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Mariamar y el árbol prodigioso

Los árboles atesoran propiedades curativas, algunas insospechadas. Desde la prehistoria se han utilizado para combatir las enfermedades en la medicina tradicional. La práctica más común estriba en preparar remedios a partir de hojas, flores, frutos y otras partes del árbol, y aplicarlos de diversas maneras, desde infusiones o ungüentos hasta vapores y humaredas. Menos usual y más reciente es la terapia que se está extendiendo desde Japón de pasear por arboledas respirando el aliento de los árboles y la verde quietud (Shinrin Yoku).

En algunos lugares se recurre a cualidades menos tangibles de los árboles para tratar males del cuerpo y del alma, con prácticas insólitas, extrañas, muy alejadas de las que conocemos. He sabido de una de ellas gracias a la lectura de una novela del escritor mozambiqueño Mia Couto [1]. La obra narra el trance que atraviesa un poblado del norte de Mozambique cuando un grupo de leones devora a mujeres de la aldea.  En dos momentos de la narración un árbol (un tamarindo) protagoniza la terapia que se le realiza a Mariamar, un personaje principal de la historia.

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Mariamar había recibido su nombre definitivo de su abuelo: no solo te doy un nombre, te doy un barco entre mar y amar. Cuando tenía doce años, tras una noche de pesadillas y visiones que no quería recordar, se quedó paralizada, la mitad inferior dejó de pertenecerle y se desplomó como un saco vacío. El abuelo la llevó a la misión católica para que el dios cristiano la curara con un milagro y volvió dos años después recuperada. Pero tiempo más tarde, su padre le refiere otra versión de cómo se curó. Cuenta Mariamar en su diario:

[Mi padre] se demoró contemplando el tronco del tamarindo. Yo rompí el silencio:

—Me puse muy triste cuando se murió este árbol.

Entonces mi padre me lo reveló: cuando estuve enferma de las piernas, la que me curó fue mi madre. No fue la misión, no fue el padre Amoroso. Mi madre hizo “takatuka” conmigo. Transfirió mi dolor a ese árbol que, después, no soportó el peso y murió. El “takatuka” consiste en eso: en trasladar el mal de alguien a una cosa. Eso es lo que pasó conmigo: Hanifa Assulua [mi madre] cambió las heridas de mi alma por la vida del tamarindo. Eso fue lo que mi padre me reveló en su despedida.

En otro episodio, siendo Mariamar ya una joven, Hanifa Assulua, que siempre había fingido no saber que el padre la violara durante años, ante el innegable peso de las evidencias, le echa la culpa de semejante abuso, de provocar a “su hombre”. Y de nuevo recurre al árbol, pero esta vez para castigarla…  Cuenta Mariamar en su diario:

Hanifa Assulua hizo comparecer a un hechicero y ese “uwavi” me hizo beber una poción amarga. Al día siguiente el veneno había hecho efecto. Me había convertido en cuerpo sin alma. Savia venenosa en vez de sangre me corría por las venas.

Mi madre se vengaba: tiempo atrás había transmitido mi enfermedad al árbol de nuestro patio. Ahora hacia “takatuka” al revés: desplazaba de mí la vida para dársela al árbol muerto. En un instante el tamarindo renació verde y altivo. A cambio me convertí en una criatura inanimada. Solo me quedaba un sentido: la audición. Por lo demás, me rodeaba una oscuridad antigua y congénita.

Asombroso. Subyugante. Mágico. Las palabras de Mia Couto, poeta que escribe prosa, son como sortilegios, desde una situación supuestamente realista nos internan encandilados en el reino de lo sobrenatural, de las fuerzas invisibles. La madre de la protagonista, ejecutando la misteriosa práctica del takatuka, maneja esas fuerzas intangibles y logra intercambiar entre el tamarindo y Mariamar algo tan esencial como la energía vital y espiritual, que en el caso del árbol significa la vida y la muerte.

La intervención del árbol y la práctica del takatuka en esta historia bellamente contada, aún tratándose de hechos maravillosos, me atrae con la fuerza de un enigma. África negra guarda muchos misterios tras la bruma de desconocimiento que nos separa de ella. Allí la tierra aún palpita bajo los pies, y el sol y todos los elementos de la naturaleza tienen una presencia cercana y familiar. Las fábulas nacen y viven ahí.

Este tamarindo prodigioso me recuerda al “árbol de las almas” de la película Avatar (2009), de James Cameron, que al final del filme interviene trasladando el espíritu de Jake Sully de su cuerpo humano al de su avatar na’vi. Los dos árboles ejercen la misma función mágico-espiritual, si bien el de Avatar es un árbol-deidad de toda la comunidad, mientras que el tamarindo de Couto es un árbol familiar.

Ambos árboles son creaciones de la imaginación de dos artistas, aunque Mia Couto se inspiró para su novela en un suceso que él mismo investigó y en personajes reales que conoció. En 2008, en un poblado del norte del Mozambique durante cuatro meses unos leones mataron a un hombre y a 25 mujeres. Kulumani, la aldea de la novela, como la real, está en territorio makonde, un grupo étnico del sureste de Tanzania y norte de Mozambique con lengua propia y tradición de esculturas y máscaras en madera. La novela está salpicada de términos makonde, como takatuka. Indagando las causas de tales ataques, el poeta detectó las múltiples tensiones que bullían en la aldea y las viejas costumbres y convicciones que prevalecen en el sentir de la gente.

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Así es África

Entre esas convicciones antiguas, destaca el animismo que aún perdura sin perder su fuerza, a la vez que se profesa otra de las religiones actuales como cristianismo o islamismo. África es en su mayor parte un territorio rural, un continente de aldeas remotas que conservan creencias y costumbres de la cultura tribal. Mia Couto lo subraya en todas las entrevistas: en Mozambique todo lo que no se ve es tan importante como lo que se ve; no hay diferencia clara entre lo figurado y lo real, lo sobrenatural y lo real; el animismo persiste y está arraigado en lo más profundo del alma mozambiqueña. Toda la novela, y no solo el episodio del takatuka, se mueve entre esos dos mundos, el visible o progresista y el sobrenatural o arcaico. Fuerzas que fluyen parejas, sin conflicto, como el escritor ha conseguido plasmar muy bien. No obstante, para los que nos interesan los árboles, surge la incógnita ¿el takatuka se practica en realidad en Mozambique?

El antropólogo Harry G. West ha investigado la importancia del mundo invisible en Mozambique, y para ello ha realizado entrevistas a curanderos, hechiceros y otras figuras mozambiqueñas relacionadas con la cultura de lo sobrenatural [2]. Entre los testimonios recoge el de Carmelita Milonge, una anciana curandera especialista en takatuka. Carmelita manifestó que la llaman para hacer takatuka en los casos de heridas serias como huesos rotos o punciones profundas, y que su tarea es transferir las heridas del paciente a la rama de un árbol, rama que se seca y muere mientras el paciente queda con una pequeña herida en otra parte de su cuerpo.

El takatuka es pues una tradición antigua practicada aún hoy en esa parte de África. Carmelita Milonge no explica en qué consiste exactamente su método, pero imagino que debe de ser un ritual de magia porque en África la medicina tradicional abarca desde los herboristas hasta otros tipos de curanderos, tales como espiritualistas, ritualistas y adivinos. Esta antigua tradición incluye tanto el dominio de la herbología indígena como aspectos de la espiritualidad ancestral. La medicina tradicional tiene un valor enorme aún hoy día, porque es el único sistema de salud asequible y accesible para la mayoría (60-80%) de la población en África.

La integración de lo espiritual con lo corporal entraña un modo diferente de entender la enfermedad y los medios para curarla. Los curanderos africanos normalmente explican la enfermedad en términos de desequilibrios con el entorno social o el mundo espiritual; y actúan con la creencia de que la religión penetra cada aspecto de la existencia humana. Normalmente se prescriben remedios vegetales no solo por sus propiedades curativas sino también por su significado simbólico y espiritual. La separación entre la herbología y la hechicería no siempre es clara, si bien cada curandero se especializa en un método concreto, así Carmelita Milonge en el takatuka.

Los curanderos diagnostican muchas veces por medios espirituales o adivinatorios. Si el padecimiento es grave, el paciente puede que decida ir a la misión religiosa o al hospital; si es menos grave, acude a un curandero herborista o a otro tipo de ayuda. Por ejemplo, si es por hechizo, un hechicero debe emplear la magia; si es por un enfado de ancestro o demonio, un ritualista debe aplacarlo; si es por infligir las reglas o tabú de la comunidad, debe celebrarse un acto de restitución.

Aparte de los aspectos espirituales y mágicos, en África se manejan ampliamente los remedios extraídos de árboles y otras plantas. Este uso de árboles medicinales tiene siempre su origen en la observación cuidadosa de cada especie y en la experiencia personal respecto a cada árbol. Las características observadas de las especies, su relación con otros elementos de la naturaleza -agua, viento, animales- y la apariencia de su follaje, sus flores y sus frutos captan la atención y se transforman en propiedades, fuerzas y energías que se ven como poder, inspiración o fuerzas ocultas [3].

De las 6.400 plantas explotadas en el África tropical, más de 4.000 se emplean como medicinales. La fitoterapia es una tradición en auge en África; en Durban (Sudáfrica) existe un mercado que atrae cada año a más de 800.000 personas de Sudáfrica, Zimbawe y Mozambique. El conocimiento de las propiedades medicinales de los árboles y plantas es un valor cultural de África, un patrimonio que enriquece el mundo, y que puede contribuir a la identificación de elementos bioactivos para elaborar medicina sintética.

 El tamarindo prodigioso

Mia Couto, biólogo además de poeta, es gran conocedor de la flora y fauna de su país; para su novela eligió el tamarindo (Tamarindus indica), un árbol popular africano que goza de la reputación de poderoso, por su aspecto imponente y los muchos beneficios que se obtienen de él, los verdaderos prodigios que dispensa.

kohler 2El tamarindo pertenece a la familia Fabácea y es un árbol de la sabana africana. Es siempreverde, longevo, con un espeso follaje que da una generosa sombra y con frutos comestibles. Crece salvaje en muchos países del cinturón tropical y también se cultiva como especie multiuso en las aldeas.

Además de sombra y frutos (que se comen fresco, secos o procesados), proporciona leña, madera, fibras y taninos. Y también remedios medicinales que se emplean para tratar dolencias digestivas, cardiovasculares y fiebre, infecciones de gusanos parásitos y lombrices, y para aliviar el esfuerzo físico como refrescante y tonificante. Se suele tomar en la forma de infusión de las hojas secas, la pulpa diluida en agua o el jugo.

Mujeres que van por leña en Mozambique

En la novela La confesión de la leona, el tamarindo está en el patio de la casa de Mariamar. Un patio donde hacen la vida las mujeres, las verdaderas protagonistas de la historia. En sus vidas hay otros árboles, los que les dan leña, pero esos están muy lejos, en medio de la sabana. El escritor pone voz a las mujeres africanas; la obra, dice él, es una metáfora en la que la bestia salvaje que las devora no es un animal sino la sociedad patriarcal machista arcaica en la que viven.

Mariamar lo desvela así en fragmentos de su diario:

Cada día las mujeres se despiertan para una guerra antigua e interminable. Amanecen de madrugada como soldados y recorren el día como si la Vida fuese su enemiga.

Todas las mañanas se anticipan al sol: recogen leña, van a buscar agua, encienden el fuego, preparan la comida, trabajan en la huerta, dan vida al barro, todo lo hacen solas. Y regresan de noche sin que nada ni nadie les reconforte de las batallas a las que se han enfrentado.

Mientras los leones rodean la aldea, los hombres siguen enviando a las mujeres a vigilar las huertas, siguen mandando a sus hijas y esposas a recoger leña y agua de madrugada…

Terrible, injusto, desolador. Sobrecoge el corazón. Las voces de las mujeres africanas retumban como rugidos de  leonas en la vastedad de la sabana, y nadie las escucha.

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Me gustaría vivir cerca de un árbol al que pudiera soltarle mis penas del alma para que él las desvaneciera en la profundidad de su savia sin perjudicarse. Si los árboles pudieran absorber las tristezas de este mundo, tal vez todos nos afanaríamos en plantar semillas para cubrirlo entero de árboles.

Escrito por Rosa, jueves 29 de septiembre de 2016.

Fuentes
[1] Mia Couto. La confesión de la leona. Traducción de Rosa Martínez Alfaro. Editorial Alfaguara, Barcelona, 2016. (Publicada en 2012 en portugués).
[2] Harry G. West. Kupilikula: Governance and the Invisible Realm in Mozambique. University of Chicago Press, 2005.
[3] E.H. Sène. Árboles, bosques, creencias y religiones en el África saheliana occidental. Unasylva, 54(2), p. 44, 2003.

Enlaces
Medicina tradicional de África en Wikipedia. Recuperado el 30 de septiembre de 2016.
Entrevista a Mia Couto en el diario El País por Berta González Harbour.
Página de Mia Couto

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