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Paseando con Fowles

Cómo inspirar una relación intensa e íntima con los árboles es una pregunta recurrente que me hago cuando escribo estos artículos. Sé que no tiene una sola respuesta. Desde que los humanos bajamos de los árboles y comenzamos a usar herramientas, iniciamos un camino de alejamiento de la naturaleza en el que poco a poco fuimos perdiendo la riqueza de significados profundos que tenía para nuestra vida. Para reconectar ahora con esos significados perdidos y olvidados, tenemos que redescubrir motivos, razones, argumentos, y ejemplos, que nos guíen de nuevo a la paz de los árboles.

En 1979, el novelista inglés John Fowles (1926-2005) publicó El Árbol, un breve pero sustancioso ensayo sobre esta cuestión. El texto es como un paseo por el bosque con el escritor mientras “muestra”, más que explica, su profunda y radical conexión con los árboles y la naturaleza.

PORTADA EL ÁRBOL
John Fowles es el autor de novelas conocidas como El coleccionista y El mago,  también de La mujer del teniente francés, llevada al cine con gran éxito por Karel Reisz en 1981, con guión del Nobel de Literatura Harold Pinter y protagonizada por Meryl Streep y Jeremy Irons.

El ensayo The Tree, en su versión en inglés, fue reeditado en 2010, treinta años después de su primera aparición, y ahora ha sido traducido al castellano por la editorial Impedimenta. [1]

Fowles no es un autor fácil. Tiende a abarcar la totalidad, como hizo en La mujer del teniente francés, calificada por algunos críticos como novela total; escrita al estilo victoriano, amplía los límites de la novela al introducir un narrador que interpela al lector y analiza la misma realidad que plantea en la ficción, apoyado en citas de autores de la época como Thomas Hardy, Tennyson, Darwin, Marx, Jane Austen,  Lewis Carroll… En El Árbol también sigue esa tendencia, en pocas páginas engloba diversidad de apuntes, unos esbozan la fecunda intensidad de su relación con los árboles  y otros trazan un apasionado análisis del papel de la ciencia, el arte y la creatividad artística en nuestra relación con la naturaleza.

La experiencia con árboles

El escritor vivió su infancia en un suburbio de Londres soportando la pasión de su padre por los árboles frutales, los manzanos y perales que cultivaba en su pequeño jardín con el empeño de extraerles la máxima producción y calidad. La infancia entre árboles hiperpodados y sobreexplotados marcó su querencia hacia la naturaleza, su búsqueda de árboles “reales”, los que crecen a su antojo, intocados. Y los descubrió siendo un adolescente, cuando su familia se refugió en una aldea del condado de Devon durante la Segunda Guerra Mundial. La experiencia fue absoluta.

Con una o dos excepciones – las marismas de Essex, la tundra Ártica – siempre he odiado la visión del campo llano y sin árboles. El tiempo allí parece dominar, y marca su pauta implacablemente como un reloj. Pero los árboles distorsionan el tiempo o más bien crean una variedad de tiempos: aquí denso y abrupto, allí calmado y sinuoso -nunca lento y pesado, mecánico ni ineludiblemente monótono. Todavía siento esto tan pronto como entro en uno de los pequeños bosques de innumerables secretos en el borde de Devon-Dorset donde ahora vivo; es como dejar la tierra y entrar en el agua, otro medio, otra dimensión. Cuando joven esta sensación era aguda. Escabullirse entre árboles fue siempre escabullirse hacia el cielo.

La vivencia adolescente determinó su vida personal y artística. Nunca llegó a ser un alma de ciudad, siempre vivió en el campo, cerca de la verdad de los bosques.

Mi interés real se centra más en la composición que forman los árboles en su conjunto, en los complejos paisajes internos que se crean cuando crecen a su antojo en cualquier paraje. En ese organismo colonial, ese coral verde que descubro en los bosques o en las arboledas, reside para mí el auténtico significado de la experiencia, de la aventura, del placer estético. Creo incluso que podría hablar de la verdad. Todo eso subyace más allá de la espesura y del muro exterior de hojas, y más allá del árbol como forma individual.

El bosque lo seduce enteramente porque se deja explorar, puede vagar por él y, libre, descubrir por sí mismo la realidad natural. Una vez descubierto el placer de la exploración, Fowles se siente atraído por el conocimiento de las especies que encuentra, los nombres, las categorías, se adentra en la Historia Natural, se convierte en naturalista aficionado que maneja y adquiere conocimiento científico.

Pero con el paso del tiempo su espíritu inquieto entra en conflicto con la aproximación científica a la naturaleza. Empieza a sentir que nombrar, etiquetar y clasificar es una forma de separar y aislar los elementos del todo, de desgajarlos de la unidad, es ver a la naturaleza como un mecanismo a descifrar, un reto y un obstáculo, un enemigo al que ganar. Descifrar cada elemento observado, piensa el novelista, nos lleva a salirnos del momento presente de conexión y observación del bosque para situarnos en el pasado; frente al vivo presente, trasladar la atención al conocimiento acumulado por la ciencia es visitar el pasado muerto.

Busca entonces otras formas de mirar, se acerca al budismo zen y otras místicas orientales y al trascendentalismo (el movimiento filosófico político literario liderado por Ralph Waldo Emerson y seguido por Walt Whitman, H. D. Thoreau y otros artistas), aprende a mirar las cosas en sí mismas, mas allá de los nombres, amplía el sentido de su experiencia.

Me apartaba de lo que podía ser una experiencia global y totalizadora, del significado auténtico de la naturaleza y lo hacía de muchas maneras muy significativas. No solo se trataba de lo que yo necesitaba personalmente, o de cómo había empezado a  percibir la naturaleza un tiempo atrás, de esa forma que no era ni científica ni sentimental, sino de un modo que por entonces no pude precisar y que en la actualidad sigue sin definición concreta.

La naturaleza no es un concepto abstracto intelectual, como lo maneja la ciencia, sino una experiencia profunda, cuyo valor reside en el hecho de que no se puede describir directamente por medio de ninguna formulación artística, ni siquiera con palabras.

Posteriormente el escritor, sin abandonar su actitud crítica con la ciencia y el progreso, descubre que hay menos choques de los que había imaginado entre la naturaleza conceptuada como un ensamblaje externo de nombres y hechos, y la naturaleza como un sentimiento íntimo; que los dos modos de contemplarla o entenderla podían casar y producirse casi al mismo tiempo, enriqueciéndose mutuamente. Y afirma entonces que el logro de establecer una relación con la naturaleza es a la vez una ciencia y un arte, pues está más allá del mero conocimiento o de la simple emoción.

Pero la experiencia total de la naturaleza que Fowles llega a abanderar implica más que conocimiento y emoción. Es una actividad de síntesis entre lo externo y lo interno; una mezcla compleja en la que intervienen percepciones del presente junto a recuerdos del pasado, imágenes de tiempos y lugares, y de la historia colectiva e individual. Tomar conciencia de esa síntesis entre la realidad externa y la interna es, según Fowles, la mayor riqueza que podemos extraer de nuestra existencia personal.

El Hombre Verde

De las palabras de Fowles emana algo muy sugerente que me cuesta expresar. Percibo en él un espíritu muy integrado con el bosque, como si un duendecillo de los árboles hablara a través de él. De hecho, en El Árbol, reivindica el antiguo mito muy extendido del “hombre o la mujer verde”, el ser con el poder de fusionarse con los árboles. El escritor, en cierto modo, revive el mito, convencido de que sigue siendo profundo y universal porque cada uno de nosotros lo lleva dentro y lo rescata de manera recurrente.

Hombre VerdeEl hombre verde de Fowles no solo tiene que ver con los árboles sino que representa también una esfera de nuestro ser interior, lo agreste del alma, lo irracional que la ciencia no puede analizar. Y eso es lo que más valora y le gusta de la existencia de los árboles, la correspondencia natural con los procesos más misteriosos y selváticos de la mente. “Lo salvaje” de cada uno es una noción clave del pensamiento de Fowles, es la fuente de la creatividad, de la sabiduría, la conciencia de ser únicos.

El bosque y el arte de narrar

Hay en el escritor una ligazón tan primordial con la naturaleza que no duda en reconocer la influencia radical de ese bagaje en el hecho de ser escritor y en su escritura misma.

Puedo fingir en público que lo que digo dimana de mis propias teorías, pero en realidad surgen tan enmarañados y densos como este bosque, siempre inalcanzables, imposibles de aprehender y de articular, ya que se ocultan más allá de mi propia comprensión racional, lo que tal vez se deba a que, en el fondo, sé perfectamente que si llegué a la escritura fue gracias a la naturaleza, o por culpa de mi permanente exilio de ella, y no, nunca, gracias a un don innato.

La clave de mi novelística, lo que puede llegar a hacerla valiosa, reside en la relación que mantengo con la naturaleza. E igualmente podría decir, que reside en la relación que mantengo con los árboles.

La intensa exploración juvenil en los bosques de Devon, entre pescar, herborizar y observar aves, lo convirtieron en un adicto a los placeres del descubrimiento en lugares aislados, al disfrute de la soledad, el silencio, la extraña configuración y el enclaustramiento.

Lo que he conseguido a lo largo de los años ha sido vagar por los bosques y de ahí mi único saber. Un diletante, no un virtuoso, que prefiere el caos verde al mapa impreso.

Nunca he seguido ningún método y he tenido una nula capacidad de concentración. Puedo concentrarme cuando escribo pero simplemente porque es una forma sublimada de conocimiento, una exploración en soledad, como si el valle de mis sueños  se hubiera transformado en hojas de papel.

Fowles se identifica con el bosque en muchos grados y matices. El universo arbóreo le inspira y le revela analogías sorprendentes con la escritura.

En los parajes boscosos que esconden lo que existe más allá de nuestra vista ve semejanzas con salas de una casa o capítulos de una novela, el mismo desplazamiento desde un presente visible a un futuro oculto. La multiplicidad de senderos que brinda el bosque, para el escritor es similar a la multiplicidad de opciones de un proceso de escritura, desde la frase más básica hasta las grandes cuestiones relativas a personajes y desenlace; la novela resultante muestra un único camino hacia un único final, pero por ese camino se quedaron las alternativas rechazadas.

El bosque es también, para Fowles un espacio de libertad y de búsqueda. Desde los comienzos de la novela, los escritores medievales situaban sus historias en bosques, en sentido metafórico, un refugio donde los perseguidos hallaban la libertad. Con ese mismo sentido, Fowles sitúa escenas importantes de la novela La mujer del teniente francés en una hondonada del bosque de Devon que tan bien conoce, el marco que considera ideal para semejante historia de auto liberación.

Era una pequeña hondonada orientada al sur, rodeada de espesos zarzales y matas; una especie de minúsculo anfiteatro verde. En la parte atrás de la pista se alzaba un espino achaparrado, y alguien había colocado una gran piedra plana de sílex junto al tronco, formando una especie de trono rústico que dominaba una espléndida vista de árboles y mar. Charles, resoplando un poco con su traje de gruesa franela y sudando bastante, miró a su alrededor. Las paredes de la hondonada estaban tapizadas de prímulas, violetas y las blancas estrellas de la fresa silvestre. Era un lugar delicioso, colgado del cielo, bañado por el sol de la tarde y protegido en todos los aspectos.

La mujer del teniente francés

El arte mismo, subraya Fowles, como el bosque, también es un espacio de libertad. En cualquier tipo de arte, nos dice, existe un alejamiento de la vida cotidiana y un ejercicio consciente de búsqueda de libertad, y lo es con más intensidad en esa escritura de situaciones y personajes puramente imaginarios que es la literatura de ficción.

El paseo por las páginas de El Árbol, nutre. Aunque a veces sea caótico o arduo, es excepcional, un regalo de emociones inéditas y matices originales, que como gotas vaporosas avivan al ser verde que dormita en nuestro interior.


Escrito por Rosa, jueves 26 de mayo de 2016.

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[1]  John Fowles (1979). El Árbol. Traducido por Pilar Adón. Impedimenta, Madrid, 2015.
[2]  John Fowles (1969). La mujer del teniente francés. Traducción de Ana María de la Fuente. Editorial Anagrama, Barcelona, 1995-2012.

Página web sobre John Fowles
El Árbol en Editorial Impedimenta
The Tree en Harper and Collins

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La señora Chatterley fue al bosque

El bosque umbroso, espeso, laberíntico, es un lugar idóneo para el escondite y para el amor furtivo. La señora Chatterley esperaba ansiosa el momento para escapar al bosque y encontrarse con Oliver Mellors, su amante. En la famosa novela de D. H. Lawrence el bosque desempeña un papel primordial.

What the hell do you go to that bloody wood for?

«¿Para qué demonios vas a ese maldito bosque?» le preguntaba iracundo su esposo, Lord Clifford. El lector de la novela sabe perfectamente para qué, porque Lawrence describe con detalle las escenas amorosas. Tanto, que la obra, tras ser publicada en Italia en 1928, fue prohibida en el Reino Unido por obscena; tuvieron que pasar 32 años para que una sentencia judicial autorizara su publicación y venta en 1960 [1].

La trama de la novela es un amor romántico prohibido, agudizado por un conflicto de clases, entre la señora aristócrata y el guardabosque. En los diálogos y los pensamientos de sus personajes se refleja la mentalidad británica en una época de cambio, comienzos del siglo XX después de la Primera Guerra Mundial, con reflexiones sobre las costumbres, la liberación sexual y la crisis ambiental y económica de una zona minera.

¿Qué demonios hace la señora Chatterley en un blog de árboles?, se puede preguntar el lector. Le animo a adentrarse en el bosque de esa novela, sin prejuicios; además de disfrutar de la pasión romántica de los amantes ¿por qué no?, podrá descubrir detalles simbólicos del bosque y comprender mejor el alma sensible de su autor, David H. Lawrence, hacia la naturaleza y los árboles.

Las diferentes imágenes simbólicas del bosque van apareciendo asociadas a los tres personajes principales.

The wood was her one refuge, her sanctuary.
«El bosque era su único refugio, su santuario».

Durante su adolescencia, Constanza Reid fue enviada con su hermana a estudiar música a Alemania. «Lo pasaban muy bien allí. Vivían libremente entre los estudiantes, vagaban por los bosques, cantaban y eran libres ¡Libres! Esa era la gran palabra. Al aire libre, en los bosques eran libres para hacer lo que querían y, sobre todo, para decir lo que querían». Desde el principio de la novela, el bosque es asociado con la vida en libertad.

Más tarde, Constanza se casa con un aristócrata y se convierte en Lady Chatterley. Cuando su marido vuelve paralítico de la guerra, se van a vivir a una mansión solitaria en la zona minera de los Midlands (región central de Inglaterra). Allí, siente un vacío en su vida y se consuela paseando por el bosque. «Iba a pasear a los bosques y disfrutaba de la soledad y el misterio, pateando las hojas marrones en otoño y cogiendo las prímulas en primavera. El bosque era su único refugio, su santuario». Aunque realmente no lo era, «porque ella no tenía una conexión con él. Solo era un lugar adonde podía escapar. Nunca llegó a conectar con el propio espíritu del bosque … si es que existía esa cosa absurda». El autor confiesa aquí su panteísmo y la creencia en el espíritu del bosque, aunque lo maquille con una duda retórica.

I want this wood perfect… untouched. I want nobody to trespass in it.
«Quiero este bosque perfecto… sin tocar. Que nadie entre».

Muy diferente era la visión del bosque que tenía su marido, Sir Clifford. «Él amaba el bosque; amaba los viejos robles. Sentía que eran suyos, heredados de sus antepasados. Deseaba protegerlos. Deseaba que este lugar permaneciera inmaculado, apartado del mundo». En una visita al bosque (en silla de ruedas) acompañado de su esposa, defiende apasionadamente su visión conservadora del bosque. «Esta es la vieja Inglaterra, su corazón; y yo intento mantenerlo intacto. Quiero este bosque perfecto… sin tocar. Que nadie entre. Somos nosotros, los propietarios que tenemos este sentimiento por el bosque, los que debemos conservarlo». Eran tiempos convulsos en Europa, después de la Primera Guerra Mundial.

En el bosque todo estaba en calma, las hojas muertas caídas en el suelo mantenían la escarcha en su parte inferior. Se escuchaba la llamada áspera de un arrendajo y el canto de muchos pájaros. Pero no había caza; ningún faisán. Todos habían sido matados durante la guerra; el bosque había estado sin protección, hasta ahora que Clifford había contratado un nuevo guardabosque.

Así aparece en la novela el tercer personaje del triángulo, Oliver Mellors, quien buscaba olvidar su pasado, una mujer que le odiaba y un antiguo destino militar como oficial en la India. Quería encontrar refugio en la soledad del bosque.

His last refuge was this wood: to hide himself there!
«Su último refugio era este bosque ¡aquí se escondía!».

El guardabosque meditaba sobre su pasado y su presente. «Había pensado que estaría seguro, al menos por un tiempo, en este bosque. Todavía no había cacerías; él tenía que criar los faisanes. Estaría solo y apartado de la vida, que era todo lo que deseaba. Su retirada del mundo exterior era completa; su último refugio era este bosque ¡aquí se escondía!».

La soledad, el silencio, la oscuridad del bosque eran su vida y su deseo, en compañía de Flossie, su fiel spaniel marrón. Después del primer encuentro amoroso con Lady Chatterley en la cabaña y de acompañarla a la mansión, «regresó a la oscuridad y reclusión del bosque. Todo estaba tranquilo, la luna ya se había ocultado. Volvió a su casa con su escopeta y su perra, encendió la lámpara y el fuego, tomó la cena. Estaba solo, en un silencio que amaba».

Pero el deseo, el miedo, la inquietud no le permitían relajarse en la casa. «Se levantó, cogió de nuevo la chaqueta y la escopeta, bajó la llama de la lámpara y salió con su perra a la noche estrellada. Hizo la ronda nocturna por el bosque, lentamente, con morosidad. Amaba la oscuridad y se dejó envolver por ella».

Oliver era consciente de que la irrupción de Constanza en su vida acabaría con su ansiado refugio en el bosque. «Sabía que la reclusión del bosque era ilusoria. Nadie puede tener ya una vida privada y retirada. El mundo no permite ermitaños». Y tenía miedo a la sociedad, que por instinto sabía que era «una bestia maligna y medio loca».

Dejemos a un lado las pasiones y los enredos amorosos de Constanza, Clifford y Oliver y fijémonos en el bosque, el cuarto personaje de la historia. Lawrence nos regala hermosas descripciones del bosque y sus habitantes, contribuyendo a la emoción y las sensaciones de los diferentes episodios.

El bosque de invierno, desnudo, sin hojas, gris, invitaba a la melancolía en los primeros paseos de Constanza.

En el bosque todo estaba inerte e inmóvil, solo grandes gotas caían desde las ramas desnudas, con un golpeteo hueco. Por lo demás, entre los árboles viejos había una profundidad progresiva de inercia gris y sin esperanzas, de silencio y de la nada.
Desde el bosque viejo llegaba una melancolía antigua, que de alguna manera la confortaba, mejor que la insensibilidad áspera del mundo exterior. Le gustaba la interioridad del bosque, la reticencia silenciosa de los árboles viejos. Parecía un silencio poderoso y al mismo tiempo una presencia vital. También ellos estaban esperando, obstinada y estoicamente esperando, y emitiendo un silencio potente. Quizás solo esperaban el final; ser cortados, talados, el fin del bosque, para ellos el final de todo. Pero quizás su silencio fuerte y aristocrático, el silencio de los árboles fuertes, significaba algo más.

Al comienzo del capítulo 12, una bucólica descripción del bosque a finales de primavera preludiaba la plenitud amorosa que tendría lugar en la cabaña.

Connie se fue al bosque justo después de comer. Realmente era un día maravilloso, los primeros dientes de león parecían pequeños soles, las primeras margaritas eran tan blancas. El bosquete de avellanos formaba como una celosía, con las nuevas hojas abriéndose y los últimos amentos polvorientos colgando. Los ranúnculos amarillos lo cubrían todo, las flores completamente abiertas, sostenidas en urgencia, con su resplandor amarillo. Era el amarillo, el poderoso amarillo de comienzos del verano. Y las prímulas eran grandes y con un pálido abandono, formando densos macizos que habían perdido la timidez. El verde oscuro suculento de las hojas de los jacintos era como un mar, del que emergían las yemas florales como granos pálidos de maíz; mientras que en el sendero se erguían las nomeolvides y las aquilegias desplegaban sus riquezas de púrpura intenso. Bajo un arbusto se veían unos trozos azules de cáscaras de huevo. ¡Por todas partes las yemas hinchadas y el brote de la vida!

«¡Nada tan hermoso como una primavera inglesa!» exclamaría Clifford en otra ocasión. Para Lawrence existía una conexión profunda de la vida de las personas con la naturaleza y con el «ritmo de la vida cósmica».

El bosque es también un símbolo de la plenitud amorosa y la pasión colmada. De vuelta en la mansión, mientras Clifford le leía a Racine en voz alta, ella seguía absorta bajo los efectos embriagadores de su encuentro apasionado en la cabaña.

Estaba ausente en su propio éxtasis dulce, como un bosque que susurra el gemido suave y alegre de la primavera, al brotar sus yemas.
Connie era como un bosque, como la maraña oscura del robledal, murmurando inaudiblemente con una miríada de yemas que se hinchan y despliegan. Mientras, las aves del deseo estaban dormidas en el vasto, entrelazado e intrincado interior de su cuerpo.

En su interior le atormentaba la pasión y el deseo. «!Ah sí, ser apasionada como una bacante, huyendo por los bosques como en una bacanal!».

Tras el primer encuentro amoroso, Connie llegó a tener una especie de unión mística con los árboles del bosque.

Al día siguiente ella fue al bosque. Era una tarde gris, tranquila, con los mercuriales verde oscuro extendiéndose bajo los avellanos, y todos los árboles dedicados al esfuerzo silencioso de abrir sus yemas. Ese día, ella casi podía sentirlo en su propio cuerpo, el enorme flujo de savia en los robles corpulentos, hacia arriba, más arriba hasta las yemas en lo más alto de las copas, y allí empujar como si fuera sangre en el interior de las pequeñas hojas brillantes, color bronce. Era como un viaje, una ascensión turgente que se expandía por el cielo.

Precisamente la imagen de esta unión mujer-árbol fue elegida por la artista Lucy McLauchlan para diseñar una de las cubiertas más originales de la novela.

cover_ChatterleyLas descripciones sentidas y apasionadas de los elementos del bosque, del olor y la textura del aire, del color y brillo de las flores, son más que un mero escenario para su historia, reflejan una visión personal de Lawrence: la existencia de una relación orgánica entre mente, cuerpo y naturaleza [2].

Un escritor hipersensible hacia la naturaleza

Para algunos de sus contemporáneos, David Herbert Lawrence (1885-1930) era un neurótico con una obsesión absurda y extravagante por la naturaleza. Lo calificaban como un fauno, un sátiro, un hijo del dios Pan que se había escapado de su bosque misterioso [3].

En cambio otros, como Aldous Huxley, defendían el valor de su escritura, argumentando que su principal don era «su extraordinaria sensibilidad, su capacidad para ser consciente del universo en todos sus niveles, desde lo inanimado, las plantas, los animales hasta lo humano, y lo que pueda haber más allá». Para Octavio Paz «Lawrence tenía el don poético por excelencia: transfigurar aquello de que hablaba. Así logró lo que otros novelistas no han conseguido: convertir a los árboles y las flores… en presencias«.

El escritor y editor Ford Madox Ford describió esa cualidad sobrenatural de Lawrence, como un conocimiento instintivo de los elementos misteriosos de la naturaleza y del flujo espiritual entre ellos. Los pasajes sobre la naturaleza son excitantes, aportan vida a sus obras, un matiz sobrenatural en sintonía con los bosques profundos. En una ocasión, mientras iban paseando y charlando por el campo, de pronto al ver una flor, Lawrence se arrodilló para mirarla y tocarla con delicadeza; según Ford se comportó como una «criatura del bosque, algo perturbada».

Lawrence pasó algún tiempo, durante los años 1924 y 1925, en el rancho Kiowa (Nuevo México, EEUU). Allí escribía delante de su cabaña, en una mesa larga de carpintero, bajo un gran pino ponderosa (Pinus ponderosa). «Solo el gran pino delante de la casa, allí parado, quieto y despreocupado, vivo. Está tan cerca. Se sale por la puerta y ahí está el tronco, como un ángel de la guarda». Sentía una relación profunda con este árbol.

El pino emite vida, igual que yo la emito. Nuestras dos vidas se encuentran y entrecruzan sin saberlo. La vida del árbol penetra en mi vida y mi vida en la suya. No podemos vivir uno cerca del otro, como de hecho hacemos, sin afectarnos mutuamente.
Me he vuelto consciente del árbol y de su interpenetración en mi vida. Incluso soy consciente de la energía del árbol que cruza y estremece mi plasma vivo.

En aquella mesa de madera y estremecido por la energía del pino escribió uno de sus mejores relatos, Saint Mawr, según Octavio Paz «una de las obras verdaderamente maestras de la literatura inglesa del siglo XX. En sus páginas, la naturaleza vuelve a ser la divinidad pánica que veneraron los antiguos y la fuente de regeneración de nuestra degradada especie».

Unos años más tarde, en 1929, la célebre pintora americana Georgia O’Keeffe estuvo de visita en el rancho Kiowa. Se quedó hipnotizada con el gran pino: «a menudo me recostaba sobre la mesa y me quedaba mirando hacia arriba, al árbol, al tronco y sus ramas. Era particularmente hermoso durante la noche, con las estrellas brillando por encima del árbol». Esta escena mágica del árbol que se eleva hacia la noche estrellada del desierto de Nuevo México quedó inmortalizada en su cuadro «El árbol de Lawrence».

LawrenceTree

Lawrence fue un escritor prolífico y polémico, autor de novelas, teatro, poesía, libros de viaje y ensayos de filosofía, psicología y teosofía. Escribía sus «aventuras pensadas» siguiendo el impulso libre de su intuición; defendía que la naturalidad y la espontaneidad eran el prerrequisito de la creatividad. Ha sido etiquetado como romántico, panteísta, vitalista, trascendentalista y defensor del primitivismo. No puedo estar de acuerdo con algunas de sus ideas, como su rechazo del racionalismo y la ciencia, pero admiro su extraordinaria sensibilidad hacia la naturaleza y respeto su gran amor y comunión con los árboles [4].

Me gustaría ser un árbol, por un tiempo. La gran lascivia de sus raíces. Y ninguna mente en absoluto. Se eleva poderoso, y yo sentado a su sombra me siento seguro. Me gusta sentirlo a mi alrededor. Lo venero. Me pierdo entre los árboles. Soy tan feliz con ellos en su silencio, su pasión intensa y su gran deseo. Ellos alimentan mi alma.
Los árboles no tienen manos, ni caras, ni ojos. Sin embargo un torrente poderoso de savia aromática sube como sangre por las grandes columnas. Una vida individual vasta, y un deseo ensombrecedor. La voluntad de un árbol. Algo que te puede atemorizar.
Imagina que quieres mirar a un árbol a su cara. No puedes. No tiene cara. Miras al cuerpo fuerte del tronco; miras arriba en la cabellera enmarañada de las ramas; miras las puntas suaves y verdes. Pero no hay ojos a los que mirar, no puedes encontrar su mirada.
No es buena idea mirar a un árbol, para conocerlo. La única forma es sentarse entre sus raíces y acurrucarse contra su tronco fuerte, y no preocuparse. Así es como yo escribo, entre los pies de un árbol, olvidándome de mí mismo, apoyado contra el gran tobillo del tronco. Y entonces, como norma, igual que una ardilla es acariciada en su vivacidad por la magia sin rostro de un árbol, yo suelo ser acariciado en el olvido, y así garabateo este libro. En realidad un libro-árbol.

_____________________
[1] Me he basado en la edición de Collins Classics: D. H. Lawrence, Lady Chatterley´s Lover, Harper Press, Londres, 2013. También he consultado la traducción de Francisco Torres Oliver, en Alianza, 2ª edición, 2012.
Raquel C. Pico en Librópatas.com (ver enlace abajo) cuenta la historia de la prohibición de la novela y su relanzamiento en 1960, como una gran operación editorial que aprovechó el escándalo y la publicidad del juicio.
[2] Ver capítulo 7, Mind and Body (págs. 155-197), del libro de Tianying Zang (2011), D.H. Lawrence´s Philosophy of Nature. An Eastern view. Trafford Publishing, EEUU.
[3] La mayor parte de las citas están sacadas del capítulo 1, Lawrence´s sensitivity to nature (págs. 1-31) del libro de Tianying Zang (2011) citado en la nota anterior.
[4] La cita final es del capítulo 4 del libro Fantasía del Inconsciente (1922), escrito durante su estancia en Alemania, en los bosques de la Selva Negra.

 

Escrito por Teo, jueves 18 febrero 2016.

 

Enlaces
Reseña del juicio ganado en 1960 para publicar la versión íntegra de Lady Chatterley

Portada de la novela con el dibujo de Lucy McLauchlan

Artículo de Octavio Paz (1991) sobre la obra de Lawrence

El famoso pino de Lawrence en Nuevo México

Capítulo 4 de la Fantasía del Inconsciente

La verdad del árbol

“Los árboles me han dado siempre los sermones más profundos”, escribió Hermann Hesse (1877-1962) en su obra El Caminante.

Para escuchar la verdad que irradian los árboles hay que pararse y desentenderse de las prisas y el ruido. Hesse dedicó un tiempo a pasear por bosques y aldeas del sur de Suiza y “prestó atención largamente y en silencio” a los árboles hasta captar y comprender los mensajes que propagan, inaudibles para la mayoría de nosotros. La verdad que oyó susurrar a los árboles en sus solitarias caminatas la recogió en “Árboles”, uno de los trece textos contemplativos que, junto a diez poemas y trece acuarelas propias, publicó en 1920 con el título Wanderung (El Caminante). En este post se reproducen tres de las acuarelas.

Acuarela de Hermann Hesse

En la aventura de vagabundear por parajes y textos para elaborar este blog,  trato de seguir el rastro de autores y personas con sensibilidad para oír y desentrañar las enseñanzas que los árboles inspiran, para desvelar la sabiduría de los árboles que podamos aplicar en nuestra vida. Ningún texto me ha impresionado y cautivado tanto como este de Hermann Hesse. Desde que lo leí por primera vez no he dejado de vivirlo, de visitarlo, de recordarlo en muchos momentos.

Se ha convertido en uno de mis objetos de meditación, porque expresa con sencillez el misterio que se esconde en lo más profundo de nuestro ser, aquello que solo se revela en momentos de honda reflexión o contemplación, aunque una vez leído en palabras del genial artista parezca obvio. Hesse abre una ventana en el corazón del árbol y por ella vemos nuestro corazón.

El texto brinda un buen número de imágenes y metáforas llenas de sentido, pero dos de ellas me parecen fundamentales. La visión de la esencia de la vida que subyace en todas las criaturas vivientes y se manifiesta, desarrolla y despliega de forma única en cada individuo. Y el poder y la fuerza de la confianza en la vida para alcanzar a vivir de forma reconfortada y feliz.

Con el lenguaje del alma, Hesse deshace las fronteras entre nosotros y los árboles, y nos abre la comunicación con ellos, nos une un poco más a esos sabios gigantes verdes. Invito a escuchar lo que dicen los árboles y a reencontrar al maestro Hermann Hesse, en la exquisita traducción de Lorenzo Zavala y Ana María Carvajal. Y si después de la lectura les parece que he exagerado, por favor, díganmelo.

ÁRBOLES

Los árboles me han dado siempre los sermones más profundos. Los respeto cuando viven en poblaciones o en familias, en bosques o en arboledas. Pero aún los respeto más cuando viven apartados. Son como individuos solitarios. No como ermitaños que se hubieran recluidos a causa de una debilidad, sino como seres grandes y aislados, como Beethoven o Nietzsche. En sus ramas más alta susurra el mundo y sus raíces descansan en lo infinito; pero no se abandonan ahí, luchan con toda su fuerza vital por una única cosa: cumplir con ellos mismos según sus propias leyes, desarrollando su propia forma, representándose a sí mismos. Hermann Hesse AcuarelaNada es más sagrado, nada es más ejemplar que un árbol fuerte y hermoso. Cuando se tala un árbol y se muestra desnuda al sol su herida mortal, puede leerse toda su historia en el tosco y lapidario disco de su tronco: en sus anillos anuales y en sus cicatrices están descritos con exactitud toda lucha, todo sufrimiento, toda enfermedad, toda fortuna, toda recompensa. Años flacos y años abundantes, agresiones soportadas y tormentas sobrevividas. Y cualquier hijo de campesino sabe que la madera más dura y noble es la que tiene los anillos más estrechos, y que arriba en la montaña, en constante peligro, crecen las ramas más inquebrantables, las más fuertes y ejemplares.

Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos y sabe escucharlos, descubre la verdad. Ellos no predican doctrinas ni recetas. Predican, indiferentes al detalle, la originaria ley de la vida.

El árbol dice: en mí hay escondido un núcleo, una luz, un pensamiento. Soy vida de la vida eterna. Único es el propósito y el experimento que la madre eterna ha hecho conmigo. Únicos son mi forma y los pliegues de mi piel, así como único es el más humilde juego de hojas de mis ramas y la más pequeña herida de mi corteza. Fui hecho para formar y revelar lo eterno en mis más pequeñas marcas.

El árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres y no sé nada de los miles de hijos que cada año nacen de mí. Vivo, hasta el final, el secreto de mi semilla y de nada más me ocupo. Confío que Dios está en mí. Confío que mi misión es sagrada. Y de esta confianza vivo.

Cuando estamos heridos y apenas podemos resistir más la vida, el árbol puede hablarnos: ¡Detente! ¡Detente! ¡Mírame! La vida no es fácil, la vida no es difícil. Esas son ideas infantiles. Deja que Dios hable dentro de ti y tus pensamientos crecerán en silencio. Te sientes ansioso porque tu trayecto te conduce lejos de la madre y la patria. Pero cada paso y cada día, te encaminan de regreso a la madre. Tu patria no está ni aquí ni allí. Tu patria está en tu interior o en ningún lugar.

Acuarela por Hermman HesseEl deseo de caminar rasga mi corazón cuando escucho a los árboles susurrar con el viento del crepúsculo. Si se le presta atención largamente y en silencio, esta añoranza revela su origen y su destino. No es tanto una cuestión de escapar del sufrimiento, aunque pueda parecerlo, es nostalgia de la tierra, de recuerdos de la madre y de nuevas enseñanzas para la vida. Nos guía a casa. Cada travesía nos conduce al camino de vuelta a casa, cada paso es nacimiento, cada paso es muerte, cada tumba es la madre.

Así susurra el árbol al atardecer cuando nos inquietamos con nuestros pensamientos infantiles. Los árboles tienen un razonamiento más extenso, más apacible y de largo aliento, igual que tienen vidas más largas que las nuestras. Son más sabios que nosotros mientras no les escuchemos. Pero cuando hemos aprendido a prestarles atención, la brevedad, la rapidez y el apresuramiento pueril de nuestro juicio, alcanza una alegría incomparable. Quien haya aprendido a escuchar a los árboles no busca más ser un árbol. No querrá ser distinto de lo que es. Ésa es la patria. Eso es la felicidad¹.

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¹ Hermann Hesse. El Caminante. Ilustrado por el autor. Traducido por Lorenzo Zavala y Ana Mª. Carvajal. Edición de Ana Mª. Carvajal Hoyos. Editorial Caro Raggio. Madrid, 2012.


Escrito por Rosa, jueves 9 de enero de 2014.

Reseña sobre «El Caminante» por José Andrés Rojo
Portal Hermann Hesse
Editorial Caro Reggio

El bosque que no se ve. Otoño y epílogo

Luces

Las lluvias del otoño humedecen las hojas de los árboles, al aumentar su peso se rompen los ya debilitados pecíolos, lentamente van cayendo en una secuencia suave. El bosque de arces y nogales se va despojando así de su armadura de bronce y oro.

Bajo la lluvia, el biólogo Haskell, bien protegido por su impermeable, observa el bosque y reflexiona ¹. Siente un inesperado placer estético con el cambio otoñal de luces. El interior del bosque se ha vuelto más brillante y el espectro de la luz se ha ampliado. Después del verano, con sus sombras densas y la monotonía de los amarillos y verdes, ha llegado la explosión otoñal de los rojos, morados, azules, naranjas y sus múltiples combinaciones. Este sentimiento placentero lo interpreta como una necesidad inconsciente que tenemos los humanos por disfrutar de una diversidad cambiante de luces y colores.

Los animales del bosque modulan sus conductas para ajustarlas a los cambios de luces. Las aves, como el cardenal rojo (Cardinalis cardinalis), saben utilizar la heterogeneidad de luces y sombras en sus despliegues territoriales. Cuando un macho se expone en una rama iluminada, su plumaje rojo brillante refleja la luz y es bien visible para otros machos. Sin embargo, al saltar a una parte oscura y sombreada de la copa del árbol, parece tener un color apagado y poco visible para los posibles depredadores.

Haskell observa en el mandala cómo una babosa (de la familia Philomycidae) se desliza lentamente por una roca cubierta de musgo. La decoración de líneas color chocolate oscuro sobre un fondo plateado mate la destacan sobre el musgo verde revitalizado por las lluvias. Sin embargo, cuando pasa a la parte de la roca cubierta por líquenes, el efecto cambia dramáticamente y, como por encanto, la forma y el color del animal se funde y confunde con el fondo variegado. Su belleza persiste, pero se transforma en una belleza camuflada en el entorno al que pertenece.

La evolución del camuflaje de los animales y la posibilidad de que se vuelvan «invisibles» en su hábitat natural está constreñida por la complejidad del ambiente visual en el que viven y por la sofisticación y agudeza visual de los depredadores.

En nuestra vida cotidiana, la vista se ajusta a la luz monótona de la pantalla del ordenador o del móvil. Al visitar un bosque en otoño experimentamos el aumento de la intensidad de la luz que penetra el dosel y la explosión cromática que produce en el sotobosque; desde nuestro subconsciente emerge un placer estético. Haskell argumenta que no es una respuesta cultural, sino que nuestra sensibilidad a los tonos, coloridos e intensidades de la luz está ligada a nuestra herencia evolutiva, como habitantes ancestrales de los bosques.

Pyrus leaves

El mundo subterráneo

Tumbado en el suelo del bosque, en unos de los bordes del mandala, Haskell investiga el mundo húmedo y oscuro bajo la hojarasca. Va retirando las hojas superficiales de robles, arces y nogales, todavía reconocibles y escarba un poco. Un olor intenso se desprende del material vegetal en descomposición. Al aroma agradable de hongos frescos se une un olor general a tierra húmeda, un indicador de un suelo sano.

A lo largo del año el suelo del bosque se comporta como un vientre que respira, se hincha durante la rápida inhalación otoñal (con el aporte de las hojas) y a continuación se va hundiendo lentamente a medida que la fuerza vital va permeando en el interior del cuerpo del bosque.

Mediante el olfato podemos detectar las moléculas que emiten los microbios del suelo; ese invisible mundo microscópico. Entre ellos, las actinobacterias tienen un papel fundamental en la degradación de los compuestos orgánicos y en el ciclado del carbono (además de ser la fuente natural de diversos tipos de antibióticos). Tienen la particularidad de emitir un compuesto volátil (geosmina) que asociamos al olor a «tierra mojada» y al que nuestro olfato es muy sensible; capaz de detectar niveles de una parte por billón. Haskell se pregunta si quizás nuestra historia evolutiva de recolectores y cultivadores de la tierra ha enseñado a nuestro olfato a reconocer una tierra sana y productiva; vinculando de esta forma nuestro subconsciente a los microbios del suelo que definen el nicho ecológico humano.

También existe toda una biodiversidad visible a través de la ventana abierta por Haskell al interior de la hojarasca, aunque son criaturas minúsculas. Los micelios (filamentos de los hongos) de color blanco radiante forman una retícula sobre las hojas negras. Diminutos chinches rosados, arañas naranjas y colémbolos blancos se mueven entre los restos vegetales oscuros. Un ápice radical de alguna planta queda al descubierto entre la hojarasca. De la raicilla emergen pelos delicados a través de los cuales la planta explora el suelo para absorber agua y nutrientes. Pero las raíces finas también secretan al suelo azúcares, lípidos y proteínas formando una capa gelatinosa a su alrededor (la rizosfera) donde se concentra la mayor densidad microbiana del suelo.

En realidad, las raíces no existen de forma independiente sino que están casi siempre asociadas a diversos tipos de hongos formando las micorrizas. La planta proporciona azúcares y otras moléculas complejas al hongo, mientras que el hongo, a través de sus hifas, le suministra agua y minerales, en particular fosfatos, a las raíces de la planta. Esa unión de planta y hongo (la micorriza) se puede considerar como una unidad biológica funcional.

Además, los hongos pueden servir como conductos de comunicación entre plantas. El átomo de carbono que una hoja de arce toma del aire, es fijado e incorporado en una molécula de azúcar; puede luego ser transportado a las raíces y donado a un hongo de la micorriza que a su vez lo puede usar o pasarlo a la raíz de un nogal. No se conoce bien el funcionamiento de esta red subterránea de interconexiones entre las plantas del bosque. De este modo, las plantas compiten (por la luz y los nutrientes) pero también comparten.

Existen evidencias fósiles que apoyan que las primeras plantas que colonizaron la tierra tenían ya micorrizas. La fuerza de esta simbiosis planta-hongo permitió el avance evolutivo de las plantas para colonizar y extenderse por toda la superficie terrestre. La economía natural es una historia de progreso individual y también de solidaridad.

Nuestra percepción principalmente visual y nuestro gran tamaño nos proporciona una perspectiva sesgada de la realidad natural del bosque. Ignoramos la gran complejidad y biodiversidad del mundo subterráneo. La muerte es la principal aprovisionadora de comida para este mundo. Todos los organismos terrestres, los animales y las plantas (sus hojas y troncos), estamos destinados a pasar a través del inframundo oscuro y a alimentar a otras criaturas. Al ser «enterrados» alimentamos la maquinaria de la vida y nuestras moléculas se reintegran a la tierra.

Poplar litter

Redes de sonidos y de compuestos volátiles

Una mañana de otoño Haskell permanece sentado junto al mandala, inmóvil durante más de una hora. Siente la brisa y la calma del bosque. Un ciervo se acerca a pocos metros sin notar su presencia, al verlo emite varios resoplidos de alarma y huye dando saltos. La voz de alarma se propaga en el silencio del bosque, unas ardillas y más lejos un tordo se hacen eco emitiendo sus propios sonidos de alarma. Existe una red acústica que conecta a los mamíferos y aves del bosque dándoles aviso de la existencia y localización de las posibles amenazas. Haskell recapacita que la mayor parte del tiempo que pasa sentado o paseando por el bosque está inmerso en sus propios pensamientos y ajeno a los sonidos que oye. Hace falta un ejercicio de voluntad para traernos al presente, a escuchar nuestros sentidos y desconectarnos, por un momento, del ruido interior de nuestras mentes.

Las plantas del bosque tienen una red de señales de alarma que no podemos percibir. Cuando una hoja es dañada, la planta sintetiza compuestos químicos de defensa. Algunos de estos compuestos son volátiles y se dispersan por el aire. Estas moléculas pueden llegar a la hoja de una planta vecina, entrar por los estomas y activar los mismos genes que ordenan la síntesis de compuestos químicos de defensa. A través de esta comunicación química, mediante los compuestos volátiles, una planta puede estar prevenida para el ataque de los insectos y volverse menos vulnerable.

El aire del bosque está repleto de una variedad de compuestos volátiles producidos por las plantas. Algunos son reconocibles por nuestro olfato y los denominamos aromas o perfumes. Pero la mayoría de las moléculas del aire del bosque son inhaladas y se disuelven directamente en nuestra sangre, pasando al cuerpo y a la mente sin que seamos conscientes. Muchos sentimos un gran bienestar cuando paseamos por un bosque y lo achacamos al placer estético y cultural. En Japón, este efecto sanador del bosque está reconocido como una práctica saludable y se denomina shinrin-yoku (tomar el aire del bosque). En los últimos años médicos japonenses han comprobado de forma científica el efecto beneficioso de respirar el aire del bosque, en particular reduce los riesgos de enfermedades coronarias, y se investiga cuáles son los compuestos químicos responsables.

La última tarde del año

En la última tarde del año Haskell visita el mandala. Después de observar la puesta de sol, escucha atento los sonidos de algunas aves mientras se acomodan en sus dormideros; más tarde oye el ulular de un búho, y luego el silencio.

Después de haber visitado durante todo el año el mandala y haber estado sentado en silencio durante horas, siente que el bosque está más cerca de sus sentidos, de su intelecto y de sus emociones; un sentimiento de pertenencia.

Pero al mismo tiempo, después de sus largas horas de observación, reconoce la enormidad de su ignorancia sobre los seres del bosque y sus relaciones. También siente su irrelevancia. La vida del bosque nos trasciende, no somos necesarios para que siga su curso. Aunque esta independencia de la vida del mandala le llena de alegría.

Epílogo

En el Epílogo del libro, Haskell reflexiona sobre nuestra desconexión, cada vez mayor, del mundo natural. Pero también reconoce que vivimos en una época maravillosa para los naturalistas. Nunca hemos tenido tantas herramientas como las guías, los documentales, las bases de datos de imágenes y sonidos, y toda la información accesible en internet.

Con este libro, Haskell anima a otros a explorar sus propios mandalas. No es necesario que sea un bosque maduro. Una de sus enseñanzas es que nosotros creamos sitios maravillosos al prestarles nuestra atención, no tenemos que esperar a encontrar bosques vírgenes que nos desvelen sus maravillas.

Termina con dos recomendaciones para observar el mandala. 1) Dejar atrás las expectativas, poner entusiasmo y tener los sentidos abiertos. 2) Ejercitar la atención de la mente al momento presente; buscar los detalles sensoriales, los sonidos, aromas, formas y colores.

Y una confesión: «observando el bosque, he llegado a verme a mí mismo con mayor claridad».

Bosque de Shakerag Hollow en Sewanee, Tennessee, EEUU, donde está el mandala. Autor: David Haskell.

Bosque de Shakerag Hollow en Sewanee, Tennessee, EEUU, donde está el mandala. Autor: David Haskell.

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¹ El biólogo y escritor David Haskell visitó periódicamente durante un año un mandala virtual en un bosque de Tennessee (EEUU), donde observó los cambios con las estaciones en la historia natural de los habitantes del bosque. Con sus anotaciones de naturalista y las reflexiones como humanista publicó el libro The Forest Unseen. En este blog he reseñado anteriormente los pasajes de invierno, primavera y verano.
La Academia Nacional de las Ciencias de EEUU ha concedido a este libro el Premio de Comunicación 2013 en reconocimiento a la excelencia en la divulgación de ciencia.

 

Escrito por Teo, jueves 26 de diciembre 2013.

 

Entrada sobre el verano en el libro de Haskell
Entrada sobre la primavera en el libro de Haskell
Entrada sobre el invierno en el libro de Haskell
El libro The Forest Unseen publicado por el grupo Penguin
El blog de David Haskell

El bosque que no se ve. Primavera

El biólogo y escritor David Haskell estuvo visitando durante un año un «mandala virtual» (pequeño espacio circular de aproximadamente un metro cuadrado) en un bosque de Tennessee (EEUU). Sus observaciones y reflexiones dieron lugar al libro «The Forest Unseen», del que ya he comentado sus pasajes invernales en una entrada anterior. Nos quedamos cuando comenzaron los primeros indicios del cambio de estación: «Las primeras flores de la primavera han percibido el cambio y los tallos con las yemas florales han comenzado a emerger a través de la hojarasca». El biólogo cuenta cómo camino del mandala, al amanecer, se descalzó para sentir el calor tibio de la tierra del bosque, mientras escuchaba el canto de las aves y por doquier veía la emergencia de las primeras flores; todos sus sentidos le confirmaban que había terminado el invierno.

En el mandala, Haskell centró su atención en la primera flor de la primavera, una flor de hepática (Hepatica nobilis) que había estado cerrada durante la noche y se abría con las primeras luces del día para atraer a los insectos. Aunque intentaba percibir el lento movimiento de apertura de la flor, su vista y su cerebro iban demasiado rápidos; haría falta una secuencia a cámara rápida para revivirlos de forma perceptible al ojo humano. La observación de la planta le llevó a reflexionar sobre el nombre «hepática» dado a la planta, la forma de sus hojas lobuladas semejantes a un hígado y la antigua tradición occidental de relacionar la forma de las plantas con sus propiedades medicinales. Después de una larga disquisición sobre plantas, historias, tradiciones y palabras termina reconociendo que: «la bienvenida confiada que la flor de hepática dio a los primeros rayos del sol y a las abejas que zumbaban en la mañana me recordó que el mandala existe con independencia de las doctrinas humanas.» De esta forma el biólogo nos da una lección de humildad, la del observador que se acerca a la naturaleza y procura percibir sus misterios sin los prejuicios culturales. El naturalista, como cualquier humano está condicionado por su cultura; su visión de la flor es solo parcial, pues gran parte de su campo de visión está ocupado por siglos de palabras humanas.

En su camino hasta el mandala el biólogo trataba de pisar suavemente para no dejar un rastro de flores y hojas estrujadas en la alfombra de verdores y colores relucientes que cubrían el suelo del bosque. Al comienzo de la primavera el suelo del bosque recibe la máxima intensidad de radiación solar; el ángulo de los rayos es mayor que en invierno y los árboles todavía no han desarrollado sus hojas nuevas. Durante ese período las hierbas del sotobosque compiten en una carrera para crecer y reproducirse anticipando el momento en que «el dosel de los árboles les robe los fotones portadores de vida».

Tapiz de Scilla lilio-hyacinthus en un hayedo de Irati.

Tapiz de Scilla lilio-hyacinthus en un hayedo de Irati, Navarra.

Esta comunidad de herbáceas se conoce como «efímeras de primavera». Su estrategia vital se basa en almacenar reservas del año anterior en forma de rizomas o bulbos subterráneos. Al terminar el invierno emergen sus hojas ricas en cloroplastos y enzimas que maximizan la captación de luz y la fijación del dióxido de carbono por sus estomas abiertos de par en par, para construir de una forma rápida las moléculas de carbohidratos. Son las plantas «glotonas» del bosque.

El nuevo crecimiento de las raíces infunde vitalidad a la comunidad de organismos del suelo. Las raíces segregan un gel nutritivo que alimenta a bacterias, hongos y protistas, que a su vez sirven de alimento a nematodos, ácaros e insectos microscópicos. La escolopendra, con sus apéndices bucales que inyectan veneno, es un depredador voraz de esta microfauna del suelo. Pero el verdadero «terror» de la hojarasca del bosque es la musaraña de cola corta (Blarina brevicauda), un «monstruo» de unos 10 cm de largo y 20 gramos de peso, que devora todo lo que encuentra: lombrices, babosas, caracoles, topillos y salamandras; cada día consume hasta 3 veces su peso en comida para satisfacer su metabolismo hiperactivo. Tiene además veneno en su saliva que usa para paralizar y matar a sus presas (uno de los pocos mamíferos venenosos) y aunque medio ciego, emite sonidos ultrasónicos para localizar a sus víctimas por ecolocación, confiriéndole su merecida fama de «terror del inframundo».

La explosión de flores en primavera también alimenta a toda una comunidad de organismos que se pueden ver y escuchar. Cientos de especies de insectos polinizadores vuelan y zumban, visitando otras tantas especies de flores del bosque, algunos de forma promiscua mientras que otros son más especializados en sus paladares. Las flores exhiben formas y colores variados para captar la atención de los insectos y ofrecerles su néctar y su polen como alimento; a cambio reciben el servicio de transporte del polen (donde viajan las células masculinas) hasta los estigmas (receptáculos femeninos) desde donde entrarán para encontrarse con los óvulos y fecundarlos. Se calcula que esta red de interdependencia comenzó hace unos 125 millones de años con la evolución de las primeras flores. Al principio sería una relación depredadora, de insectos comedores de polen, que se transformaría en otra de mutualismo por la que las dos partes se benefician. De hecho, las abejas y sus larvas consumen la mayor parte del polen que recogen y solo algunos granos son transferidos a otras flores y cumplen su función fecundadora. Cada primavera se renueva esta alianza antigua entre plantas y animales.

Tronco de haya de unos 30 m en Irati, Navarra.

Tronco de haya de unos 30 m en Irati, Navarra.

En los árboles, las yemas se van despertando y las nuevas hojas inundan como una marea verde brillante el dosel del bosque, comenzando en las partes más bajas y terminando en las cimas de los árboles más altos. Sobre las copas, a una altura de unos 30 metros desde el suelo, los rayos de sol calientan y evaporan el agua de las células de las hojas. Se genera una tensión que succiona el agua del interior de la hoja, de las venas, de los vasos del xilema del tronco hasta llegar a las raíces que la absorben del suelo. La fuerza de succión de una molécula de agua es minúscula pero la fuerza combinada de millones de moléculas de agua que se evaporan en las hojas de un árbol puede tener una fuerza suficiente para subir una columna de agua de varias decenas de metros. Si nos acercamos a la base de un tronco no podemos imaginar que por sus conductos está bombeando más de 500 litros diarios de agua desde el suelo hasta las hojas, mediante este mecanismo elegante y silencioso.

El bosque en primavera es un regalo para los oídos. Una mañana de abril el biólogo fue hasta el mandala del bosque bien temprano, antes del amanecer, para ir escuchando, identificando y anotando la secuencia de los distintos cantos de aves durante el espectáculo sonoro conocido como los «coros del alba». Nos describe los cantos y el comportamiento de hasta 21 especies de aves: entre los más tempraneros estaban los pequeños páridos como el carbonero de cresta negra (Baeolophus bicolor) y el carbonero de Carolina (Poecile carolinensis), también el papamoscas fibí (Sayornis phoebe) con su rasposo fi-bí que le da nombre. Mientras leemos, vamos disfrutando de los diferentes nombres de aves y sus peculiaridades canoras a medida que avanza la mañana y el capítulo. Ya con el cielo azul radiante, cerca del mandala se escuchaba el chip metálico del bello cardenal rojo (Cardinalis cardinalis), mientras que por la espesura del bosque se difundían los potentes glugluteos de los pavos machos (Meleagris gallopavo) marcando sus territorios.

Asistir al despertar de la primavera en los bosques templados caducifolios es una celebración de la VIDA en su estado más puro. La exquisita sensibilidad de Haskell y el amor por la vida del bosque que transmite nos evoca a Thoreau que escribió: «una razón para venirme a los bosques a vivir fue que así tendría el placer y la oportunidad de ver cómo llega la Primavera».

Escrito por Teo, jueves 30 de mayo 2013.

Entrada sobre el invierno en el libro de Haskell

El libro The Forest Unseen publicado por el grupo Penguin

El blog de David Haskell