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Senderos que atraviesan el bosque

Caminar, andar, pasear, deambular o vagar por el bosque es un buen ejercicio para el cuerpo y una inspiración para la mente. Hay diversas formas de transitar por el bosque, la elección dependerá de nuestra preparación física, de la estación del año, del tiempo que tenemos disponible, del estado de ánimo o del objetivo que nos mueve, que puede ser el afán de conocer o el simple placer de pasear. Algunos caminantes singulares han dejado por escrito sus experiencias, reflexiones y sentimientos, después de internarse en el bosque.

La caminata de Bryson

El gran Sendero de los Apalaches, en Norteamérica, es un reto y una oportunidad para pasar varios meses caminando a través de bosques. Comienza en las Montañas Springer de Georgia y recorre unos 3.500 km hacia el norte, hasta llegar al Monte Katahdin, en Maine; en su mayor parte discurriendo por bosques y zonas naturales.

Cada primavera unos 2.500 senderistas comienzan el sendero en Georgia; después de cinco a siete meses, y de haber caminado unos cinco millones de pasos, la cuarta parte llegan exhaustos pero felices a Maine. Algunos tienen más prisa, como el «ultramaratoniano» Scott Jurek quien batió el récord en 2015, completando el recorrido en 46 días, 8 horas y 8 minutos (corriendo a una media de 76 Km diarios). Tuvo la infeliz ocurrencia de celebrarlo con champán en la cima del monte Katahdin; los rigurosos guardas del parque le pusieron dos multas, una por beber alcohol en el espacio natural y otra por arrojar basura, al regarlo todo con el líquido espumoso.

Bill_Bryson_A_Walk_In_The_WoodsEl escritor anglo-americano Bill Bryson (nacido en 1951) narró su experiencia caminera por el Sendero de los Apalaches en el libro Un paseo por el bosque (A Walk in the Woods) [1]. Aunque no completó el Sendero (a pesar de caminar sus buenos 1.400 km), nos describe con amenidad el ambiente senderista, con sus penas y alegrías, y retrata con ironía los paisajes y las costumbres americanas. Además, como buen divulgador (su obra más famosa es Una muy breve historia de casi todo), cuenta historias de temas muy diversos.

Una de las razones que lo impulsó a empezar la aventura fue la singularidad e importancia de los bosques, y su estado crítico.

Los Apalaches albergan uno de los bosques de frondosas más grandes del mundo, una reliquia del que fue el bosque más rico y diverso de la zona templada, y ese bosque está en peligro. Con el cambio climático se podría transformar en una sabana. Los árboles ya se están muriendo de una forma misteriosa y alarmante. Los olmos y los castaños americanos hace tiempo que desaparecieron, las majestuosas tsugas y los cornejos floridos se están acabando, y las píceas rojas, abetos de Fraser, nogales americanos, serbales y arces azucareros puede que les sigan. Si se quiere conocer esta naturaleza singular, tiene que ser ahora, antes de que sea demasiado tarde.

Pero caminar durante meses, varios miles de kilómetros, es una prueba física y mental no apta para cualquiera. Según Bryson, el americano medio camina a la semana solo dos kilómetros, es decir 350 m al día, cuando se mueve por la casa, en el centro comercial o la oficina; porque a todas partes va en coche.

Al principio, caminar fue un sufrimiento.

Fue un infierno. Los primeros días de caminar siempre lo son. Estaba en baja forma. La mochila pesaba demasiado. Cada paso era una lucha.

Poco a poco, andar se fue convirtiendo en una actividad llevadera, casi automática.

Caminamos milla tras milla, a través de bosques oscuros, profundos y silenciosos. Por un sendero de 46 cm de ancho, marcado a intervalos con rectángulos color blanco reflectante en los troncos grises. Caminar y caminar.
Caminando, el tiempo deja de tener sentido. Te desplazas en un tedio tranquilo, sereno, más allá de la exasperación. No tienes prisa porque no vas a ninguna parte. Por mucho que camines, siempre estás en el mismo sitio: en el bosque. El bosque es una singularidad sin límites.
La mayor parte del tiempo no piensas. No hace falta. Caminas como en un estado zen en movimiento, tu cerebro es como un globo atado con cuerdas que acompaña a tu cuerpo. Caminar durante horas y kilómetros se vuelve automático, algo tan inconsciente como respirar.
Yo solamente caminaba. Era muy feliz.

Bryson cita el famoso cuadro Almas gemelas (Kindred spirits, 1849) como un ejemplo de la visión romántica de los paisajes salvajes y dramáticos de los Apalaches. El autor, Asher Brown Durand (1796-1886), representó al poeta Bryant y al pintor Cole sobre una roca prominente, dominado un paisaje de bosques, ríos, cascadas y montañas: reflejando así su pasión compartida por el paisaje y la naturaleza. En un tronco de abedul aparecen grabados sus nombres; acción que habría indignado a los gestores actuales del Sendero de los Apalaches que tienen como consigna «no dejes rastro» (leave no trace) de tu paso por los espacios naturales.

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Aunque a veces esta visión romántica, idealizada, del bosque no se corresponde con la realidad del caminante. Cuando lleva bastante tiempo andando entre árboles, se puede sentir desconcertado y agobiado.

Los bosques no son espacios como los otros; son cúbicos. Los árboles te rodean, se ciernen sobre ti, te presionan por todos lados. Los bosques te bloquean las vistas, y te dejan desorientado y sin referencias. Te hacen sentirte pequeño, confuso y vulnerable, como un niño pequeño perdido entre una multitud de piernas extrañas. Si estás en un desierto o en una pradera, sabes que estás en un gran espacio amplio. Entras en un bosque y solo lo sientes. Son lugares vastos, homogéneos y desconocidos. Y están vivos.

Vivos y llenos de vida. A pesar del exterminio local del puma (el último fue matado en 1920) y de otras especies, en una porción de bosque de los Apalaches (de unos 26 km2) se estima que pueden habitar 5 osos, 30 zorros, 470 ciervos, 63.500 ardillas y 220.000 ratones y otros pequeños roedores; teniendo en cuenta solo los mamíferos. Sin duda, los osos son los principales protagonistas del Sendero de los Apalaches.

Para ellos los humanos son criaturas con sobrepeso y gorras de béisbol que esparcen grandes cantidades de comida sobre mesas de madera. Gritan y salen corriendo a por la cámara de video en cuanto el viejo Señor Oso aparece, se sube a la mesa y devora la ensaladilla y el pastel de chocolate.

El caminante se siente inmerso durante días, semanas, meses en el gran cosmos del bosque.

Cuando estás en el Sendero, el bosque es tu infinito y entero universo. Es todo lo que experimentas día tras día. Eventualmente es todo lo que puedes imaginar. Desde luego eres consciente que en alguna parte, en el horizonte, hay ciudades, fábricas y autopistas, pero en esta parte del país donde los bosques cubren el paisaje tan lejos como la vista alcanza, el bosque manda.

Al final de la caminata, Bryson hace balance de su experiencia.

Tenía sentimientos contradictorios: estaba aburrido del sendero, pero cautivado por él; me sentía exhausto por el esfuerzo interminable, pero a la vez constantemente estimulado; cansado ya del bosque infinito, pero a la vez admirado de que no tuviera fin; disfrutaba de poder escapar de la civilización pero añoraba la comodidad. Todo junto, al mismo tiempo, en cada momento, dentro y fuera del sendero.

El paseo de Walser

Muy diferente es el sendero poético por un bosque de las montañas suizas que el escritor Robert Walser (1878-1956) nos anima a compartir.

Llegué poco después, caminando tranquilo bajo el suave y cálido aire, a un bosque de abetos por el que serpenteaba un por así decirlo sonriente camino, de pícaro encanto, que seguí con placer.
En el interior del bosque reinaba el silencio como en un alma humana feliz, como en el interior de un templo, como en un palacio y en castillos de cuentos hechizados y soñados, como en el castillo de la Bella Durmiente, donde todo duerme y calla desde hace cientos de largos años.
Había tal solemnidad en el bosque que imaginaciones grandiosas y bellas se apoderaban por sí solas del sensible paseante. ¡Qué feliz me hacían el dulce silencio y la tranquilidad del bosque!

Era una forma sensible de entrar en el bosque, caminando tranquilo, con los sentidos y la mente abierta.

Robert Walser paseando.

Robert Walser paseando.

Walser fue poeta, escritor y paseante dedicado. En su breve relato titulado El Paseo [2], una joya literaria, defendía con pasión esta actividad.

Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando.

Pero advierte al paseante, que debe tener una cierta actitud y disposición de entrega.

Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene que pasear no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo.
Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresadamente y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo, sus quejas, necesidades, carencias y privaciones.

En su paseo por el bosque, Walser sintió ese deseo de disolverse y fundirse con él, de desaparecer, de llegar a ser nadie.

Estar muerto aquí, y ser enterrado sin llamar la atención en la fresca tierra del bosque, tendría que ser dulce. Sería hermoso tener en el bosque una tumba pequeña y tranquila. Quizás oyera el canto de los pájaros y el susurrar del bosque sobre mí. Lo desearía.

Walser murió en «acto de servicio», paseando solitario por el bosque, el día de Navidad de 1956.

La quietud de Haskell

En el nordeste de América, no muy lejos del sendero de los Apalaches, David Haskell nos enseña otra forma de deambular, que no es física sino mental. Elige un pequeño retazo de bosque, con una roca plana donde sentarse con cierta comodidad, y armado de una lupa, un binocular, un cuadernos de notas, una paciencia y curiosidad inagotables, pasa horas observando y divagando. Durante un año visita periódicamente ese «mandala», esa ventana virtual en el corazón del bosque, mira, escucha, anota, piensa, se pregunta sobre las señales y los misterios que le va desvelando el bosque.

Haskell es profesor de Biología en la Universidad del Sur (Sewanee, Tennessee), y en su biblioteca indaga, se documenta y busca respuestas y explicaciones sobre lo que observa en el bosque. El resultado de sus observaciones y divagaciones intelectuales es el libro El Bosque que no se ve (The Forest Unseen) [3]. «A través del año el bosque fue marcando los temas y el guión; yo lo seguía, garabateando mis pensamientos», confiesa el biólogo y escritor.

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Vista del bosque de Tennessee. Foto: D. Haskell.

A veces son impresiones sensoriales bellas e intensas.

Una mancha de color melocotón se extiende por la oscuridad en el este del horizonte, después toda la bóveda celeste se ilumina y pasa de la oscuridad a la luminosidad pálida. Dos notas repetidas resuenan en el ambiente; la primera es clara y aguda, la segunda es más grave y enfática. Los herrerillos bicolores siguen con su ritmo binario cuando un carbonero de Carolina se arranca con una melodía silbada, cuatro notas que caen y se levantan como si dieran cabezadas.

Así comienza el capítulo Aves al amanecer en el que Haskell, quien ha llegado al mandala del bosque antes del alba, va describiendo los cantos y el comportamiento de hasta 21 especies de aves, que componen el espectáculo sonoro conocido como “coro del alba”. Avanza la mañana y avanza el capítulo hasta terminar con el chip metálico del cardenal rojo, los glugluteos de los pavos silvestres, y una divagación trascendentalista.

El encanto del amanecer en abril es una red de energía que fluye. En un extremo sujeta a la red la materia que el sol ha convertido en energía, y en el otro extremo lo hace la energía que nuestra conciencia ha convertido en belleza.

Otra veces las interesantes divagaciones son intelectuales y emocionales, fruto del conocimiento estimulado por ese bosque que no se ve, pero se intuye.

Nosotros también formamos parte de la red química del bosque. Cuando paseamos por un bosque, los compuestos químicos volátiles emitidos por las plantas entran en nuestros pulmones y pasan al torrente sanguíneo, se ligan a nuestros nervios y nos producen una sensación de bienestar. Esta interpenetración química puede explicar en parte nuestra afinidad por la naturaleza. En lo más profundo de nuestros cuerpos, nuestros nervios se ven recompensados por la participación en la comunidad del bosque.
Los aficionados al bosque saben muy bien que los árboles afectan a la mente. Los japoneses le han puesto nombre a esa sabiduría y la han convertido en una práctica, shinrin-yoku, tomar el aire del bosque.

La quietud y el silencio es esencial para integrarse en la vida del bosque, para poder observar y divagar, sin perturbarla.

El ruido que hacemos los humanos, charlando y riendo mientras caminamos por el bosque, espanta a mucho animales y, de una forma más sutil, cambia los patrones de comunicación entre los animales que no huyen.
Sentado durante horas intenté sumergirme en la red del bosque. Mientras escuchaba, oí a los animales escucharse unos a otros. Aprendí a distinguir que venían senderistas por el camino del bosque, escuchando las oleadas de llamadas de alerta de los animales, muchos minutos antes de que escuchara el sonido de sus voces.

Mientras Haskell, en su quietud despierta y vigilante, se funde con el bosque y deambula mentalmente, a unos 200 km hacia el este, en las montañas Springer del vecino estado de Georgia, una peregrinación de senderistas inicia con ilusión la gran travesía hacia el norte, por el Sendero de los Apalaches.

La caminata esforzada de Bryson, el paseo poético de Walser o el deambular zen de Haskell son diferentes senderos que nos llevan a disfrutar del bosque y a conocernos mejor a nosotros mismos.
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[1] Bill Bryson (1997) A Walk in the Woods. He leído y traducido la edición de 2015 publicada por Black Swan. Existe versión en español: Un paseo por el bosque, RBA, traducción de Pablo Álvarez Ellacuría.
[2] Robert Walser (1917) Der Spaziergang. Versión en español El paseo, Siruela, 2014. Traducción de Carlos Fortea.
[3] David G. Haskell (2012) The Forest Unseen. Versión en español, En un metro de bosque. Un año observando la naturaleza, Turner, 2014. Traducción de Guillem Usandizaga.

 

Escrito por Teo, jueves 16 junio 2016.

Enlaces
Página oficial del Sendero de los Apalaches

Noticia del ultramaratoniano que batió el récord y fue multado en los Apalaches

Página oficial de Bill Bryson

Edición española de El Paseo por Robert Walser en Siruela

Robert Walser, el poeta que prefería ser nadie, por Jaime Fernández

Blog de David Haskell

Página web del libro The Forest Unseen por David Haskell

Artículo de Haskell en el blog del Scientific American

Reseñas en este blog sobre el libro de Haskell, The Forest Unseen
Invierno
Primavera
Verano
Otoño

El bosque que no se ve. Otoño y epílogo

Luces

Las lluvias del otoño humedecen las hojas de los árboles, al aumentar su peso se rompen los ya debilitados pecíolos, lentamente van cayendo en una secuencia suave. El bosque de arces y nogales se va despojando así de su armadura de bronce y oro.

Bajo la lluvia, el biólogo Haskell, bien protegido por su impermeable, observa el bosque y reflexiona ¹. Siente un inesperado placer estético con el cambio otoñal de luces. El interior del bosque se ha vuelto más brillante y el espectro de la luz se ha ampliado. Después del verano, con sus sombras densas y la monotonía de los amarillos y verdes, ha llegado la explosión otoñal de los rojos, morados, azules, naranjas y sus múltiples combinaciones. Este sentimiento placentero lo interpreta como una necesidad inconsciente que tenemos los humanos por disfrutar de una diversidad cambiante de luces y colores.

Los animales del bosque modulan sus conductas para ajustarlas a los cambios de luces. Las aves, como el cardenal rojo (Cardinalis cardinalis), saben utilizar la heterogeneidad de luces y sombras en sus despliegues territoriales. Cuando un macho se expone en una rama iluminada, su plumaje rojo brillante refleja la luz y es bien visible para otros machos. Sin embargo, al saltar a una parte oscura y sombreada de la copa del árbol, parece tener un color apagado y poco visible para los posibles depredadores.

Haskell observa en el mandala cómo una babosa (de la familia Philomycidae) se desliza lentamente por una roca cubierta de musgo. La decoración de líneas color chocolate oscuro sobre un fondo plateado mate la destacan sobre el musgo verde revitalizado por las lluvias. Sin embargo, cuando pasa a la parte de la roca cubierta por líquenes, el efecto cambia dramáticamente y, como por encanto, la forma y el color del animal se funde y confunde con el fondo variegado. Su belleza persiste, pero se transforma en una belleza camuflada en el entorno al que pertenece.

La evolución del camuflaje de los animales y la posibilidad de que se vuelvan «invisibles» en su hábitat natural está constreñida por la complejidad del ambiente visual en el que viven y por la sofisticación y agudeza visual de los depredadores.

En nuestra vida cotidiana, la vista se ajusta a la luz monótona de la pantalla del ordenador o del móvil. Al visitar un bosque en otoño experimentamos el aumento de la intensidad de la luz que penetra el dosel y la explosión cromática que produce en el sotobosque; desde nuestro subconsciente emerge un placer estético. Haskell argumenta que no es una respuesta cultural, sino que nuestra sensibilidad a los tonos, coloridos e intensidades de la luz está ligada a nuestra herencia evolutiva, como habitantes ancestrales de los bosques.

Pyrus leaves

El mundo subterráneo

Tumbado en el suelo del bosque, en unos de los bordes del mandala, Haskell investiga el mundo húmedo y oscuro bajo la hojarasca. Va retirando las hojas superficiales de robles, arces y nogales, todavía reconocibles y escarba un poco. Un olor intenso se desprende del material vegetal en descomposición. Al aroma agradable de hongos frescos se une un olor general a tierra húmeda, un indicador de un suelo sano.

A lo largo del año el suelo del bosque se comporta como un vientre que respira, se hincha durante la rápida inhalación otoñal (con el aporte de las hojas) y a continuación se va hundiendo lentamente a medida que la fuerza vital va permeando en el interior del cuerpo del bosque.

Mediante el olfato podemos detectar las moléculas que emiten los microbios del suelo; ese invisible mundo microscópico. Entre ellos, las actinobacterias tienen un papel fundamental en la degradación de los compuestos orgánicos y en el ciclado del carbono (además de ser la fuente natural de diversos tipos de antibióticos). Tienen la particularidad de emitir un compuesto volátil (geosmina) que asociamos al olor a «tierra mojada» y al que nuestro olfato es muy sensible; capaz de detectar niveles de una parte por billón. Haskell se pregunta si quizás nuestra historia evolutiva de recolectores y cultivadores de la tierra ha enseñado a nuestro olfato a reconocer una tierra sana y productiva; vinculando de esta forma nuestro subconsciente a los microbios del suelo que definen el nicho ecológico humano.

También existe toda una biodiversidad visible a través de la ventana abierta por Haskell al interior de la hojarasca, aunque son criaturas minúsculas. Los micelios (filamentos de los hongos) de color blanco radiante forman una retícula sobre las hojas negras. Diminutos chinches rosados, arañas naranjas y colémbolos blancos se mueven entre los restos vegetales oscuros. Un ápice radical de alguna planta queda al descubierto entre la hojarasca. De la raicilla emergen pelos delicados a través de los cuales la planta explora el suelo para absorber agua y nutrientes. Pero las raíces finas también secretan al suelo azúcares, lípidos y proteínas formando una capa gelatinosa a su alrededor (la rizosfera) donde se concentra la mayor densidad microbiana del suelo.

En realidad, las raíces no existen de forma independiente sino que están casi siempre asociadas a diversos tipos de hongos formando las micorrizas. La planta proporciona azúcares y otras moléculas complejas al hongo, mientras que el hongo, a través de sus hifas, le suministra agua y minerales, en particular fosfatos, a las raíces de la planta. Esa unión de planta y hongo (la micorriza) se puede considerar como una unidad biológica funcional.

Además, los hongos pueden servir como conductos de comunicación entre plantas. El átomo de carbono que una hoja de arce toma del aire, es fijado e incorporado en una molécula de azúcar; puede luego ser transportado a las raíces y donado a un hongo de la micorriza que a su vez lo puede usar o pasarlo a la raíz de un nogal. No se conoce bien el funcionamiento de esta red subterránea de interconexiones entre las plantas del bosque. De este modo, las plantas compiten (por la luz y los nutrientes) pero también comparten.

Existen evidencias fósiles que apoyan que las primeras plantas que colonizaron la tierra tenían ya micorrizas. La fuerza de esta simbiosis planta-hongo permitió el avance evolutivo de las plantas para colonizar y extenderse por toda la superficie terrestre. La economía natural es una historia de progreso individual y también de solidaridad.

Nuestra percepción principalmente visual y nuestro gran tamaño nos proporciona una perspectiva sesgada de la realidad natural del bosque. Ignoramos la gran complejidad y biodiversidad del mundo subterráneo. La muerte es la principal aprovisionadora de comida para este mundo. Todos los organismos terrestres, los animales y las plantas (sus hojas y troncos), estamos destinados a pasar a través del inframundo oscuro y a alimentar a otras criaturas. Al ser «enterrados» alimentamos la maquinaria de la vida y nuestras moléculas se reintegran a la tierra.

Poplar litter

Redes de sonidos y de compuestos volátiles

Una mañana de otoño Haskell permanece sentado junto al mandala, inmóvil durante más de una hora. Siente la brisa y la calma del bosque. Un ciervo se acerca a pocos metros sin notar su presencia, al verlo emite varios resoplidos de alarma y huye dando saltos. La voz de alarma se propaga en el silencio del bosque, unas ardillas y más lejos un tordo se hacen eco emitiendo sus propios sonidos de alarma. Existe una red acústica que conecta a los mamíferos y aves del bosque dándoles aviso de la existencia y localización de las posibles amenazas. Haskell recapacita que la mayor parte del tiempo que pasa sentado o paseando por el bosque está inmerso en sus propios pensamientos y ajeno a los sonidos que oye. Hace falta un ejercicio de voluntad para traernos al presente, a escuchar nuestros sentidos y desconectarnos, por un momento, del ruido interior de nuestras mentes.

Las plantas del bosque tienen una red de señales de alarma que no podemos percibir. Cuando una hoja es dañada, la planta sintetiza compuestos químicos de defensa. Algunos de estos compuestos son volátiles y se dispersan por el aire. Estas moléculas pueden llegar a la hoja de una planta vecina, entrar por los estomas y activar los mismos genes que ordenan la síntesis de compuestos químicos de defensa. A través de esta comunicación química, mediante los compuestos volátiles, una planta puede estar prevenida para el ataque de los insectos y volverse menos vulnerable.

El aire del bosque está repleto de una variedad de compuestos volátiles producidos por las plantas. Algunos son reconocibles por nuestro olfato y los denominamos aromas o perfumes. Pero la mayoría de las moléculas del aire del bosque son inhaladas y se disuelven directamente en nuestra sangre, pasando al cuerpo y a la mente sin que seamos conscientes. Muchos sentimos un gran bienestar cuando paseamos por un bosque y lo achacamos al placer estético y cultural. En Japón, este efecto sanador del bosque está reconocido como una práctica saludable y se denomina shinrin-yoku (tomar el aire del bosque). En los últimos años médicos japonenses han comprobado de forma científica el efecto beneficioso de respirar el aire del bosque, en particular reduce los riesgos de enfermedades coronarias, y se investiga cuáles son los compuestos químicos responsables.

La última tarde del año

En la última tarde del año Haskell visita el mandala. Después de observar la puesta de sol, escucha atento los sonidos de algunas aves mientras se acomodan en sus dormideros; más tarde oye el ulular de un búho, y luego el silencio.

Después de haber visitado durante todo el año el mandala y haber estado sentado en silencio durante horas, siente que el bosque está más cerca de sus sentidos, de su intelecto y de sus emociones; un sentimiento de pertenencia.

Pero al mismo tiempo, después de sus largas horas de observación, reconoce la enormidad de su ignorancia sobre los seres del bosque y sus relaciones. También siente su irrelevancia. La vida del bosque nos trasciende, no somos necesarios para que siga su curso. Aunque esta independencia de la vida del mandala le llena de alegría.

Epílogo

En el Epílogo del libro, Haskell reflexiona sobre nuestra desconexión, cada vez mayor, del mundo natural. Pero también reconoce que vivimos en una época maravillosa para los naturalistas. Nunca hemos tenido tantas herramientas como las guías, los documentales, las bases de datos de imágenes y sonidos, y toda la información accesible en internet.

Con este libro, Haskell anima a otros a explorar sus propios mandalas. No es necesario que sea un bosque maduro. Una de sus enseñanzas es que nosotros creamos sitios maravillosos al prestarles nuestra atención, no tenemos que esperar a encontrar bosques vírgenes que nos desvelen sus maravillas.

Termina con dos recomendaciones para observar el mandala. 1) Dejar atrás las expectativas, poner entusiasmo y tener los sentidos abiertos. 2) Ejercitar la atención de la mente al momento presente; buscar los detalles sensoriales, los sonidos, aromas, formas y colores.

Y una confesión: «observando el bosque, he llegado a verme a mí mismo con mayor claridad».

Bosque de Shakerag Hollow en Sewanee, Tennessee, EEUU, donde está el mandala. Autor: David Haskell.

Bosque de Shakerag Hollow en Sewanee, Tennessee, EEUU, donde está el mandala. Autor: David Haskell.

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¹ El biólogo y escritor David Haskell visitó periódicamente durante un año un mandala virtual en un bosque de Tennessee (EEUU), donde observó los cambios con las estaciones en la historia natural de los habitantes del bosque. Con sus anotaciones de naturalista y las reflexiones como humanista publicó el libro The Forest Unseen. En este blog he reseñado anteriormente los pasajes de invierno, primavera y verano.
La Academia Nacional de las Ciencias de EEUU ha concedido a este libro el Premio de Comunicación 2013 en reconocimiento a la excelencia en la divulgación de ciencia.

 

Escrito por Teo, jueves 26 de diciembre 2013.

 

Entrada sobre el verano en el libro de Haskell
Entrada sobre la primavera en el libro de Haskell
Entrada sobre el invierno en el libro de Haskell
El libro The Forest Unseen publicado por el grupo Penguin
El blog de David Haskell

El bosque que no se ve. Verano

Durante el verano, el dosel del bosque se va llenando de hojas que se superponen y compiten por aprovechar al máximo la energía solar. Como consecuencia, los habitantes del sotobosque se encuentran con un ambiente fresco y sombrío.

El biólogo David Haskell comenta en su libro cómo la humedad y la temperatura en el bosque que visita con regularidad han aumentado en verano y le resulta más fatigoso su paseo hasta el mandala*. El suelo se encuentra cubierto de plantas marchitas, las «efímeras de primavera», que han completado su ciclo antes de que el crecimiento de las hojas en las copas de los árboles les privara de «los fotones portadores de vida». Sin embargo quedan plantas verdes, que son especialistas en vivir en la sombra y aprovechar la poca luz que les llega. Entre ellas destacan los helechos, como el helecho de Navidad (Polystichum acrostichoides) que mantiene sus frondes verdes durante el invierno y fue utilizado por los colonos europeos para decorar las fiestas navideñas.

Acercando su lupa a uno de los frondes fértiles, Haskell describe con detalle los esporangios y su mecanismo para dispersar las esporas. Tienen estructuras celulares que por movimientos higroscópicos funcionan como pequeñas catapultas. Al incidir un rayo de sol directamente en un fronde maduro produce una evaporación rápida de las células y dispara el mecanismo lanzando las esporas «como palomitas de maíz». De esta forma, las esporas son dispersadas en los días secos, cuando tienen más probabilidad de ser transportadas por corrientes de aire y colonizar nuevos sitios.

La espora no es como una semilla, no da lugar directamente a un nuevo helecho, sino que tiene un ciclo complejo. Para empezar, solo tiene la mitad de la información genética de la madre, es haploide. Primero germina y forma un «gametofito», de forma plana y acorazonada, no mayor que la uña de un dedo. En este gametofito, que realiza fotosíntesis y vive de forma independiente, se producen las células masculinas y femeninas. Las células espermáticas tienen flagelos y nadan atraídas por señales químicas emitidas por los órganos femeninos. La fecundación de la ovocélula origina un «esporofito», con toda la información genética (diploide), que crece, se desarrolla y se independiza como un nuevo helecho. La dependencia del agua en esta fase sexual, en cierto modo «escondida» (de ahí el nombre botánico de criptógama para este tipo de plantas), limita la distribución de los helechos a los hábitats húmedos, como los que se encuentran en los bosques templados de Norteamérica.

La sombra densa de las copas de los árboles no es homogénea. La atraviesan destellos intensos de rayos del sol (sunflecks) que iluminan el suelo del bosque  y se desplazan  siguiendo el movimiento aparente del sol. Una planta del sotobosque suele recibir esta iluminación solar directa durante unos 10 minutos antes de ser cubierta de nuevo por «la manta de sombra». En general las especies adaptadas a la sombra son eficaces aprovechando estos destellos que les permiten sobrevivir en un ambiente de oscuridad. Pero también pueden ser sensibles a la fotoinhibición y sufrir daños en el aparato fotosintético. Una forma de esquivar este exceso repentino de energía, que puede ser pernicioso, es desplazar los cloroplastos (orgánulos con la maquinaria fotosintética) a la parte interna de la célula y volverlos de espalda al sol; cuando pasa el destello, los cloroplastos vuelven a la parte superior para seguir captando la débil luz del bosque.

El lento desplazamiento de los destellos de luz solar a través del bosque es seguido por avispas y moscas que parecen danzar frenéticas en un círculo de luz. Sentado en su observatorio del mandala, Haskell también es alcanzado por uno de esos destellos de luz. Inmóvil, siente el aumento de energía incidente que le produce gotas de sudor por la cara y el cuello. Una respuesta corporal muy diferente a la de las avispas que agitan las alas frenéticas para refrigerarse y mantener el balance de calor. Una vez pasado el destello, reconoce que sus sentidos han cambiado y mirando al fondo del bosque no lo ve como una sombra uniforme sino como «constelaciones que se mueven por un cielo oscuro».

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Interior de una aliseda en la Sierra de Córdoba.

La abundancia de la vida animal del bosque es más manifiesta durante el verano. Las llamadas y cantos de las aves suenan por todas partes. El aire es atravesado por zumbidos de abejas, avispas y mosquitos. Entre la hojarasca y por los troncos se cruzan hileras de hormigas, mientras que las arañas y garrapatas acechan a sus presas.

Una hembra de mosquito se posa sobre el dorso de la mano de Haskell. Movido por la curiosidad, observa con la lupa cómo el insecto, una hembra del género Culex, examina su piel y elige un punto donde clavar su estilete. Siente el pinchazo y en pocos segundos comprueba que unos dos miligramos de su sangre pasan al abdomen del mosquito que se hincha y torna de color rojo rubí. Es consciente que probablemente el mosquito lleve en sus glándulas salivares «esporozoítos» de la malaria aviar, que infecta a una tercera parte de las aves del bosque, pero no afecta a humanos. Sin embargo, hasta comienzos del siglo XX el parásito de la malaria (humana) sí era transmitido por mosquitos en el Sur de los Estados Unidos. Precisamente, la Universidad de Sewanee, donde trabaja, fue ubicada en las mesetas de Tennessee para escapar de la malaria que era más común en las zonas bajas. También es verdad que, con la introducción reciente del virus del Nilo Occidental, existe un cierto riesgo de que el mosquito lo transmita de córvidos a humanos, provocando fiebres, convulsiones y en ocasiones la muerte. Pero el biólogo asume los riesgos, satisface su curiosidad naturalista y termina con la reflexión de que los átomos de su sangre han pasado a la hembra de mosquito, estableciendo una conexión física con el resto de la naturaleza del bosque.

Otro día, sentado junto al mandala, Haskell encuentra una garrapata inmóvil en una ramita cerca de su rodilla. Venciendo su repulsión instintiva, acerca la lupa y la observa. Se trata de una hembra de garrapata estrella solitaria (Amblyomma americanum). Describe con detalle su comportamiento de cazadora, la espera durante días o semanas a que pase una presa, la capacidad de obtener agua de la humedad del aire, la forma de adherirse a la piel mientras se alimenta de sangre durante varios días, la atracción mediante feromonas a machos que la fecundan mientras ella come insaciable. A pesar de la tentación de repetir el experimento de donación de sangre que hizo con la hembra de mosquito, Haskell lo evita porque en este caso sí existe una probabilidad alta de que la garrapata sea portadora de bacterias patógenas que puedan causar enfermedades como ehrlichiosis, tularemia, «dermatitis sureña asociada a garrapata» (un tipo de borreliosis) o babesiosis (parecida a la malaria).

En las noches cálidas de verano las luciérnagas embellecen el bosque con sus misteriosos juegos de luces. Al atardecer, un macho de luciérnaga (posiblemente del género Photuris) realiza cortos vuelos sobre el mandala emitiendo destellos de luz verde. Se para en una rama, apaga la luz y observa. Cuando una hembra (que no tienen alas) le responde desde algún lugar del suelo establecen una «conversación» de señales luminosas y luego se aparean. Cada especie tiene un ritmo y una duración de los destellos característicos. Las hembras de Photuris, una vez fecundadas, cambian la secuencia de sus destellos y atraen machos de otras especies que le sirven de alimento. Al devorarlos también incorporan sus moléculas tóxicas que utilizan como defensa química.

La «linterna» con la que las luciérnagas iluminan desde el extremo de su abdomen es un prodigio de la evolución. A partir de unas moléculas de luciferina, por acción de la enzima luciferasa y oxígeno se produce luz. La regulación de los destellos la realiza con una señal de los nervios y la acción del óxido nítrico sobre las mitocondrias que rodean a las moléculas de luciferina. Materiales que forman parte de los tejidos normales de los insectos son ensamblados de una forma singular en el abdomen de las luciérnagas para emitir luz y así los convierten en «duendecillos del bosque». Cuando en las noches de verano los niños se divierten persiguiendo luciérnagas, no corren detrás de insectos sino que juegan a atrapar luces, maravillas.

Los días se van acortando a medida que se aproxima el equinoccio de otoño. El bosque se llena de nuevos sonidos de aves que vienen del norte. La mayoría proviene del extenso bosque boreal que se extiende desde Alaska hasta Maine (NE de EEUU), por todo Canadá, con unos 5,2 millones de km2. Destaca el grupo de los parúlidos (warblers), pequeños paseriformes insectívoros, con unas 27 especies y un efectivo estimado de unos 600 millones de aves que al terminar su cría en el bosque boreal se desplazan a finales de verano hacia el sur, hacia México, Caribe y América Central.

Después de comer y descansar durante el día en el bosque que rodea el mandala, las pequeñas aves seguirán su vuelo hacia el sur durante la noche. Se orientarán por las estrellas, reconocerán la disposición de las montañas y detectarán las líneas invisibles de los campos magnéticos terrestres. Dos veces al año, durante las migraciones de invierno-primavera y de final de verano-otoño, el bosque del mandala se ve atravesado por el flujo viviente de miles de pequeñas aves. Se repite un nexo vivo y antiguo que conecta los bosques boreales con las selvas tropicales.
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* El biólogo y escritor David Haskell visitó periódicamente un mandala en un bosque de Tennessee (EEUU), donde observó los cambios con las estaciones en la historia natural de los habitantes del bosque. Con sus anotaciones de naturalista y las reflexiones como humanista publicó el libro The Forest Unseen. En este blog he reseñado anteriormente los pasajes del invierno y de la primavera.

Escrito por Teo, jueves 29 de agosto 2013.

Entrada sobre la primavera en el libro de Haskell
Entrada sobre el invierno en el libro de Haskell
El libro The Forest Unseen publicado por el grupo Penguin
El blog de David Haskell
Importancia del bosque boreal para las aves

El bosque que no se ve. Primavera

El biólogo y escritor David Haskell estuvo visitando durante un año un «mandala virtual» (pequeño espacio circular de aproximadamente un metro cuadrado) en un bosque de Tennessee (EEUU). Sus observaciones y reflexiones dieron lugar al libro «The Forest Unseen», del que ya he comentado sus pasajes invernales en una entrada anterior. Nos quedamos cuando comenzaron los primeros indicios del cambio de estación: «Las primeras flores de la primavera han percibido el cambio y los tallos con las yemas florales han comenzado a emerger a través de la hojarasca». El biólogo cuenta cómo camino del mandala, al amanecer, se descalzó para sentir el calor tibio de la tierra del bosque, mientras escuchaba el canto de las aves y por doquier veía la emergencia de las primeras flores; todos sus sentidos le confirmaban que había terminado el invierno.

En el mandala, Haskell centró su atención en la primera flor de la primavera, una flor de hepática (Hepatica nobilis) que había estado cerrada durante la noche y se abría con las primeras luces del día para atraer a los insectos. Aunque intentaba percibir el lento movimiento de apertura de la flor, su vista y su cerebro iban demasiado rápidos; haría falta una secuencia a cámara rápida para revivirlos de forma perceptible al ojo humano. La observación de la planta le llevó a reflexionar sobre el nombre «hepática» dado a la planta, la forma de sus hojas lobuladas semejantes a un hígado y la antigua tradición occidental de relacionar la forma de las plantas con sus propiedades medicinales. Después de una larga disquisición sobre plantas, historias, tradiciones y palabras termina reconociendo que: «la bienvenida confiada que la flor de hepática dio a los primeros rayos del sol y a las abejas que zumbaban en la mañana me recordó que el mandala existe con independencia de las doctrinas humanas.» De esta forma el biólogo nos da una lección de humildad, la del observador que se acerca a la naturaleza y procura percibir sus misterios sin los prejuicios culturales. El naturalista, como cualquier humano está condicionado por su cultura; su visión de la flor es solo parcial, pues gran parte de su campo de visión está ocupado por siglos de palabras humanas.

En su camino hasta el mandala el biólogo trataba de pisar suavemente para no dejar un rastro de flores y hojas estrujadas en la alfombra de verdores y colores relucientes que cubrían el suelo del bosque. Al comienzo de la primavera el suelo del bosque recibe la máxima intensidad de radiación solar; el ángulo de los rayos es mayor que en invierno y los árboles todavía no han desarrollado sus hojas nuevas. Durante ese período las hierbas del sotobosque compiten en una carrera para crecer y reproducirse anticipando el momento en que «el dosel de los árboles les robe los fotones portadores de vida».

Tapiz de Scilla lilio-hyacinthus en un hayedo de Irati.

Tapiz de Scilla lilio-hyacinthus en un hayedo de Irati, Navarra.

Esta comunidad de herbáceas se conoce como «efímeras de primavera». Su estrategia vital se basa en almacenar reservas del año anterior en forma de rizomas o bulbos subterráneos. Al terminar el invierno emergen sus hojas ricas en cloroplastos y enzimas que maximizan la captación de luz y la fijación del dióxido de carbono por sus estomas abiertos de par en par, para construir de una forma rápida las moléculas de carbohidratos. Son las plantas «glotonas» del bosque.

El nuevo crecimiento de las raíces infunde vitalidad a la comunidad de organismos del suelo. Las raíces segregan un gel nutritivo que alimenta a bacterias, hongos y protistas, que a su vez sirven de alimento a nematodos, ácaros e insectos microscópicos. La escolopendra, con sus apéndices bucales que inyectan veneno, es un depredador voraz de esta microfauna del suelo. Pero el verdadero «terror» de la hojarasca del bosque es la musaraña de cola corta (Blarina brevicauda), un «monstruo» de unos 10 cm de largo y 20 gramos de peso, que devora todo lo que encuentra: lombrices, babosas, caracoles, topillos y salamandras; cada día consume hasta 3 veces su peso en comida para satisfacer su metabolismo hiperactivo. Tiene además veneno en su saliva que usa para paralizar y matar a sus presas (uno de los pocos mamíferos venenosos) y aunque medio ciego, emite sonidos ultrasónicos para localizar a sus víctimas por ecolocación, confiriéndole su merecida fama de «terror del inframundo».

La explosión de flores en primavera también alimenta a toda una comunidad de organismos que se pueden ver y escuchar. Cientos de especies de insectos polinizadores vuelan y zumban, visitando otras tantas especies de flores del bosque, algunos de forma promiscua mientras que otros son más especializados en sus paladares. Las flores exhiben formas y colores variados para captar la atención de los insectos y ofrecerles su néctar y su polen como alimento; a cambio reciben el servicio de transporte del polen (donde viajan las células masculinas) hasta los estigmas (receptáculos femeninos) desde donde entrarán para encontrarse con los óvulos y fecundarlos. Se calcula que esta red de interdependencia comenzó hace unos 125 millones de años con la evolución de las primeras flores. Al principio sería una relación depredadora, de insectos comedores de polen, que se transformaría en otra de mutualismo por la que las dos partes se benefician. De hecho, las abejas y sus larvas consumen la mayor parte del polen que recogen y solo algunos granos son transferidos a otras flores y cumplen su función fecundadora. Cada primavera se renueva esta alianza antigua entre plantas y animales.

Tronco de haya de unos 30 m en Irati, Navarra.

Tronco de haya de unos 30 m en Irati, Navarra.

En los árboles, las yemas se van despertando y las nuevas hojas inundan como una marea verde brillante el dosel del bosque, comenzando en las partes más bajas y terminando en las cimas de los árboles más altos. Sobre las copas, a una altura de unos 30 metros desde el suelo, los rayos de sol calientan y evaporan el agua de las células de las hojas. Se genera una tensión que succiona el agua del interior de la hoja, de las venas, de los vasos del xilema del tronco hasta llegar a las raíces que la absorben del suelo. La fuerza de succión de una molécula de agua es minúscula pero la fuerza combinada de millones de moléculas de agua que se evaporan en las hojas de un árbol puede tener una fuerza suficiente para subir una columna de agua de varias decenas de metros. Si nos acercamos a la base de un tronco no podemos imaginar que por sus conductos está bombeando más de 500 litros diarios de agua desde el suelo hasta las hojas, mediante este mecanismo elegante y silencioso.

El bosque en primavera es un regalo para los oídos. Una mañana de abril el biólogo fue hasta el mandala del bosque bien temprano, antes del amanecer, para ir escuchando, identificando y anotando la secuencia de los distintos cantos de aves durante el espectáculo sonoro conocido como los «coros del alba». Nos describe los cantos y el comportamiento de hasta 21 especies de aves: entre los más tempraneros estaban los pequeños páridos como el carbonero de cresta negra (Baeolophus bicolor) y el carbonero de Carolina (Poecile carolinensis), también el papamoscas fibí (Sayornis phoebe) con su rasposo fi-bí que le da nombre. Mientras leemos, vamos disfrutando de los diferentes nombres de aves y sus peculiaridades canoras a medida que avanza la mañana y el capítulo. Ya con el cielo azul radiante, cerca del mandala se escuchaba el chip metálico del bello cardenal rojo (Cardinalis cardinalis), mientras que por la espesura del bosque se difundían los potentes glugluteos de los pavos machos (Meleagris gallopavo) marcando sus territorios.

Asistir al despertar de la primavera en los bosques templados caducifolios es una celebración de la VIDA en su estado más puro. La exquisita sensibilidad de Haskell y el amor por la vida del bosque que transmite nos evoca a Thoreau que escribió: «una razón para venirme a los bosques a vivir fue que así tendría el placer y la oportunidad de ver cómo llega la Primavera».

Escrito por Teo, jueves 30 de mayo 2013.

Entrada sobre el invierno en el libro de Haskell

El libro The Forest Unseen publicado por el grupo Penguin

El blog de David Haskell

 

 

 

El bosque que no se ve. Invierno

La complejidad del bosque y de sus historias se puede concentrar en una pequeña superficie, algo mayor de un metro cuadrado. Siguiendo la tradición tibetana del mandala como ventana espiritual a la iluminación, el biólogo David Haskell trazó un círculo virtual en el suelo de un bosque maduro en Tennessee (EEUU) y durante un año lo estuvo visitando regularmente. Fruto de la observación y la meditación continuada en ese mandala del bosque, enriquecidas con sus conocimientos de profesor de Biología, es el hermoso libro titulado El bosque que no se ve (The Forest Unseen, en inglés).

TFU cover

Su lectura nos transporta y nos hace compartir las sensaciones que se perciben al adentrarnos en un bosque templado en el noreste de América. Comienza su viaje en invierno, “… el olor húmedo y denso de las maderas inunda mi olfato. La humedad ha hinchado la alfombra de hojarasca que cubre el suelo y el aire está repleto de aromas foliares suculentos. Paso junto a un gran nogal (Carya glabra), reposo mi mano sobre su corteza y observo el mandala a mis pies. Me siento en una roca plana. Después de una pausa para inhalar el aire tan rico de aromas me preparo para observar”.*

En el bosque invernal, aletargado y gris, llaman su atención los colores resplandecientes de los líquenes que cubren las rocas, troncos y ramas. La ductilidad de la fisiología de los líquenes les ha permitido amoldarse a las variaciones en la temperatura y son capaces de aprovechar un día soleado de invierno. Esta observación la conecta con la sabiduría taoísta de la aquiescencia y el saber acomodarse a las circunstancias externas. La aparente simplicidad de los líquenes esconde una maravillosa complejidad en la unión de dos criaturas que renuncian a su individualidad para formar un nuevo organismo que, en sus múltiples combinaciones, se extiende con éxito por gran parte del planeta, sobre todo por las zonas frías de la tundra. Esa unión íntima, esa fusión de criaturas, existe también a un nivel celular en los cloroplastos que contienen los pigmentos fotosintéticos y además tienen su propio ADN; de hecho descienden de bacterias que renunciaron a “su sexo y su libertad” para forma parte de la célula vegetal hace 1,5 mil millones de años. La reflexión sobre la interdependencia y la individualidad le lleva a Haskell a recordarnos que en nuestras propias células, las mitocondrias, esas pequeñas fábricas de energía, son también descendientes de bacterias que renunciaron a su libertad para integrarse en la célula animal en los albores de la evolución.

Una ola de frío polar ha hecho bajar las temperaturas hasta mínimos de 20ºC bajo cero; junto al mandala el autor reflexiona sobre los límites fisiológicos que el frío extremo impone sobre la vida del bosque. Observa entonces una bandada de carboneros (Poecile carolinensis) que saltan inquietos de rama en rama por el dosel de árboles desnudos, buscando insectos escondidos entre las cortezas. ¿Cómo sobreviven con ese frío extremo? se pregunta. El denso plumaje de invierno (con un 50% más de plumas que en verano) actúa como aislante para conservar su calor. Mediante movimientos vibratorios de sus poderosos músculos pectorales (la cuarta parte de su masa corporal) bombean sangre caliente y mantienen la temperatura de sus cuerpos. Se ha estimado que un carbonero necesita unos 65 Kjulios de energía para mantenerse vivo un día de invierno; la mitad de esa energía la gasta en temblar y agitarse para mantener el calor. Por la noche, buscan refugio en algún hueco de un árbol dónde duermen apelotonados y caen en un estado hipotérmico de torpor (pueden bajar su temperatura hasta 10ºC) que les permite ahorrar energía. Sin embargo, en esas noches de frío extremo muchos carboneros morirán. “Solo la mitad de los carboneros que se alimentaban entre las hojas que caían en otoño vivirán para ver cómo se abren las yemas de los robles en primavera”. Se trata de un ejemplo patente de selección natural y adaptación: “el frío extremo purgará de la población de carboneros aquéllos que sean deficientes en sus capacidades para temblar y mantener calor, en la capacidad aislante de su plumaje o en el almacenamiento de energía”.

A diferencia de los pájaros saltarines, los árboles con sus ramas grises y desnudas parecen muertos. Pero bajo esa apariencia inerte se esconden tejidos vivos que han realizado una sorprendente transformación fisiológica y bioquímica para resistir los rigores del invierno. Los árboles comenzaron su preparación varias semanas antes de las primeras heladas. En sus células, el ADN y otras estructuras delicadas se dispusieron en el centro, envueltas y protegidas. En el citoplasma aumentó el contenido de lípidos y sus enlaces químicos cambiaron para mantenerlos fluidos a temperaturas bajas; el contenido en azúcares también aumentó para disminuir el punto de congelación. Las membranas se volvieron más permeables y elásticas. Estas células transformadas, más mullidas y flexibles, eran capaces de absorber la violencia de los cristales de hielo en expansión, sin sufrir daño durante los frecuentes episodios de congelación en invierno. La aclimatación y la vitalidad invisible en los árboles será puesta de manifiesto cuando llegue la primavera y las yemas exploten produciendo nuevas hojas y flores que cambiarán la faz del bosque.

Otras plantas, las herbáceas anuales, murieron todas en otoño incapaces de sobrevivir el invierno. Sin embargo persisten de forma invisible, en forma de semillas enterradas entre la hojarasca y el suelo. Las semillas tienen cubiertas duras y un interior seco que les permite resistir la congelación y esperar durmientes hasta la llegada de la primavera.

En el capítulo “13 de marzo – Hepatica”, el naturalista ya atisba en el mandala las señales de la primavera: “La temperatura ha sido cálida durante toda la semana. Las primeras flores de la primavera han percibido el cambio y los tallos con las yemas florales han comenzado a emerger a través de la hojarasca… ”. Pero esa es otra historia que será motivo de una entrada de esta bitácora en primavera.

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* Las citas son traducción libre del original en inglés.

 

Escrito por Teo, jueves 21 febrero 2013

Libro The Forest Unseen publicado por el grupo Penguin

Blog de David Haskell