mediante la representación acústica y artística de los procesos fisiológicos que ocurren en el árbol, es decir volviendo perceptibles aquellos procesos que están más allá de nuestros niveles normales de audición, se crean nuevas experiencias y de esa forma se abre una visión nueva de la naturaleza.

Sensor de emisiones acústicas en una rama de pino. Fuente: blog de Marcus Maeder.

Sensor de emisiones acústicas en una rama de pino. Fuente: blog de Marcus Maeder.

«Cada especie de planta, incluso cada árbol individual, tiene su propia señal o firma acústica que está relacionada con su estructura particular y con las condiciones del clima local». Según los investigadores, estudiando las emisiones acústicas del árbol en respuesta a las condiciones climáticas cambiantes y relacionándolas con las propiedades biológicas y físicas, se llega a conocer mejor la ecología y fisiología del árbol.

La próxima vez que pasees por un bosque o te acerques a un árbol, a esa hora en que «la soledad es eterna y el silencio inacabable», podrás disfrutar con los sonidos de las hojas agitadas por el viento y escuchar los gemidos de ramas y troncos. Recuerda entonces que también hay una música misteriosa, imperceptible para nuestro oídos, un concierto de murmullos y chasquidos ultrasónicos que cada árbol emite con su voz única individual.

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«Muchacha de blanco en el bosque», por Vincent van Gogh, 1882.

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* Del poema «Árboles hombres», en el libro «Romances de Coral Gables», por Juan Ramón Jiménez, 1948.

Escrito por Teo, jueves 26 de septiembre

Poema de Juan Ramón Jiménez «Árboles hombres»

Instalación de Alex Metcalf «Escuchar al Árbol»

Proyecto suizo sobre emisión acústica y fisiología del árbol

Artículo en National Geographic sobre nuevas técnicas acústicas para detectar el estrés causado por la sequía en árboles