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Declive y rescate de un gigante

El castaño americano (Castanea dentata) es un árbol gigantesco que puede alcanzar los 40 metros de altura, con troncos de más de 3 metros de diámetro. Su área de distribución se extiende por todo el este de Estados Unidos, desde Maine al norte hasta Georgia al sur, ocupando unas 80 millones de hectáreas. Se le ha llamado la «secuoya del este» por su envergadura y por ser el árbol dominante del bosque.

La filogeografía ha reconstruido la historia evolutiva de las siete especies de castaños existentes en el mundo. Los ancestros del género Castanea (de la familia Fagácea) se originaron en los bosques del este de Asia, hace unos 60 millones de años. Desde allí, un linaje migró hacia el oeste y hace unos 43 millones de años se diferenciaron los antepasados del castaño europeo (Castanea sativa). Posteriormente, los castaños pasaron a Norteamérica, donde se originaron las dos especies americanas (C. dentata y C. pumila) [1].

Durante las reiteradas glaciaciones en los últimos dos millones de años (la más reciente hace 10.000 años), la orientación norte-sur de la cordillera de los Apalaches (este de EE UU) permitió las migraciones de las especies de árboles siguiendo el avance y retirada de los hielos. El resultado fue la supervivencia de un bosque mixto, rico y diverso. Los primeros colonos europeos del siglo XVIII se encontraron un paraíso natural en estos bosques. La producción de castañas era copiosa, a veces se acumulaban tanto en el suelo del bosque que se recogían con palas, y además era segura todos los años, sin vecerías como en los robles. En otoño suponía una importante fuente de ingreso para las familias que subsistían en esta zona de montañas. La prodigalidad del castaño constituía también un recurso básico para la fauna forestal; proporcionaba alimento a osos, ciervos, y todo tipo de pequeños mamíferos y de aves. Para la paloma migratoria (Ectopistes migratorius), que formaba bandadas de cientos de miles de individuos, la abundante castaña era su dieta favorita en otoño e invierno.

Los leñadores consideraban al castaño americano el «árbol perfecto»: un tronco recto, con madera resistente a la podredumbre y fácil de trabajar. Fue talado masivamente y utilizado en la fabricación de casas, cobertizos, postes de telégrafos, traviesas de ferrocarril, muebles e instrumentos musicales. En la icónica fotografía de 1910, publicada por Sidney V. Streator en la revista Leñador Americano (American Lumberman), se aprecian las dimensiones de estos árboles colosales.

A finales del siglo XIX algunos naturalistas, como Henry D. Thoreau (1817-1862), advirtieron que la explotación del castaño no era sostenible: «la madera de castaño ha desaparecido rápidamente en los últimos 15 años, siendo utilizada de forma extensiva para traviesas, cercados, tableros y otros fines, de modo que actualmente es comparativamente escasa y cara; y existe el peligro, si no tenemos un cuidado especial, de que este árbol se extinga» [2].

Encuentro fatal

No fue el hacha la perdición del castaño sino un misterioso alien que vino de oriente. Se sabe que en 1876 un viverista de Nueva York importó castaños japoneses (C. crenata) como árbol ornamental. Posiblemente en el embarque de los castaños venía como polizón un hongo parásito, que forma pústulas rojo-anaranjadas sobre la corteza; pero pasó desapercibido porque el árbol japonés tiene defensas y puede convivir con el hongo sin mayores problemas.

Sin embargo, cuando las esporas de este hongo llegaron a contactar con su pariente americano el efecto fue devastador. Las primeras infecciones letales se detectaron en 1904 en los castaños del Jardín del Zoológico de Nueva York. Un joven micólogo del Jardín Botánico, al otro lado de la calle, fue avisado y comenzó a estudiar la causa de esta mortandad. William A. Murrill (1869 – 1957) se había criado en una granja de Virginia donde «pasó una infancia feliz deambulando por el campo, cazando ranas y topos, y cogiendo frutos silvestres de pawpaw (Asimina triloba, pariente de la chirimoya), nogales y castaños» [3]. Estudió Botánica en la Universidad de Cornell y acababa de ser contratado en el Botánico de Nueva York cuando se encontró con el importante reto que marcaría su carrera.

Murrill aisló y cultivó el hongo, comprobando sus efectos patógenos sobre el castaño. En 1906 publicó sus características y su ciclo biológico, con el nombre Diaporthe parasitica, que en 1978 sería rebautizado como Cryphonectria parasitica, vulgarmente conocido como «chancro del castaño». Entonces no se sabía su origen, si era una mutación patógena de un hongo nativo o había venido de fuera.

El hongo tiene un ciclo complejo. Las esporas tienen que penetrar por alguna herida de la corteza hasta el cámbium (tejido de crecimiento del tronco), allí germinan y el micelio empieza a extenderse entre las células vivas, produciendo compuestos tóxicos, como el ácido oxálico, que las matan. La infección del cámbium y el xilema (tejido de transporte) interrumpe la circulación de la savia. Al expandirse el micelio y rodear la rama o el tronco produce la necrosis parcial o de todo el árbol, por efecto del «anillado». Es «el asesino perfecto, como un tiburón» comentó un micólogo, no sin cierta admiración [3].

En primavera y otoño se producen las pústulas (picnidios) de color amarillo-anaranjado que liberan las esporas asexuales (conidios) englobadas en un material viscoso de color amarillo; estas esporas se dispersan a corta distancia, por la lluvia o adheridas a los animales. Al final del verano, se producen millones de esporas sexuales (ascosporas), un polvo amarillo que es dispersado por el viento transmitiendo su carga letal.

En pocos años el hongo devastó los bosques del este americano, arrasando unos 4 mil millones de castaños, infectando a todos los árboles en el área de distribución; la epidemia avanzó a una velocidad de 80 km por año. La actuación de los servicios forestales no fue muy afortunada: «lo mejor es cortar todos los castaños que quedan, aprovechar su madera por valor de unos millones de dólares, y permitir que la naturaleza regenere otros tipos de árboles en su lugar», fue la consigna del Director de un Centro de Investigación Forestal en 1926 [3]. Ignorando que de esa manera reducía la diversidad genética de la población y por tanto la probabilidad de que algunos individuos resistentes pudieran sobrevivir. Para el año 1940, el castaño americano, el gigante de los bosques de los Apalaches, había desaparecido como especie comercial.

En realidad el castaño no se extinguió como especie, porque el hongo no infectaba la raíz y la base del tronco. De hecho el árbol sobrevive, rebrota desde la base y comienza a crecer, hasta que después de 10-20 años vuelve a ser infectado por el chancro y «muere» (la parte aérea). Nunca llega a ser el árbol gigante con el tronco recto y fuerte del pasado; rebrota, crece y «muere» como si fuera presa de la maldición de Sísifo. El que fuera árbol dominante del dosel quedó relegado a sobrevivir en el sotobosque como un arbusto.

En cuanto a Murrill, después de describir y nombrar al hongo parásito, siguió con su brillante carrera de micólogo, siendo conocido como Mr. Mushroom (Señor Champiñón); describió unas 1.700 especies nuevas, publicó 20 libros, 500 artículos científicos y 800 de divulgación. Viajó y recolectó hongos por México, Caribe, Europa y Sudamérica. De carácter algo excéntrico y poco comunicativo, en un viaje a Europa «desapareció» sin dejar noticias; en el Botánico cubrieron su puesto y su mujer pidió el divorcio. Cuando volvió a los ocho meses (había estado enfermo del riñón en un hospital francés), se encontró sin trabajo y sin mujer. Se retiró a vivir en una cabaña en Virginia, donde siguió escribiendo y estudiando hongos.

Largo camino hacia la recuperación

Una vez aceptada la derrota en la lucha contra la expansión de la plaga, la administración, universidades y particulares comenzaron a trabajar para la recuperación de esta especie emblemática de árbol. La restauración natural parece poco probable porque la susceptibilidad letal fue casi universal (no quedaron individuos resistentes) y además afectó a todo el área de distribución (no quedaron refugios ni poblaciones que escaparan de la plaga). La alternativa fue intentar la recuperación asistida.

La primera opción fue buscar la solución en oriente, de donde vino el hongo. La confirmación de su origen no llegó hasta 1913 cuando el explorador Frank N. Meyer (1875-1918), enviado por el Departamento de Agricultura (USDA) a China, encontró árboles de Castanea mollisima que mostraban la enfermedad pero parecían resistentes. Meyer envió muestras de corteza y castañas a EE UU y la identidad del hongo fue así confirmada. Uno de los últimos «cazadores de plantas», Meyer pasó 13 años en Asia explorando y recolectando semillas y propágulos para la Sección de Introducción de Plantas Extranjeras del USDA; en total embarcó unas 2.000 especies botánicas de interés (un tesoro vegetal de oriente) para América.

Castaño chino afectado por el chancro y resistente, en la provincia de Zhili, China, 1913. Foto: F. Meyer, Archivos del Arnold Arboretum de Harvard.

Durante 40 años se ensayaron todo tipo de cruces entre el castaño americano y los castaños de China y Japón. Aunque se obtenían árboles híbridos resistentes al chancro, no se parecían en nada al castaño americano, no tenían el tronco recto ni su rapidez de crecimiento, tampoco eran tolerantes al frío. El resultado fue descorazonador y en la década de 1960 se abandonaron estos programas de mejora genética y recuperación.

En la década de 1980 Charles Burnham (1904-1995), un genético vegetal con experiencia en la mejora del maíz, propuso un enfoque diferente que no se había probado en genética forestal. A partir de híbridos con castaños chinos (C. mollisima) resistentes al chancro se debería comenzar un proceso repetido de retrocruzamiento con los parentales americanos. En cada generación habría que seleccionar la progenie que manifestara la tolerancia al chancro y que al mismo tiempo tuviera rasgos morfológicos tipo americano. De esa forma, después de varias generaciones se conseguiría un castaño muy semejante en todos los aspectos al C. dentata pero con los genes de la tolerancia al chancro de C. mollisima.

La mejora genética de árboles es un proceso difícil que requiere mucho trabajo para hacer los cruces, esperar mucho tiempo hasta que fructifique cada generación, y muchos terrenos donde hacer las plantaciones experimentales. Para poner en marcha este ambicioso programa de mejora genética Burnham y sus colegas crearon en 1983 la Fundación del Castaño Americano (FCA). En la actualidad cuenta con 586 plantaciones experimentales distribuidas por toda el área del castaño y 6.000 voluntarios que dedican unas 50.000 horas al año a colaborar con los científicos en las tareas de polinización manual, recogida de semillas, plantaciones, inoculación del hongo, selección y cultivo de plantones [4].

Técnico de la fundación FCA polinizando un castaño resistente al chancro (Foto: Leslie Middleton).

Aplicando las nuevas técnicas de genética molecular se podría introducir un gen de tolerancia al chancro, manteniendo el genoma completo del castaño americano y sus características típicas, evitando así el problema asociado a las hibridaciones con especies asiáticas, de aspecto tan diferente. Un equipo de la Universidad de Nueva York ha probado con el gen de la oxalato oxidasa (OxO) que detoxifica el oxálico, producido por el hongo para matar las células del árbol y facilitar su invasión. Así, insertando un gen OxO del trigo (que ha evolucionado esta defensa natural) se obtienen castaños transgénicos que resisten el chancro. Ya se han producido los primeros castaños resistentes que esperan en plantaciones experimentales el permiso de las autoridades federales para ser llevados al bosque. Sin embargo, estas técnicas cuentan con la oposición de los ecologistas que consideran a los castaños transgénicos «innecesarios, indeseables e impredecibles por su posible impacto ambiental», a diferencia de los castaños resistentes obtenidos por cruces tradicionales.

En 1936 el poeta americano Robert Frost (1874-1963) escribió un poema que sería una premonición o un deseo [5].

¿Terminará el chancro con el castaño?
Los granjeros apuestan que no.
Se mantiene latente en las raíces
y hacia arriba surgen nuevo brotes.
Todavía vendrá otro parásito
para acabar con el chancro.

Efectivamente, al hongo del chancro le llegó su propio parásito que también vino de oriente, pero con parada en Europa. Las primeras infecciones de chancro en los castaños europeos (Castanea sativa) se detectaron cerca de Génova, en 1938. La especie europea parecía menos sensible al chancro que la americana. Un fitopatólogo italiano descubrió en 1950 una cepa del hongo que no era letal y la llamó «hipovirulenta». Posteriormente se descubrió que se trataba un virus, identificado como CHV1 (Cryphonectria hypovirus 1), que infecta al hongo y lo debilita. Actualmente se investiga el potencial del virus CHV1 para el control biológico del hongo en el castaño americano, aunque existen dificultades en la transmisión del virus debido a la diversidad genética del hongo y su incompatibilidad vegetativa.

Miles de entusiastas voluntarios agrupados en la Fundación del Castaño Americano dedican cada año su trabajo y esfuerzo a un objetivo: obtener poblaciones de castaño que estén adaptadas a las condiciones locales, que tengan suficiente resistencia al hongo del chancro para sobrevivir y suficiente variabilidad genética para evolucionar. La visión de futuro es que los castaños gigantes vuelven a dominar los bosques de los Apalaches, y cada otoño alfombren el suelo con sus brillantes castañas nutritivas. Aunque haya que esperar unos 300 años.
___________________
[1] Lang, P., Dane, F., Kubisiak, T. L. y Huang, H. (2007). Molecular evidence for an Asian origin and a unique westward migration of species in the genus Castanea via Europe to North America. Molecular phylogenetics and evolution, 43: 49-59.

[2] Cita tomada del ensayo «The dispersion of seeds» escrito poco antes de su muerte en 1862; editado y publicado en 1993 por Bradley P. Dean con el título Faith in a seed. The dispersion of seeds and other late Natural History writings, Island Press, pág. 126.

[3] Susan Freinkel (2007), American chestnut. The life, death, and rebirth of a perfect tree, University of California Press. Una excelente narración de la crisis ecológica del castaño americano, escrita por una periodista; destacan las descripciones del perfil humano de los personajes involucrados en la historia. La cita de W.A. Murrill en pág. 31, la del Jefe de Servicio Forestal en pág. 80; la del «asesino perfecto» en pág. 109.

[4] Steiner, K.C., J.W. Westbrook, F.V. Hebard, L. L. Georgi, W.A. Powell, S.F. Fitzsimmons (2016). Rescue of American chestnut with extraspecific genes following its destruction by a naturalized pathogen. New Forests (publicado en línea 10 diciembre 2016).

[5] El poema «Las malas tendencias se cancelan» (Evil tendencies cancel) forma parte del conjunto «Diez molinos» (Ten mills), publicado en el libro A further range, 1936. También da título al capítulo sexto del libro de Freinkel, dedicado a las investigaciones sobre la lucha biológica para reducir los efectos letales del chancro.

 

Escrito por Teo, 26 enero 2017.

 

Enlaces

Artículo de Ferris Jabr (2014) en Scientific American
Biografía de W. A. Murrill en la web del Jardín Botánico de Nueva York
Archivos del explorador Frank N. Meyer en el Botánico de Harvard
Fundación del Castaño Americano: página web
Fundación del Castaño Americano: facebook
Críticas a los castaños transgénicos
Poema de Robert Frost
Otras entradas relacionadas en este blog:
Los castaños europeos
El bosque de los Apalaches
Decaimiento en los bosques

Cultivar el Asombro

El sentimiento del asombro siempre me ha sido muy querido. Ese afecto empezó en un tiempo en que solía pasear con mi sobrina de seis años. El paseo, emprendido con ánimo aventurero, siempre nos deparaba sorpresas y motivos de regocijo, a veces se nos cruzaba una gaviota volando, otras divisábamos un gran barco de vela en el horizonte o nos topábamos con un árbol cuajado de exóticas flores. Todo era motivo de asombro, si bien un tanto incitado por mi manera entusiasta y apasionada de contar. Quería entretenerla y divertirnos juntas observando las pequeñas maravillas de nuestro entorno, lo que no era nada difícil dado el instinto natural de niñas y niños para la fascinación.

Ahora, sumida en la aventura de escribir este blog sobre árboles, el asombro sigue siendo motivo de mis reflexiones. En la experiencia de asombrarnos ante la presencia de los árboles siento que hay algo fundamental para conectar con ellos de manera profunda y duradera, algo que también es escurridizo, intangible y difícil de expresar. ¿Qué pasa cuando nos abrimos a sentir y percibir el flujo de la vida que emana de un majestuoso árbol centenario? ¿Qué importancia tienen los sentimientos de sobrecogimiento y turbación que nos provoca la grandeza vital de los árboles?

sense_of_wonder_rachel-carsonLa importancia del asombro ha sido y es objeto de atención de educadores y terapeutas, pensadores y artistas. Rachel Carson (1907-1964), la escritora y bióloga estadounidense que inspiró el ecologismo moderno, dedicó un libro enteramente a revelar el valor del asombro para descubrir y amar el mundo natural que nos rodea, un texto muy inspirador para quienes queremos ahondar en nuestra conexión con la naturaleza.

Rachel Carson es mundialmente conocida por su libro La primavera silenciosa (1962), en el que denunció el uso descontrolado del DDT y advirtió de las consecuencias dañinas para la salud humana y la naturaleza, libro que dio origen al movimiento ambiental contemporáneo. Sin pretenderlo, dada su naturaleza tímida, modesta y tranquila, se convirtió en un icono, un ejemplo, por la trascendencia de sus obras y por su valentía y entereza moral en la defensa de sus ideas.  Su mensaje sigue vivo en sus libros, al alcance de quien quiera descubrirlo.

Rachel Carson amaba la naturaleza, era su pasión desde niña, igual que la literatura. La contemplación continua de entornos naturales, como el mar y el bosque, debió de llevarla a interiorizar la naturaleza de tal modo que al escribir era capaz de expresar, por encima del discurso científico, la poderosa belleza que irradia todo lo vivo. Y deseaba que todo el mundo pudiera reconocer esa grandeza, por eso, escribió diversos artículos para enseñar a la gente la belleza y maravilla de lo natural.

Una versión preliminar de El Sentido del Asombro fue publicada como artículo en 1956 en la revista Woman’s Home Companion, bajo el título Ayuda a tu hijo a asombrarse (Help your child to wonder). En los sesenta, cuando ya estaba enferma del cáncer que acabó con su vida, lo reescribió como libro y fue publicado póstumamente en 1965, con el título The Sense of Wonder. Hasta 2012 no se ha podido encontrar una traducción en español de esta obra tan relevante (1).

Es un libro breve que relata experiencias con su sobrino, explorando la naturaleza en la costa de Maine, donde tenía “su propia playa y su propia parcela pequeña de bosque”.

Una tormentosa noche de otoño cuando mi sobrino Roger tenía unos veinte meses le envolví con una manta y lo llevé a la playa en la oscuridad lluviosa. Allí fuera, justo a la orilla de lo que no podíamos ver, donde enormes olas tronaban, tenuemente percibimos vagas formas blancas que resonaban y gritaban y nos arrojaban puñados de espuma. Reímos juntos de pura alegría. Él, un bebé conociendo por primera vez el salvaje tumulto del océano. Yo, con la sal de la mitad de mi vida de amor al mar en mí. Pero creo que ambos sentimos la misma respuesta, el mismo escalofrío en nuestra espina dorsal ante la inmensidad, el bramar del océano y la noche indómita que nos rodeaba. 

Las muestras de fascinación del niño en las diversas situaciones a las que lo expone son, para la autora, la confirmación de la existencia en los niños de un verdadero instinto para asombrarse ante lo que es bello e inspira admiración. Pero lo más llamativo es que la admirable científica considera esencial acercar a los niños, antes que nada, a la belleza de lo natural, a la belleza de todo lo que existe, del misterio que emana de lo vivo. “Conocer no es ni la mitad de importante que sentir” sería su mantra. Más que instruir y dar a aprender nombres y hechos, defiende que hay que estimular las emociones, el sentido de la belleza, el entusiasmo por lo nuevo y desconocido, las sensaciones de simpatía, compasión o amor. Una vez que hayan surgido las emociones, dice, entonces desearemos el conocimiento sobre el objeto de nuestra conmoción, y cuando lo encontremos entonces tendrá un significado duradero.

Rachel-Carson

Que el asombro es la puerta del saber no es nuevo, pero no lo tenemos muy presente en la actualidad, hemos olvidado ya que es el origen del conocimiento humano. Platón, Aristóteles y otros sabios de la antigüedad lo enunciaron: por nuestros ojos participamos del espectáculo de la estrellas, del sol y de la bóveda celeste y ese espectáculo nos impulsa a investigar el universo. El asombro nos mueve a buscarle una explicación a los fenómenos que tenemos delante, una respuesta a las innumerables preguntas que nos vienen a la mente. El título del libro de Carson es, en ese sentido, doblemente acertado dado que la palabra wonder tiene una doble acepción en inglés, “sorprenderse” y “preguntarse”.

Hay consenso en considerar que el asombro es una capacidad o “sentido” innato en los niños, pero que al crecer se debilita, incluso se pierde, si no se mantiene activo. Y poco lo ejercitamos hoy en día con el escaso tiempo que le dedicamos a visitar la naturaleza y las innumerables horas que ocupamos con nuestros dispositivos tecnológicos. Educadores y terapeutas que defienden el desarrollo integral de la persona y de su creatividad abogan por la necesidad de cultivar la capacidad de asombro ante la belleza natural como parte importante para el desarrollo pleno de los niños y adultos. Rachel Carson vislumbró en la sociedad de los años 50-60 (del pasado siglo) que la tecnología alejaría a la gente de la naturaleza y de la experiencia gratificante de admirarla; como remedio argumenta la necesidad de cultivar y fortalecer este sentido. ¿Cómo adiestrar y robustecer esa capacidad de maravillarnos?

En su libro, Carson sugiere llevar a los niños a explorar la naturaleza y que se lo pasen bien, y se abran a las posibilidades de deleites y descubrimientos que los sentidos les brindan. Nos convence de que todos tenemos múltiples ocasiones de admirar la belleza de la naturaleza que tenemos cercana, basta con estar atentos y abiertos. Revela diversas maneras de maravillarnos en la vida cotidiana,  mirar las nubes y el cielo, escuchar las voces de la tierra, percibir los olores cargados de impresiones y recuerdos… nada de lo que sugiere es del todo nuevo, pero su poderosa prosa poética y su sentida elocuencia inspiran verdad y deseos de seguir sus pasos.

Al final del texto, Rachel Carson se pregunta si conservar el sentido del asombro tiene algo más de valor en nuestras vidas, más allá del disfrute que proporciona la contemplación de la belleza. Su respuesta es la certeza. La certeza en que el sentido del asombro y sobrecogimiento tiene un valor profundo y duradero en la vida interior de las personas:

Aquellos, tanto científicos como profanos, que moran entre las bellezas y los misterios de la Tierra nunca están solos o hastiados de la vida.
El don del sentido del asombro, es un inagotable antídoto contra el aburrimiento y el desencanto de los años posteriores a la niñez, los años de la estéril preocupación por problemas artificiales y del distanciamiento de la fuente de nuestra fuerza.
Aquellos que contemplan la belleza de la tierra encuentran reservas de fuerzas que durarán hasta que la vida termine.
Cualquieras que sean las contrariedades o preocupaciones de sus vidas pueden encontrar el camino que lleve a la alegría interior y a un renovado entusiasmo por vivir.
Hay una belleza tanto simbólica como real en cada manifestación natural, en la migración de las aves, en el flujo y reflujo de la marea, en los repliegues de las yemas preparadas para la primavera.
Hay algo infinitamente reparador en los reiterados estribillos de la naturaleza, la garantía de que el amanecer viene tras la noche, y la primavera tras el invierno.

La profesora de Ética Ambiental Mª Ángeles Martín, en el prólogo del libro, expresa de un modo exquisito el valor de la obra: “El sentido del asombro ayudará a entender no solo a esta mujer, sino la razón que subyace en la denuncia que la ha caracterizado. Este libro es su obra más trascedente y desconocida. Más allá de revelar en su vida las agresiones a la naturaleza, su principal legado fue enseñarnos que no hay mejor manera de preservarla que experimentar su grandeza”.

Tras la lectura de esta pequeña joya literaria naturalista, me reafirmo en mi empeño de potenciar y cultivar el sentido de asombro por los árboles y su mundo. No sólo para conocerlos mejor y cuidarlos sino también porque ese sentimiento nos conecta con la esencia invisible del mundo, con ese flujo que atraviesa toda la naturaleza y nos hace sentirnos parte integrante de la armonía universal.

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1 Rachel Carson. El sentido del asombro. Ediciones Encuentro S.A., Madrid, 2012. Prólogo y traducción de Mª. Ángeles Martín Rodríguez-Ovelleiro.

Escrito por Rosa, jueves 17 de septiembre de 2015.

Web dedicada a la vida y legado de Rachel Carson.
Rachel Carson en Wikipedia.

Árbol de los Deseos

El deseo forma parte de la naturaleza humana. Según el pensamiento occidental, es un motor vital que impulsa nuestra conducta y nos mueve a realizar acciones para satisfacerlo. Cuando se anhela algo con vehemencia, somos capaces de hacer cuanto sea necesario para obtenerlo. El deseo está en el origen de la superación personal, es una pulsión de vida, una fuerza inspiradora que nos lleva a la creatividad.

En cambio, en contextos filosóficos orientales como el budista, el deseo es la causa de todo sufrimiento. Se sufre por no poder alcanzar los deseos. El deseo paraliza y obstaculiza el progreso espiritual.

Los deseos son tan importantes en la vida humana que, tanto en las culturas antiguas como en las actuales, se han desarrollado rituales para pedir que se cumplan. Existe una variedad de tradiciones, laicas y religiosas, para dar forma al acto de pedir que se nos concedan nuestros anhelos. A través del rito, manifestamos los íntimos deseos y dirigimos nuestra petición a Dios u otra divinidad, al cosmos, a las fuerzas de la naturaleza o a la fuerza del destino (según la fe de cada cual), en la confianza de que estos entes ostentan el poder de concederlos.

Quizás no somos conscientes, pero en muchos momentos de la vida cotidiana realizamos pequeños rituales de este tipo: cuando vemos una estrella fugaz, cuando soplamos las velas de cumpleaños, cuando tomamos las doce uvas de Año Nuevo o cuando brindamos por la buena travesía de una nueva aventura personal o profesional. De manera colectiva, está extendida la práctica religiosa de asistir a un templo a realizar plegarias de petición de deseos.

En algunas creencias y culturas el rito consiste en acudir a un árbol, el Árbol de los Deseos, un árbol individual concreto que los devotos creen que tiene el poder de cumplirlos. La petición se realiza mediante ofrendas o notas con los deseos escritos que se cuelgan de sus ramas. El árbol representa así al ”Ser que Concede los Deseos”, ya sea el espíritu de la naturaleza, una deidad o el cosmos mismo. Esta antigua tradición se mantiene en diversas partes del mundo como Japón, China, India y otros lugares; también en Europa permanecen vestigios de ella en algunos enclaves como Escocia e Irlanda.

Imagen de Kalpa Vriksha

Imagen de Kalpavriksha

Hoy en día, el rito del Árbol de los Deseos está resurgiendo con fuerza renovada en la sociedad occidental. Una parábola, una obra de arte (instalación) y un relato infantil nos ilustran la importancia de estos “árboles” en nuestra cultura.

Una parábola

En la mitología india, aparece el “Árbol que Concede los Deseos”, Kalpavriksha en sánscrito (Wish Fulfilling Tree en inglés), un árbol considerado sagrado entre los hindúes. Sobre este Árbol de los Deseos, se cuenta una parábola en los textos antiguos indios de la que se conocen diversas versiones:

Un sofocante día de verano, un viajero caminaba muy cansado a causa del calor. A un lado del camino vio un gran árbol y fue a sentarse junto al tronco para descansar y disfrutar de la sombra. En la fresca sombra del árbol se puso muy contento. Entonces se dijo a sí mismo:
—¡Qué afortunado sería si también pudiera tener un vaso de agua fresca!
Al instante, apareció un jarro con agua. Después de tomar el agua, pensó:
—Ahora ya sacié mi sed, pero cuán feliz sería si aquí hubiera una buena cama, pues este suelo es muy duro y áspero.
De inmediato apareció una suave cama. Entonces pensó:
—Ni en mi casa tengo una almohada ni una cama así. Si mi esposa estuviera aquí y viera esto, ¡qué feliz sería!.
Al momento, también apareció su esposa. Entonces el hombre pensó para sí:
—Estoy en un área remota y cerca de un bosque; podría venir un tigre y devorarme.
En un segundo apareció un tigre y ¡se lo comió!

Dice el gurú Sai Baba (India, 1926-2011) al respecto de esta parábola: “El árbol bajo el cual el hombre se había sentado era el Árbol que Cumple todos los Deseos. Este mundo en que vivimos es un mundo-árbol de los deseos. Estamos sentados bajo su sombra. Si tenemos deseos o pensamientos malos, nos sucederá el mal y, si pensamos bien, el bien nos llegará. Por lo tanto, cuando nuestros pensamientos, sentimientos y acciones son puros, el árbol de los deseos del mundo nos dará las cosas buenas que deseamos. Tanto el bien como el mal vienen solamente de nuestros corazones, nunca vienen del exterior. Es por eso que debemos mantener nuestros corazones tan puros como sea posible”.

En la tradición popular española, contamos con el proverbio de enseñanza semejante “hay que tener cuidado con lo que se desea porque se puede cumplir”.

Una obra de arte

En la actual expansión de los «Árboles de los Deseos» (Wishing Trees, en inglés) en la cultura occidental ha tenido gran influencia la obra de la conocida artista Yoko Ono. Yoko Ono vivió la tradición del Árbol de los Deseos durante su infancia en Japón. Cuenta que, de pequeña, solía ir a un templo y escribir su deseo en una pequeña pieza de papel que después ataba a la rama del Árbol de los Deseos situado en el patio del santuario.

La artista japonesa se adhirió al arte conceptual, en el que el contenido, el mensaje y el estímulo del pensamiento crítico son más importantes que la forma física y el empleo de técnicas de realización. Sus obras (escritura, música, películas, dibujos, instalaciones, etc.) tratan temas como la libertad de pensamiento, la paz, la lucha contra el racismo y el sexismo, o la valoración de las pequeñas grandes sensaciones cotidianas. Su arte se caracteriza por la economía de recursos con la que logra un máximo efecto.

Yoko Ono comenzó a trabajar el motivo del Árbol de los Deseos en la década de 1990 y sigue en la actualidad. En sus exposiciones, aprovecha la presencia de un árbol (que suele estar en los jardines de los museos) para hacer una instalación de arte; deposita papeles y lápices junto al árbol e invita a los asistentes a la instalación a escribir sus deseos en los papeles y colgarlos de las ramas, convirtiéndolo así en un Árbol de los Deseos.

Sus Árboles de los Deseos se han instalado en museos de diversos países como EE UU ( Jardín de las Esculturas del Museo de Arte Moderno de Nueva York, 2010 y en el Museo Hirshhorn de Washington DC, 2007), Reino Unido, Finlandia, India y España (Guggenheim de Bilbao, 2014). En cada país, la artista usa diferentes especies de árboles para sus instalaciones, y una vez concluida la exposición, recolecta todos los deseos proporcionados por los visitantes. El éxito de participación es tal que finalmente ha concebido un destino para ellos. En Reikiavik (Islandia), ha construido la instalación «Torre Imagina La Paz» (Imagine Peace Tower, en inglés), se trata de una torre de 10 metros de radio que emite una columna de luz azul intenso hacia lo hondo del cielo y en su base, en el pozo de los deseos, acoge los deseos expresados por miles de personas de todo el mundo.

Foto de Naomi Sachs del Árbol de los Deseos de Yoko Ono en Washington DC.

Foto de Naomi Sachs del Árbol de los Deseos de Yoko Ono en Washington DC.

El concepto interesante que propone Yoko Ono es la certidumbre de la fuerza del deseo, como energía que mueve y desencadena cambios a favor de su realización. Los deseos reunidos, puestos juntos, conforman una gran plegaria colectiva dirigida al Universo. Aunque ella reúne todos sin distinción –los personales y los colectivos, los más generosos y los menos-, su confianza se sustenta en el ideario que compartió con su fallecido esposo el ex-beatle John Lennon; los deseos globales de paz y de un futuro mejor para la humanidad que quedaron recogidos en la emblemática canción Imagine: «Imagina a todo el mundo viviendo la vida en paz, imagina a todo el mundo compartiendo el mundo…»

Quien desee sumarse a esta plegaria universal Ono-Lennoniana puede hacerlo enviando su expreso deseo a esta dirección.

Un relato infantil

El Árbol de los Deseos (The Wishing Tree), publicado por primera vez en 1964, es el único cuento para niños del escritor estadounidense, Nobel de Literatura, William Faulkner (1897-1962)¹. Situada en el sur de EE UU, la historia cuenta la aventura de la niña Dulci, acompañada de su cuidadora Alice, su hermano pequeño Dicky, su vecino George y su sorprendente amigo pelirrojo Maurice, en busca de El Árbol de los Deseos. Un viejecito peculiar y un soldado, que resulta ser el marido de Alice, se unen a la búsqueda.

wsh1En mitad de un bosque, encuentran un precioso árbol de hojas blancas y cada uno coge una hoja, tan pronto como las tocan, las hojas cambian de color, un color diferente para cada uno, según el color de los deseos de cada cual. A partir de ese momento los deseos comienzan a cumplirse, pero también empiezan a tener deseos egoístas que complican bastante las cosas. Finalmente, después de experimentar las malas consecuencias de los deseos que hacen daño a otros, Dulci y sus acompañantes se dan cuenta del valor de tener deseos que beneficien a todos y no solo a uno mismo.

El relato es fresco, sorprendente, original, con magnífica prosa, humor irónico y trasfondo filosófico moral. Estimula  a reflexionar con pequeños y mayores sobre la naturaleza de nuestros deseos y sus consecuencias, sobre los deseos egoístas y los deseos generosos, sobre los deseos que nos ayudan a crecen y los que entorpecen nuestro buen discurrir por la vida.

Los Deseos del Árbol

El Árbol de los Deseos nos concede los deseos que le pedimos. Pensemos ahora en los propios árboles, ¿tienen deseos? Seguramente sí.

Trato de imaginar que soy un árbol, y me pregunto cuáles serían mis deseos. Si John Lennon hubiera hecho este ejercicio de empatía tal vez hubiera plasmado algunas posibles aspiraciones de los árboles en su célebre canción:

Imagina a todos los árboles
viviendo el día a día,
con abundante tierra y agua,
y con aire limpio.
Imagina a todas las personas y todos los árboles
compartiendo el planeta.
Espero que algún día te unas a nosotros
y el mundo sea uno solo…²

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¹ Faulkner, W. 2010. El Árbol de los Deseos. Traducido por Jose Luis López Muñoz, Alfaguara, Madrid (edición original en inglés de 1964).
² La Declaración de los Bosques de Nueva York proclamada por las Naciones Unidas en 2014 termina con el deseo-compromiso de «un mundo donde las personas y los árboles crezcan juntos».


Escrito por Rosa, jueves 8 de enero 2015.

Fuentes
Parábola india del Árbol de los Deseos, según Sai Baba.

El Árbol de los Deseos en el arte de Yoko Ono.
«Torre Imagina La Paz», Reikiavick (Islandia).
En este blog, post Alcornoque de los deseos.
En este blog, deseos a la Virgen en el post Nuestra Señora del Roble

El bosque que no se ve. Otoño y epílogo

Luces

Las lluvias del otoño humedecen las hojas de los árboles, al aumentar su peso se rompen los ya debilitados pecíolos, lentamente van cayendo en una secuencia suave. El bosque de arces y nogales se va despojando así de su armadura de bronce y oro.

Bajo la lluvia, el biólogo Haskell, bien protegido por su impermeable, observa el bosque y reflexiona ¹. Siente un inesperado placer estético con el cambio otoñal de luces. El interior del bosque se ha vuelto más brillante y el espectro de la luz se ha ampliado. Después del verano, con sus sombras densas y la monotonía de los amarillos y verdes, ha llegado la explosión otoñal de los rojos, morados, azules, naranjas y sus múltiples combinaciones. Este sentimiento placentero lo interpreta como una necesidad inconsciente que tenemos los humanos por disfrutar de una diversidad cambiante de luces y colores.

Los animales del bosque modulan sus conductas para ajustarlas a los cambios de luces. Las aves, como el cardenal rojo (Cardinalis cardinalis), saben utilizar la heterogeneidad de luces y sombras en sus despliegues territoriales. Cuando un macho se expone en una rama iluminada, su plumaje rojo brillante refleja la luz y es bien visible para otros machos. Sin embargo, al saltar a una parte oscura y sombreada de la copa del árbol, parece tener un color apagado y poco visible para los posibles depredadores.

Haskell observa en el mandala cómo una babosa (de la familia Philomycidae) se desliza lentamente por una roca cubierta de musgo. La decoración de líneas color chocolate oscuro sobre un fondo plateado mate la destacan sobre el musgo verde revitalizado por las lluvias. Sin embargo, cuando pasa a la parte de la roca cubierta por líquenes, el efecto cambia dramáticamente y, como por encanto, la forma y el color del animal se funde y confunde con el fondo variegado. Su belleza persiste, pero se transforma en una belleza camuflada en el entorno al que pertenece.

La evolución del camuflaje de los animales y la posibilidad de que se vuelvan «invisibles» en su hábitat natural está constreñida por la complejidad del ambiente visual en el que viven y por la sofisticación y agudeza visual de los depredadores.

En nuestra vida cotidiana, la vista se ajusta a la luz monótona de la pantalla del ordenador o del móvil. Al visitar un bosque en otoño experimentamos el aumento de la intensidad de la luz que penetra el dosel y la explosión cromática que produce en el sotobosque; desde nuestro subconsciente emerge un placer estético. Haskell argumenta que no es una respuesta cultural, sino que nuestra sensibilidad a los tonos, coloridos e intensidades de la luz está ligada a nuestra herencia evolutiva, como habitantes ancestrales de los bosques.

Pyrus leaves

El mundo subterráneo

Tumbado en el suelo del bosque, en unos de los bordes del mandala, Haskell investiga el mundo húmedo y oscuro bajo la hojarasca. Va retirando las hojas superficiales de robles, arces y nogales, todavía reconocibles y escarba un poco. Un olor intenso se desprende del material vegetal en descomposición. Al aroma agradable de hongos frescos se une un olor general a tierra húmeda, un indicador de un suelo sano.

A lo largo del año el suelo del bosque se comporta como un vientre que respira, se hincha durante la rápida inhalación otoñal (con el aporte de las hojas) y a continuación se va hundiendo lentamente a medida que la fuerza vital va permeando en el interior del cuerpo del bosque.

Mediante el olfato podemos detectar las moléculas que emiten los microbios del suelo; ese invisible mundo microscópico. Entre ellos, las actinobacterias tienen un papel fundamental en la degradación de los compuestos orgánicos y en el ciclado del carbono (además de ser la fuente natural de diversos tipos de antibióticos). Tienen la particularidad de emitir un compuesto volátil (geosmina) que asociamos al olor a «tierra mojada» y al que nuestro olfato es muy sensible; capaz de detectar niveles de una parte por billón. Haskell se pregunta si quizás nuestra historia evolutiva de recolectores y cultivadores de la tierra ha enseñado a nuestro olfato a reconocer una tierra sana y productiva; vinculando de esta forma nuestro subconsciente a los microbios del suelo que definen el nicho ecológico humano.

También existe toda una biodiversidad visible a través de la ventana abierta por Haskell al interior de la hojarasca, aunque son criaturas minúsculas. Los micelios (filamentos de los hongos) de color blanco radiante forman una retícula sobre las hojas negras. Diminutos chinches rosados, arañas naranjas y colémbolos blancos se mueven entre los restos vegetales oscuros. Un ápice radical de alguna planta queda al descubierto entre la hojarasca. De la raicilla emergen pelos delicados a través de los cuales la planta explora el suelo para absorber agua y nutrientes. Pero las raíces finas también secretan al suelo azúcares, lípidos y proteínas formando una capa gelatinosa a su alrededor (la rizosfera) donde se concentra la mayor densidad microbiana del suelo.

En realidad, las raíces no existen de forma independiente sino que están casi siempre asociadas a diversos tipos de hongos formando las micorrizas. La planta proporciona azúcares y otras moléculas complejas al hongo, mientras que el hongo, a través de sus hifas, le suministra agua y minerales, en particular fosfatos, a las raíces de la planta. Esa unión de planta y hongo (la micorriza) se puede considerar como una unidad biológica funcional.

Además, los hongos pueden servir como conductos de comunicación entre plantas. El átomo de carbono que una hoja de arce toma del aire, es fijado e incorporado en una molécula de azúcar; puede luego ser transportado a las raíces y donado a un hongo de la micorriza que a su vez lo puede usar o pasarlo a la raíz de un nogal. No se conoce bien el funcionamiento de esta red subterránea de interconexiones entre las plantas del bosque. De este modo, las plantas compiten (por la luz y los nutrientes) pero también comparten.

Existen evidencias fósiles que apoyan que las primeras plantas que colonizaron la tierra tenían ya micorrizas. La fuerza de esta simbiosis planta-hongo permitió el avance evolutivo de las plantas para colonizar y extenderse por toda la superficie terrestre. La economía natural es una historia de progreso individual y también de solidaridad.

Nuestra percepción principalmente visual y nuestro gran tamaño nos proporciona una perspectiva sesgada de la realidad natural del bosque. Ignoramos la gran complejidad y biodiversidad del mundo subterráneo. La muerte es la principal aprovisionadora de comida para este mundo. Todos los organismos terrestres, los animales y las plantas (sus hojas y troncos), estamos destinados a pasar a través del inframundo oscuro y a alimentar a otras criaturas. Al ser «enterrados» alimentamos la maquinaria de la vida y nuestras moléculas se reintegran a la tierra.

Poplar litter

Redes de sonidos y de compuestos volátiles

Una mañana de otoño Haskell permanece sentado junto al mandala, inmóvil durante más de una hora. Siente la brisa y la calma del bosque. Un ciervo se acerca a pocos metros sin notar su presencia, al verlo emite varios resoplidos de alarma y huye dando saltos. La voz de alarma se propaga en el silencio del bosque, unas ardillas y más lejos un tordo se hacen eco emitiendo sus propios sonidos de alarma. Existe una red acústica que conecta a los mamíferos y aves del bosque dándoles aviso de la existencia y localización de las posibles amenazas. Haskell recapacita que la mayor parte del tiempo que pasa sentado o paseando por el bosque está inmerso en sus propios pensamientos y ajeno a los sonidos que oye. Hace falta un ejercicio de voluntad para traernos al presente, a escuchar nuestros sentidos y desconectarnos, por un momento, del ruido interior de nuestras mentes.

Las plantas del bosque tienen una red de señales de alarma que no podemos percibir. Cuando una hoja es dañada, la planta sintetiza compuestos químicos de defensa. Algunos de estos compuestos son volátiles y se dispersan por el aire. Estas moléculas pueden llegar a la hoja de una planta vecina, entrar por los estomas y activar los mismos genes que ordenan la síntesis de compuestos químicos de defensa. A través de esta comunicación química, mediante los compuestos volátiles, una planta puede estar prevenida para el ataque de los insectos y volverse menos vulnerable.

El aire del bosque está repleto de una variedad de compuestos volátiles producidos por las plantas. Algunos son reconocibles por nuestro olfato y los denominamos aromas o perfumes. Pero la mayoría de las moléculas del aire del bosque son inhaladas y se disuelven directamente en nuestra sangre, pasando al cuerpo y a la mente sin que seamos conscientes. Muchos sentimos un gran bienestar cuando paseamos por un bosque y lo achacamos al placer estético y cultural. En Japón, este efecto sanador del bosque está reconocido como una práctica saludable y se denomina shinrin-yoku (tomar el aire del bosque). En los últimos años médicos japonenses han comprobado de forma científica el efecto beneficioso de respirar el aire del bosque, en particular reduce los riesgos de enfermedades coronarias, y se investiga cuáles son los compuestos químicos responsables.

La última tarde del año

En la última tarde del año Haskell visita el mandala. Después de observar la puesta de sol, escucha atento los sonidos de algunas aves mientras se acomodan en sus dormideros; más tarde oye el ulular de un búho, y luego el silencio.

Después de haber visitado durante todo el año el mandala y haber estado sentado en silencio durante horas, siente que el bosque está más cerca de sus sentidos, de su intelecto y de sus emociones; un sentimiento de pertenencia.

Pero al mismo tiempo, después de sus largas horas de observación, reconoce la enormidad de su ignorancia sobre los seres del bosque y sus relaciones. También siente su irrelevancia. La vida del bosque nos trasciende, no somos necesarios para que siga su curso. Aunque esta independencia de la vida del mandala le llena de alegría.

Epílogo

En el Epílogo del libro, Haskell reflexiona sobre nuestra desconexión, cada vez mayor, del mundo natural. Pero también reconoce que vivimos en una época maravillosa para los naturalistas. Nunca hemos tenido tantas herramientas como las guías, los documentales, las bases de datos de imágenes y sonidos, y toda la información accesible en internet.

Con este libro, Haskell anima a otros a explorar sus propios mandalas. No es necesario que sea un bosque maduro. Una de sus enseñanzas es que nosotros creamos sitios maravillosos al prestarles nuestra atención, no tenemos que esperar a encontrar bosques vírgenes que nos desvelen sus maravillas.

Termina con dos recomendaciones para observar el mandala. 1) Dejar atrás las expectativas, poner entusiasmo y tener los sentidos abiertos. 2) Ejercitar la atención de la mente al momento presente; buscar los detalles sensoriales, los sonidos, aromas, formas y colores.

Y una confesión: «observando el bosque, he llegado a verme a mí mismo con mayor claridad».

Bosque de Shakerag Hollow en Sewanee, Tennessee, EEUU, donde está el mandala. Autor: David Haskell.

Bosque de Shakerag Hollow en Sewanee, Tennessee, EEUU, donde está el mandala. Autor: David Haskell.

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¹ El biólogo y escritor David Haskell visitó periódicamente durante un año un mandala virtual en un bosque de Tennessee (EEUU), donde observó los cambios con las estaciones en la historia natural de los habitantes del bosque. Con sus anotaciones de naturalista y las reflexiones como humanista publicó el libro The Forest Unseen. En este blog he reseñado anteriormente los pasajes de invierno, primavera y verano.
La Academia Nacional de las Ciencias de EEUU ha concedido a este libro el Premio de Comunicación 2013 en reconocimiento a la excelencia en la divulgación de ciencia.

 

Escrito por Teo, jueves 26 de diciembre 2013.

 

Entrada sobre el verano en el libro de Haskell
Entrada sobre la primavera en el libro de Haskell
Entrada sobre el invierno en el libro de Haskell
El libro The Forest Unseen publicado por el grupo Penguin
El blog de David Haskell

El bosque que no se ve. Verano

Durante el verano, el dosel del bosque se va llenando de hojas que se superponen y compiten por aprovechar al máximo la energía solar. Como consecuencia, los habitantes del sotobosque se encuentran con un ambiente fresco y sombrío.

El biólogo David Haskell comenta en su libro cómo la humedad y la temperatura en el bosque que visita con regularidad han aumentado en verano y le resulta más fatigoso su paseo hasta el mandala*. El suelo se encuentra cubierto de plantas marchitas, las «efímeras de primavera», que han completado su ciclo antes de que el crecimiento de las hojas en las copas de los árboles les privara de «los fotones portadores de vida». Sin embargo quedan plantas verdes, que son especialistas en vivir en la sombra y aprovechar la poca luz que les llega. Entre ellas destacan los helechos, como el helecho de Navidad (Polystichum acrostichoides) que mantiene sus frondes verdes durante el invierno y fue utilizado por los colonos europeos para decorar las fiestas navideñas.

Acercando su lupa a uno de los frondes fértiles, Haskell describe con detalle los esporangios y su mecanismo para dispersar las esporas. Tienen estructuras celulares que por movimientos higroscópicos funcionan como pequeñas catapultas. Al incidir un rayo de sol directamente en un fronde maduro produce una evaporación rápida de las células y dispara el mecanismo lanzando las esporas «como palomitas de maíz». De esta forma, las esporas son dispersadas en los días secos, cuando tienen más probabilidad de ser transportadas por corrientes de aire y colonizar nuevos sitios.

La espora no es como una semilla, no da lugar directamente a un nuevo helecho, sino que tiene un ciclo complejo. Para empezar, solo tiene la mitad de la información genética de la madre, es haploide. Primero germina y forma un «gametofito», de forma plana y acorazonada, no mayor que la uña de un dedo. En este gametofito, que realiza fotosíntesis y vive de forma independiente, se producen las células masculinas y femeninas. Las células espermáticas tienen flagelos y nadan atraídas por señales químicas emitidas por los órganos femeninos. La fecundación de la ovocélula origina un «esporofito», con toda la información genética (diploide), que crece, se desarrolla y se independiza como un nuevo helecho. La dependencia del agua en esta fase sexual, en cierto modo «escondida» (de ahí el nombre botánico de criptógama para este tipo de plantas), limita la distribución de los helechos a los hábitats húmedos, como los que se encuentran en los bosques templados de Norteamérica.

La sombra densa de las copas de los árboles no es homogénea. La atraviesan destellos intensos de rayos del sol (sunflecks) que iluminan el suelo del bosque  y se desplazan  siguiendo el movimiento aparente del sol. Una planta del sotobosque suele recibir esta iluminación solar directa durante unos 10 minutos antes de ser cubierta de nuevo por «la manta de sombra». En general las especies adaptadas a la sombra son eficaces aprovechando estos destellos que les permiten sobrevivir en un ambiente de oscuridad. Pero también pueden ser sensibles a la fotoinhibición y sufrir daños en el aparato fotosintético. Una forma de esquivar este exceso repentino de energía, que puede ser pernicioso, es desplazar los cloroplastos (orgánulos con la maquinaria fotosintética) a la parte interna de la célula y volverlos de espalda al sol; cuando pasa el destello, los cloroplastos vuelven a la parte superior para seguir captando la débil luz del bosque.

El lento desplazamiento de los destellos de luz solar a través del bosque es seguido por avispas y moscas que parecen danzar frenéticas en un círculo de luz. Sentado en su observatorio del mandala, Haskell también es alcanzado por uno de esos destellos de luz. Inmóvil, siente el aumento de energía incidente que le produce gotas de sudor por la cara y el cuello. Una respuesta corporal muy diferente a la de las avispas que agitan las alas frenéticas para refrigerarse y mantener el balance de calor. Una vez pasado el destello, reconoce que sus sentidos han cambiado y mirando al fondo del bosque no lo ve como una sombra uniforme sino como «constelaciones que se mueven por un cielo oscuro».

Aliseda_Guadiato_verano

Interior de una aliseda en la Sierra de Córdoba.

La abundancia de la vida animal del bosque es más manifiesta durante el verano. Las llamadas y cantos de las aves suenan por todas partes. El aire es atravesado por zumbidos de abejas, avispas y mosquitos. Entre la hojarasca y por los troncos se cruzan hileras de hormigas, mientras que las arañas y garrapatas acechan a sus presas.

Una hembra de mosquito se posa sobre el dorso de la mano de Haskell. Movido por la curiosidad, observa con la lupa cómo el insecto, una hembra del género Culex, examina su piel y elige un punto donde clavar su estilete. Siente el pinchazo y en pocos segundos comprueba que unos dos miligramos de su sangre pasan al abdomen del mosquito que se hincha y torna de color rojo rubí. Es consciente que probablemente el mosquito lleve en sus glándulas salivares «esporozoítos» de la malaria aviar, que infecta a una tercera parte de las aves del bosque, pero no afecta a humanos. Sin embargo, hasta comienzos del siglo XX el parásito de la malaria (humana) sí era transmitido por mosquitos en el Sur de los Estados Unidos. Precisamente, la Universidad de Sewanee, donde trabaja, fue ubicada en las mesetas de Tennessee para escapar de la malaria que era más común en las zonas bajas. También es verdad que, con la introducción reciente del virus del Nilo Occidental, existe un cierto riesgo de que el mosquito lo transmita de córvidos a humanos, provocando fiebres, convulsiones y en ocasiones la muerte. Pero el biólogo asume los riesgos, satisface su curiosidad naturalista y termina con la reflexión de que los átomos de su sangre han pasado a la hembra de mosquito, estableciendo una conexión física con el resto de la naturaleza del bosque.

Otro día, sentado junto al mandala, Haskell encuentra una garrapata inmóvil en una ramita cerca de su rodilla. Venciendo su repulsión instintiva, acerca la lupa y la observa. Se trata de una hembra de garrapata estrella solitaria (Amblyomma americanum). Describe con detalle su comportamiento de cazadora, la espera durante días o semanas a que pase una presa, la capacidad de obtener agua de la humedad del aire, la forma de adherirse a la piel mientras se alimenta de sangre durante varios días, la atracción mediante feromonas a machos que la fecundan mientras ella come insaciable. A pesar de la tentación de repetir el experimento de donación de sangre que hizo con la hembra de mosquito, Haskell lo evita porque en este caso sí existe una probabilidad alta de que la garrapata sea portadora de bacterias patógenas que puedan causar enfermedades como ehrlichiosis, tularemia, «dermatitis sureña asociada a garrapata» (un tipo de borreliosis) o babesiosis (parecida a la malaria).

En las noches cálidas de verano las luciérnagas embellecen el bosque con sus misteriosos juegos de luces. Al atardecer, un macho de luciérnaga (posiblemente del género Photuris) realiza cortos vuelos sobre el mandala emitiendo destellos de luz verde. Se para en una rama, apaga la luz y observa. Cuando una hembra (que no tienen alas) le responde desde algún lugar del suelo establecen una «conversación» de señales luminosas y luego se aparean. Cada especie tiene un ritmo y una duración de los destellos característicos. Las hembras de Photuris, una vez fecundadas, cambian la secuencia de sus destellos y atraen machos de otras especies que le sirven de alimento. Al devorarlos también incorporan sus moléculas tóxicas que utilizan como defensa química.

La «linterna» con la que las luciérnagas iluminan desde el extremo de su abdomen es un prodigio de la evolución. A partir de unas moléculas de luciferina, por acción de la enzima luciferasa y oxígeno se produce luz. La regulación de los destellos la realiza con una señal de los nervios y la acción del óxido nítrico sobre las mitocondrias que rodean a las moléculas de luciferina. Materiales que forman parte de los tejidos normales de los insectos son ensamblados de una forma singular en el abdomen de las luciérnagas para emitir luz y así los convierten en «duendecillos del bosque». Cuando en las noches de verano los niños se divierten persiguiendo luciérnagas, no corren detrás de insectos sino que juegan a atrapar luces, maravillas.

Los días se van acortando a medida que se aproxima el equinoccio de otoño. El bosque se llena de nuevos sonidos de aves que vienen del norte. La mayoría proviene del extenso bosque boreal que se extiende desde Alaska hasta Maine (NE de EEUU), por todo Canadá, con unos 5,2 millones de km2. Destaca el grupo de los parúlidos (warblers), pequeños paseriformes insectívoros, con unas 27 especies y un efectivo estimado de unos 600 millones de aves que al terminar su cría en el bosque boreal se desplazan a finales de verano hacia el sur, hacia México, Caribe y América Central.

Después de comer y descansar durante el día en el bosque que rodea el mandala, las pequeñas aves seguirán su vuelo hacia el sur durante la noche. Se orientarán por las estrellas, reconocerán la disposición de las montañas y detectarán las líneas invisibles de los campos magnéticos terrestres. Dos veces al año, durante las migraciones de invierno-primavera y de final de verano-otoño, el bosque del mandala se ve atravesado por el flujo viviente de miles de pequeñas aves. Se repite un nexo vivo y antiguo que conecta los bosques boreales con las selvas tropicales.
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* El biólogo y escritor David Haskell visitó periódicamente un mandala en un bosque de Tennessee (EEUU), donde observó los cambios con las estaciones en la historia natural de los habitantes del bosque. Con sus anotaciones de naturalista y las reflexiones como humanista publicó el libro The Forest Unseen. En este blog he reseñado anteriormente los pasajes del invierno y de la primavera.

Escrito por Teo, jueves 29 de agosto 2013.

Entrada sobre la primavera en el libro de Haskell
Entrada sobre el invierno en el libro de Haskell
El libro The Forest Unseen publicado por el grupo Penguin
El blog de David Haskell
Importancia del bosque boreal para las aves