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Paseando con Fowles

Cómo inspirar una relación intensa e íntima con los árboles es una pregunta recurrente que me hago cuando escribo estos artículos. Sé que no tiene una sola respuesta. Desde que los humanos bajamos de los árboles y comenzamos a usar herramientas, iniciamos un camino de alejamiento de la naturaleza en el que poco a poco fuimos perdiendo la riqueza de significados profundos que tenía para nuestra vida. Para reconectar ahora con esos significados perdidos y olvidados, tenemos que redescubrir motivos, razones, argumentos, y ejemplos, que nos guíen de nuevo a la paz de los árboles.

En 1979, el novelista inglés John Fowles (1926-2005) publicó El Árbol, un breve pero sustancioso ensayo sobre esta cuestión. El texto es como un paseo por el bosque con el escritor mientras “muestra”, más que explica, su profunda y radical conexión con los árboles y la naturaleza.

PORTADA EL ÁRBOL
John Fowles es el autor de novelas conocidas como El coleccionista y El mago,  también de La mujer del teniente francés, llevada al cine con gran éxito por Karel Reisz en 1981, con guión del Nobel de Literatura Harold Pinter y protagonizada por Meryl Streep y Jeremy Irons.

El ensayo The Tree, en su versión en inglés, fue reeditado en 2010, treinta años después de su primera aparición, y ahora ha sido traducido al castellano por la editorial Impedimenta. [1]

Fowles no es un autor fácil. Tiende a abarcar la totalidad, como hizo en La mujer del teniente francés, calificada por algunos críticos como novela total; escrita al estilo victoriano, amplía los límites de la novela al introducir un narrador que interpela al lector y analiza la misma realidad que plantea en la ficción, apoyado en citas de autores de la época como Thomas Hardy, Tennyson, Darwin, Marx, Jane Austen,  Lewis Carroll… En El Árbol también sigue esa tendencia, en pocas páginas engloba diversidad de apuntes, unos esbozan la fecunda intensidad de su relación con los árboles  y otros trazan un apasionado análisis del papel de la ciencia, el arte y la creatividad artística en nuestra relación con la naturaleza.

La experiencia con árboles

El escritor vivió su infancia en un suburbio de Londres soportando la pasión de su padre por los árboles frutales, los manzanos y perales que cultivaba en su pequeño jardín con el empeño de extraerles la máxima producción y calidad. La infancia entre árboles hiperpodados y sobreexplotados marcó su querencia hacia la naturaleza, su búsqueda de árboles “reales”, los que crecen a su antojo, intocados. Y los descubrió siendo un adolescente, cuando su familia se refugió en una aldea del condado de Devon durante la Segunda Guerra Mundial. La experiencia fue absoluta.

Con una o dos excepciones – las marismas de Essex, la tundra Ártica – siempre he odiado la visión del campo llano y sin árboles. El tiempo allí parece dominar, y marca su pauta implacablemente como un reloj. Pero los árboles distorsionan el tiempo o más bien crean una variedad de tiempos: aquí denso y abrupto, allí calmado y sinuoso -nunca lento y pesado, mecánico ni ineludiblemente monótono. Todavía siento esto tan pronto como entro en uno de los pequeños bosques de innumerables secretos en el borde de Devon-Dorset donde ahora vivo; es como dejar la tierra y entrar en el agua, otro medio, otra dimensión. Cuando joven esta sensación era aguda. Escabullirse entre árboles fue siempre escabullirse hacia el cielo.

La vivencia adolescente determinó su vida personal y artística. Nunca llegó a ser un alma de ciudad, siempre vivió en el campo, cerca de la verdad de los bosques.

Mi interés real se centra más en la composición que forman los árboles en su conjunto, en los complejos paisajes internos que se crean cuando crecen a su antojo en cualquier paraje. En ese organismo colonial, ese coral verde que descubro en los bosques o en las arboledas, reside para mí el auténtico significado de la experiencia, de la aventura, del placer estético. Creo incluso que podría hablar de la verdad. Todo eso subyace más allá de la espesura y del muro exterior de hojas, y más allá del árbol como forma individual.

El bosque lo seduce enteramente porque se deja explorar, puede vagar por él y, libre, descubrir por sí mismo la realidad natural. Una vez descubierto el placer de la exploración, Fowles se siente atraído por el conocimiento de las especies que encuentra, los nombres, las categorías, se adentra en la Historia Natural, se convierte en naturalista aficionado que maneja y adquiere conocimiento científico.

Pero con el paso del tiempo su espíritu inquieto entra en conflicto con la aproximación científica a la naturaleza. Empieza a sentir que nombrar, etiquetar y clasificar es una forma de separar y aislar los elementos del todo, de desgajarlos de la unidad, es ver a la naturaleza como un mecanismo a descifrar, un reto y un obstáculo, un enemigo al que ganar. Descifrar cada elemento observado, piensa el novelista, nos lleva a salirnos del momento presente de conexión y observación del bosque para situarnos en el pasado; frente al vivo presente, trasladar la atención al conocimiento acumulado por la ciencia es visitar el pasado muerto.

Busca entonces otras formas de mirar, se acerca al budismo zen y otras místicas orientales y al trascendentalismo (el movimiento filosófico político literario liderado por Ralph Waldo Emerson y seguido por Walt Whitman, H. D. Thoreau y otros artistas), aprende a mirar las cosas en sí mismas, mas allá de los nombres, amplía el sentido de su experiencia.

Me apartaba de lo que podía ser una experiencia global y totalizadora, del significado auténtico de la naturaleza y lo hacía de muchas maneras muy significativas. No solo se trataba de lo que yo necesitaba personalmente, o de cómo había empezado a  percibir la naturaleza un tiempo atrás, de esa forma que no era ni científica ni sentimental, sino de un modo que por entonces no pude precisar y que en la actualidad sigue sin definición concreta.

La naturaleza no es un concepto abstracto intelectual, como lo maneja la ciencia, sino una experiencia profunda, cuyo valor reside en el hecho de que no se puede describir directamente por medio de ninguna formulación artística, ni siquiera con palabras.

Posteriormente el escritor, sin abandonar su actitud crítica con la ciencia y el progreso, descubre que hay menos choques de los que había imaginado entre la naturaleza conceptuada como un ensamblaje externo de nombres y hechos, y la naturaleza como un sentimiento íntimo; que los dos modos de contemplarla o entenderla podían casar y producirse casi al mismo tiempo, enriqueciéndose mutuamente. Y afirma entonces que el logro de establecer una relación con la naturaleza es a la vez una ciencia y un arte, pues está más allá del mero conocimiento o de la simple emoción.

Pero la experiencia total de la naturaleza que Fowles llega a abanderar implica más que conocimiento y emoción. Es una actividad de síntesis entre lo externo y lo interno; una mezcla compleja en la que intervienen percepciones del presente junto a recuerdos del pasado, imágenes de tiempos y lugares, y de la historia colectiva e individual. Tomar conciencia de esa síntesis entre la realidad externa y la interna es, según Fowles, la mayor riqueza que podemos extraer de nuestra existencia personal.

El Hombre Verde

De las palabras de Fowles emana algo muy sugerente que me cuesta expresar. Percibo en él un espíritu muy integrado con el bosque, como si un duendecillo de los árboles hablara a través de él. De hecho, en El Árbol, reivindica el antiguo mito muy extendido del “hombre o la mujer verde”, el ser con el poder de fusionarse con los árboles. El escritor, en cierto modo, revive el mito, convencido de que sigue siendo profundo y universal porque cada uno de nosotros lo lleva dentro y lo rescata de manera recurrente.

Hombre VerdeEl hombre verde de Fowles no solo tiene que ver con los árboles sino que representa también una esfera de nuestro ser interior, lo agreste del alma, lo irracional que la ciencia no puede analizar. Y eso es lo que más valora y le gusta de la existencia de los árboles, la correspondencia natural con los procesos más misteriosos y selváticos de la mente. “Lo salvaje” de cada uno es una noción clave del pensamiento de Fowles, es la fuente de la creatividad, de la sabiduría, la conciencia de ser únicos.

El bosque y el arte de narrar

Hay en el escritor una ligazón tan primordial con la naturaleza que no duda en reconocer la influencia radical de ese bagaje en el hecho de ser escritor y en su escritura misma.

Puedo fingir en público que lo que digo dimana de mis propias teorías, pero en realidad surgen tan enmarañados y densos como este bosque, siempre inalcanzables, imposibles de aprehender y de articular, ya que se ocultan más allá de mi propia comprensión racional, lo que tal vez se deba a que, en el fondo, sé perfectamente que si llegué a la escritura fue gracias a la naturaleza, o por culpa de mi permanente exilio de ella, y no, nunca, gracias a un don innato.

La clave de mi novelística, lo que puede llegar a hacerla valiosa, reside en la relación que mantengo con la naturaleza. E igualmente podría decir, que reside en la relación que mantengo con los árboles.

La intensa exploración juvenil en los bosques de Devon, entre pescar, herborizar y observar aves, lo convirtieron en un adicto a los placeres del descubrimiento en lugares aislados, al disfrute de la soledad, el silencio, la extraña configuración y el enclaustramiento.

Lo que he conseguido a lo largo de los años ha sido vagar por los bosques y de ahí mi único saber. Un diletante, no un virtuoso, que prefiere el caos verde al mapa impreso.

Nunca he seguido ningún método y he tenido una nula capacidad de concentración. Puedo concentrarme cuando escribo pero simplemente porque es una forma sublimada de conocimiento, una exploración en soledad, como si el valle de mis sueños  se hubiera transformado en hojas de papel.

Fowles se identifica con el bosque en muchos grados y matices. El universo arbóreo le inspira y le revela analogías sorprendentes con la escritura.

En los parajes boscosos que esconden lo que existe más allá de nuestra vista ve semejanzas con salas de una casa o capítulos de una novela, el mismo desplazamiento desde un presente visible a un futuro oculto. La multiplicidad de senderos que brinda el bosque, para el escritor es similar a la multiplicidad de opciones de un proceso de escritura, desde la frase más básica hasta las grandes cuestiones relativas a personajes y desenlace; la novela resultante muestra un único camino hacia un único final, pero por ese camino se quedaron las alternativas rechazadas.

El bosque es también, para Fowles un espacio de libertad y de búsqueda. Desde los comienzos de la novela, los escritores medievales situaban sus historias en bosques, en sentido metafórico, un refugio donde los perseguidos hallaban la libertad. Con ese mismo sentido, Fowles sitúa escenas importantes de la novela La mujer del teniente francés en una hondonada del bosque de Devon que tan bien conoce, el marco que considera ideal para semejante historia de auto liberación.

Era una pequeña hondonada orientada al sur, rodeada de espesos zarzales y matas; una especie de minúsculo anfiteatro verde. En la parte atrás de la pista se alzaba un espino achaparrado, y alguien había colocado una gran piedra plana de sílex junto al tronco, formando una especie de trono rústico que dominaba una espléndida vista de árboles y mar. Charles, resoplando un poco con su traje de gruesa franela y sudando bastante, miró a su alrededor. Las paredes de la hondonada estaban tapizadas de prímulas, violetas y las blancas estrellas de la fresa silvestre. Era un lugar delicioso, colgado del cielo, bañado por el sol de la tarde y protegido en todos los aspectos.

La mujer del teniente francés

El arte mismo, subraya Fowles, como el bosque, también es un espacio de libertad. En cualquier tipo de arte, nos dice, existe un alejamiento de la vida cotidiana y un ejercicio consciente de búsqueda de libertad, y lo es con más intensidad en esa escritura de situaciones y personajes puramente imaginarios que es la literatura de ficción.

El paseo por las páginas de El Árbol, nutre. Aunque a veces sea caótico o arduo, es excepcional, un regalo de emociones inéditas y matices originales, que como gotas vaporosas avivan al ser verde que dormita en nuestro interior.


Escrito por Rosa, jueves 26 de mayo de 2016.

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[1]  John Fowles (1979). El Árbol. Traducido por Pilar Adón. Impedimenta, Madrid, 2015.
[2]  John Fowles (1969). La mujer del teniente francés. Traducción de Ana María de la Fuente. Editorial Anagrama, Barcelona, 1995-2012.

Página web sobre John Fowles
El Árbol en Editorial Impedimenta
The Tree en Harper and Collins

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Como un árbol

A veces adentrarse en un libro es como penetrar en lo profundo de un bosque. La lectura de Sabia como un árbol, de la psiquiatra norteamericana Jean Shinoda Bolen, es uno de estos casos. Y no solo porque el foco del libro sean los árboles sino también porque nos hace explorar territorios recónditos de nuestra conexión con ellos.

La obra tiene amplitud de miras. Es rica en pensamientos, experiencias e información y  es compleja por la diversidad de perspectivas que entrelaza y la profundidad analítica que alcanza. A través del bosque de páginas, pasamos por parajes abiertos y luminosos y por otros oscuros e intrincados, menos cómodos de transitar. En ese discurrir encontramos distintas cotas de implicación emocional, desde el nivel más descriptivo que nos muestra a los árboles como seres vivos y resalta sus beneficios para el planeta, hasta los aspectos metafísicos, psicológicos y místicos que revelan a los árboles como símbolos extraordinarios que inspiran admiración y sentido de lo sagrado.

La autora rinde un homenaje a los árboles.  A partir del dolor por la pérdida de un pino de Monterrey (Pinus radiata) que cortaron en su vecindario, y apoyada en su extensa experiencia como analista junguiana, incorpora y vincula experiencias e información de muy diversa índole, realizando con ello una introspección en la que los lectores participamos y acabamos sabiendo más de árboles y de nosotros mismos.

En el raudal de asuntos que Bolen comparte, destacan algunos por su función de ejes temáticos sobre los que se asienta el recorrido del libro.  La similitud entre árboles y mujeres es uno de ellos. De hecho, el título original del libro es “Como un Árbol. Cómo los Árboles, las Mujeres y las Personas Árbol pueden salvar el Planeta” (en inglés, Like a Tree: How Trees, Women, and Tree People Can Save the Planet). Y los títulos de los diferentes capítulos hacen referencia a esa semejanza: “Sabia como un árbol”, “Generosas como un árbol”, “Sobrevivir como un árbol”, etc. Jean S. Bolen es una activa feminista, participa en la Comisión ONU Mujeres y ha escrito diversos libros relacionados con la mujer.

El vínculo de las mujeres con los árboles es un tema apasionante que me gustaría desarrollar en este blog, sin embargo en esta entrada he preferido resaltar otras dos grandes ideas del libro, que a mi parecer son las aportaciones más originales e importantes  de la autora.

“Personas árbol”

Escribe Jean S. Bolen que la idea que dio origen a Sabia como un árbol surgió al observar que hay “personas árbol”, es decir personas que, como ella, tienen un sentimiento vivo hacia cada árbol individual, y respeto y empatía hacia los árboles como especie. Es un sentimiento que surge normalmente durante la infancia, inducido por las experiencias tempranas con árboles como subirse en ellos, jugar y esconder tesoros en sus troncos y ramas o cualquier otra forma de experimentarlos y conocerlos.

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La expresión personas árbol no es baladí, tiene mucho sentido. Con ella, Jean Shinoda Bolen trata de hacernos conscientes de la implicación intelectual, emocional y afectiva que mantienen muchas personas con estas admirables plantas y nos invita a preguntarnos si somos de ese tipo de persona. Identificarse como tal confiere valor a nuestros sentimientos y acciones y nos hace ver nuestro vínculo con los árboles de un modo más consistente y comprometido.

El concepto no es nuevo. El biólogo evolucionista Edward O. Wilson, de la Universidad de Harvard, acuñó el término Biofilia en 1984 (en su libro del mismo título). Su teoría sostiene que los humanos sentimos una afinidad innata por todo lo viviente, producto de los millones de años en que el Homo sapiens se relacionó estrechamente con el medio natural, y que de ello se deriva una profunda necesidad emocional de estar en contacto con seres vivos.

“Activismo con corazón”

La intención expresa de Jean S. Bolen al escribir su libro es que los lectores se reconozcan como personas árbol y se movilicen de un modo u otro para actuar en su defensa. Este es el espíritu que guía el libro.

Convencida de que cada persona tiene un cometido en la vida, para que cada uno lo descubra sugiere que meditemos sobre las tres condiciones que debe reunir la causa que nos mueva: que la tarea en la que decidamos volcarnos sea significativa, es decir, tenga verdadero valor en nuestra vida; que haga disfrutar tanto de la propia creatividad como del contacto con otras personas afines; y que esté motivada por el amor. Y lo llama “activismo con corazón”.

Su propio cometido lo define como “escritora activista” que trata de movilizar conciencias para que el mundo actúe a favor del planeta. Se declara convencida de que cada acción tiene un impacto y que contribuye a crear –junto a otras actuaciones individuales– una masa crítica que está segura que provocará un cambio en la forma de pensar colectiva. La escritora ve el activismo como un antídoto a la desesperación y una expresión de la esperanza. En unos tiempos de incertidumbres como los actuales, marcados por una crisis de valores, es reconfortante encontrar una voz con tal convicción en el poder individual; su confianza impregna la obra de entusiasmo y estímulo.

En su afán por alentar a buscar nuestro cometido, Bolen describe algunos ejemplos inspiradores de personas que, en un momento determinado de sus vidas, sintieron una intensa, profunda e inquebrantable motivación para dedicarse a alguna acción concreta en defensa de los árboles. El Movimiento Cinturón Verde, fundado por Wangari Maathai, que ha plantado millones de árboles en Kenia; el defensor de los tejos Allen Meredith en Reino Unido; la activista Julia Butterfly Hill que impidió la tala de una secuoya roja milenaria en California; o el movimiento Chipko de campesinas indias, que abrazándose a los árboles evitó la tala de un bosque en el Himalaya, son algunos de los casos que Bolen admira. Al reseñarlos, profundiza en el modo en que las personas llegan a saber con certeza absoluta qué pueden hacer por los árboles.

Chipko
Además de la autora, otras voces iluminan el libro. La recopilación de enseñanzas espirituales y psicológicas de Buda, el Tao, Jung, Hildegarda de Bingen, Thich Nhat Hanh, etc. y también de textos de naturalistas como John Muir, Colin Tudge, Suzuki y otros, contribuye a conocer desde diferentes perspectivas nuestro modo de percibir, comprender y conectar con los árboles, e infunde luz al sentido profundo del activismo.

Quien sienta aprecio por los árboles, se preguntará tras la lectura de este libro hasta dónde llega su afecto y si puede hacer algo más por ellos. Yo también me lo he preguntado. Y este blog es mi respuesta, mi cometido. Cada escrito, cada entrada es mi pequeña acción a favor de un árbol, un bosque o una especie. ¿Y tú, qué puedes hacer por los árboles?

Escrito por Rosa, jueves 14 de noviembre de 2013.

Fuentes:
Sabia como un árbol, 2012, Kairós, Barcelona
Página web de Jean Shinoda Bolen
Wangari Maathai en este blog
Julia Butterfly Hill en este blog
Cartel del Movimiento CHIPKO en blog ecofeminista
Dibujos infantiles sobre el bosque en este blog

Érase una vez un árbol

Nuestra relación con los árboles, igual que con las personas, comienza en la infancia. A unos árboles solamente los conocemos de vista; en cambio de otros, sabemos sus nombres, los frecuentamos e incluso llegamos a quererlos como a un amigo o a alguien de la familia. Pero suele suceder que –como con algunos amores- no nos damos cuenta del sentimiento que le profesamos hasta que lo perdemos para siempre.

En mi infancia tuve un árbol amigo. Ésta es su historia.

Érase una vez un árbol que crecía sano y bien mirado en el patio de una casa, en la ciudad costera de Algeciras, allá en el Estrecho de Gibraltar. El edificio, una vieja residencia señorial convertida en casa de vecinos, se disponía en torno a un amplio patio cuadrado, bordeado de arriates, con un alcorque en todo el centro donde crecía hacia el cielo el lustroso pino.

Mari Cintas en el patio junto al árbol, 1961.

María Cintas en el patio junto al árbol, 1961.

El árbol, una araucaria (Araucaria heterophylla) aunque la gente también le llamaba pino, como todos los de su especie, tenía un porte inconfundible. El tronco derecho junto con las ramas horizontales y simétricas le conferían un aspecto triangular muy característico y un aura de equilibro y armonía. Había vivido ya bastantes años y alcanzado una altura honorable, tanto que sobresalía entre las casas circundantes y casi alcanzaba al campanario de la cercana Iglesia de la Palma de la Plaza Alta, cuya torre mide 45 m. Desde el mar, el ápice triangular de la copa se distinguía claramente en la línea del cielo de la ciudad, convertido en un destacado hito tal faro o bandera. Pero sobre todo era un elemento esencial en la vida del patio.

Vista del árbol y la torre de la Iglesia desde el mar.

Vista del árbol y la torre de la Iglesia desde el mar.

En aquella casa la araucaria era una presencia luminosa. Aportaba la sombra; el color verde profundo de sus hojas; la belleza decorativa de su figura; la alegría de trinos de pájaros que se posaban en las ramas; la compañía del susurro de hojas mecidas por el viento; la frescura del aire cargado de oxígeno y otros saludables componentes; el aroma a resina, follaje y madera; el tacto vegetal de sus hojas frescas o secas y de su corteza finamente escamada; y también aportaba certidumbre, la seguridad del tronco esbelto, solido y robusto bien enraizado en la tierra. Una presencia inmensa. Alrededor del árbol transcurrían las actividades de los habitantes de las diferentes viviendas, los juegos de los niños y las charlas de los mayores en las noches de verano o en la soleadas tardes de invierno. Y el árbol asistía en silencio al trajín de las vidas humanas, a riñas y reconciliaciones, a miradas y ensoñaciones, a penas y alborozos. Los niños de la casa jugábamos alrededor de él y de un modo u otro “con él”: nos lanzábamos hojas en batallas imaginarias, modelábamos la resina que manaba de la corteza o abrazábamos al tronco para ver quién tenía los brazos más largos. La araucaria todo lo aguantaba como paciente niñera que sabe lo saludable que es, para crecer tan sanos y equilibrados como el propio árbol, que los niños toquen madera, tienten hojas o sientan los latidos de la savia.

La región donde vivía la araucaria, el Estrecho de Gibraltar, es una zona de frecuentes temporales de viento. El árbol los conocía y estaba bien dotado para resistirlos, razón por la que muchos de su especie habían sido traídos desde la lejana isla de Norfolk, en el Océano Pacífico, para ornamentar casas y ciudades en regiones costeras de muchas partes del mundo. Pero no todos los temporales son iguales. En el invierno de 1963, en enero, hubo una terrible borrasca de viento sudeste; durante veinticinco días llovió copiosamente con las consecuentes inundaciones; transcurrieron después dos o tres días de aparente calma; sin embargo, al amanecer del 21 de enero de nuevo arreció la tempestad y fue en aumento a lo largo del día. Según se supo después, las rachas de viento llegaron a una fuerza de 160 kilómetros por hora y en el mar las olas alcanzaron los veinticinco metros de altura.

La araucaria, al principio, se mostró firme ante el desmedido viento de naturaleza ciclónica, que ya había arrancado cientos de árboles en toda la comarca. Pero sus raíces ya no eran tan jóvenes, ni tan profundas, ni tan largas (algunos decían que llegaban hasta la Plaza Alta). Eran superficiales, y el robusto y alto tronco y las ramas pesaban mucho. El árbol no supo en cual de las embestidas del sudeste perdió el pulso, pero en un preciso momento sucedió. Primero, se inclinó hacia un lado, después hacia otro, y a partir de ese fatídico instante inició un movimiento de vaivén al compás de las ráfagas. Y cuando se movió hacia un lado, ocurrió también que las raíces superficiales del lado contrario se alzaron, y como consecuencia se levantaron las losetas del patio. Después, igual hacia el otro lado, unas baldosas, otras; encima del alcorque la tierra desnuda se elevaba y descendía como una ola. Todo el suelo del patio entró en movimiento ondulante y los habitantes de la casa estábamos atónitos y asustados, aquello era una visión insólita que parecía fruto de una alucinación o una película de magia y terror, pero era la realidad. La sensación de pisar en el patio se asemejaba a estar en un barco, todo se movía en ondas, y aún resultaba más impresionante mirar hacia arriba y contemplar al enorme árbol oscilante, vacilando si caerse y abandonar la feroz batalla con el viento o permanecer de pie.

Al anochecer de aquel día, la tempestad no había amainado sino crecido en fuerza. Los vecinos, temiendo que el árbol cayera y provocara un desastre, llamaron a los bomberos. Vino una cuadrilla, todos pertrechados con cascos y hachas, y cuando el jefe subió sobre el alcorque y sintió el balanceo de su cuerpo a la par que el bamboleo del árbol tomó conciencia de la gravedad de la situación y de su incapacidad para resolverla, así que recomendó la evacuación inmediata de todas las viviendas y se marchó con todo su equipo. Pero la mayoría de los vecinos no estaba dispuesta a dejar ni su casa ni su árbol. Y permanecimos allí toda la noche, a oscuras (la tormenta había cortado el suministro), con un viento endemoniado y un árbol que crujía dolorido y desesperado de luchar contra una naturaleza más fuerte que la propia. Fue una larga noche de insomnio. Nadie pudo dormir.

A la mañana siguiente, la situación no había mejorado. La vieja araucaria seguía en pie tambaleándose y el viento continuaba batiendo y golpeándola a más de 140 km por hora. El suelo se levantaba incluso dentro de las casas y las hojas de la vencida araucaria alfombraban el suelo como restos de una batalla. Las noticias confirmaron la colosal potencia de la tempestad. En el mar, la furia de los vientos y las olas había desamarrado yates y pesqueros, empujándolos hasta las rocas y destrozándolos; y también a un transbordador, “el Ciudad de Tarifa”, con 122 pasajeros y 90 tripulantes, lo había desanclado, arrastrado y encallado en una playa cercana; y en tierra, inundaciones y un sin fin de destrozos materiales.

En vista del preocupante estado del árbol, los vecinos reunidos de nuevo tomaron una decisión: había que talarlo. Cuando la tormenta lo permitió, dos días más tarde, vino un joven leñador armado con un arnés y un hacha. Primero cortó las ramas de una en una; el tronco quedó pelado, como mástil de navío. Luego, inició el corte del tronco de trozo en trozo, desde la punta hasta la base. Cuando finalizó su tarea, el patio quedó cubierto de ramas, hojas y troncos, llenísimo de materia vegetal; los niños disfrutamos jugando con los fragmentos del árbol, con la todavía abundante presencia material de la araucaria. Pero pronto se llevaron todos los restos, solo quedó de la araucaria el tocón de madera a ras de la tierra y las raíces ocultas. Y se terminó.

Cuando el sol de invierno volvió a brillar en una mañana tibia y quieta, sin las emociones alteradas de los días de la tormenta ni la urgencia provocada por el miedo, lo vimos. Niños y mayores vimos el vacío. Sin la araucaria, el patio no era más que un gran vacío. Sin sombra ni verde ni trinos; sin belleza, frescura ni aroma; y sobre todo sin la certidumbre que nos amparaba. Sin el bastión que nos daba fuerza, ánimos y seguridad. La compañera de juegos, la compañera de horas, el amigo árbol, había desaparecido. Y lo echábamos de menos. Entonces fue cuando nos dimos cuenta de cuánto lo queríamos. Fue una pérdida para todos. También para la ciudad, que perdió su faro vegetal y un gran árbol. Pero me alegra pensar que su final fue de leyenda, como correspondía a un árbol viejo, grande y noble, pues tuvo que ser un ciclón, no un viento menor, quien le arrebatara su fuerza verde.

Cada habitante de la casa, chico o mayor, conservó a su manera el recuerdo de la araucaria. Yo lo guardé en mi corazón como una semilla que un día pudiera plantar en una tierra fértil. Esta entrada es la ocasión que desde aquel día he estado esperando: el momento de rendirle homenaje y difundir su historia. Si guardáis también memoria de un árbol amigo, os animo a contarla. Reconocer nuestra íntima relación con árboles es un modo de recompensarlos por todo el bien que nos hacen.

Escrito por Rosa, jueves 23 mayo 2013.

Historia de Algeciras en Imágenes

Historial del Transbordador «Ciudad de Tarifa»

Sustancia Bosque

Hay libros que se mantienen fuera de nuestro alcance durante años y cuando sabemos de su existencia tenemos la certeza de que no podemos vivir ni un día más sin desvelar la intriga que el título nos despierta.

El Nombre del Mundo es Bosque es uno de estos libros. Fue escrito en 1972 por la norteamericana Úrsula K. Le Guin (1929), maestra de la ciencia ficción y una de los mejores novelistas actuales. Han pasado décadas desde su creación pero, como un buen clásico, esta obra puede ser descubierta y disfrutada en cualquier momento.

Sustancia_bosque

La novela nos traslada al futuro. A un tiempo en el que, a causa de que en la Tierra ya se han arrasado todos los árboles, los humanos colonizan el planeta Athshe, un planeta cubierto de bosques, con el fin de extraer la madera para satisfacer la demanda terrícola. El planeta está habitado por el pueblo de los bosques, una estirpe de seres humanoides muy integrados física y espiritualmente con la naturaleza. Con esas premisas, la autora nos sitúa frente a los dramáticos conflictos que surgen en el encuentro entre unos colonizadores movidos por sus intereses explotadores y unos nativos de cultura pacifista y defensora de la integridad de su mundo.

Úrsula K. Le Guin es autora de poesía, cuentos, libros infantiles y artículos, pero es más que nada conocida por sus célebres novelas La mano izquierda de la oscuridad, Los desposeídos y la serie de Los Libros de Terramar, por citar algunas. Jacinto Antón, en la entrevista que le realizó para El País Semanal, asegura que “es imposible describir la conmoción que provocan sus historias”. Y, en verdad, sus relatos no solo consiguen emocionar sino que asombran, inquietan y sacuden por dentro. Están contados con un lenguaje depurado y esencial, llenos de una singular belleza y trazados con finura y elegancia. Y nos hacen transitar por los sentimientos más delicados, las reflexiones profundas o lo sublime, y por asuntos que siempre, de un modo u otro, nos inducen a meditar sobre la materia de la que estamos hecho los seres humanos.

En El Nombre del Mundo es Bosque (The Word for World is Forest en el original), la primera conmoción nos la provoca el título, una frase que suscita extrañeza, admiración y presagio de algo nuevo, que invita a descifrar su significado y provoca deseos de sumergirnos en lo que intuimos que promete.

Adentrándonos en sus páginas el misterio se nos revela poco a poco, en diferentes capas y matices a lo largo de una emocionante trama. El sustrato de la obra es la exposición de dos visiones diferentes del mundo y del papel de los humanos, encarnadas por personajes arquetípicos. En el desarrollo de la trama, asistimos al choque entre ambas perspectivas: conservar la rica cubierta vegetal del mundo o empobrecerla y arrasarla; respetar la paz y la integridad de los otros, o violentarlos y aniquilarlos. Y a través del apasionante relato de los sucesos, somos invitados a reflexionar sobre la guerra o la supervivencia de la diversidad natural.

Pero el tema de este blog no es la crítica literaria sino los árboles, y lo que más nos interesa de esta novela de Le Guin es precisamente la grandeza admirable con que trata el elemento árbol, el elemento bosque.

En primer lugar, la escritora nos obsequia con una extraordinaria imagen de un planeta todo bosque, un bosque en su máximo esplendor, como solo reside en la utopía, el sueño o el mito.

A ello une una sublime concepción de la relación del ser humano con el bosque: para los habitantes de Athshe el bosque era la sustancia del mundo. La poderosa y sensible imaginación de la escritora ha concebido una idea de bosque como principio, como esencia misma de la existencia, como parte de la imagen de sí mismos de los individuos. Y ha situado la relación humano-árbol en un grado espiritual superior,  en la plena consciencia de compartir materia y espíritu con el árbol.

En su exploración de la “sustancia bosque” nos revela sentimientos que motivan los árboles en las personas.  Con elegante sencillez descubre extremos como la invisibilidad de los árboles para quienes no conciben a los seres vivos como parte de nuestra propia naturaleza o las emociones abrumadoras de quienes no están habituados a su presencia grandiosa.

Le Guin casi siempre introduce la amistad en sus novelas, la forma de amor que es la amistad. En el libro que nos ocupa agradecemos a la escritora la amistad, el amor por los árboles que ha manifestado sentir al dedicarle toda una obra.

Terminamos esta entrada (post) con una breve muestra de textos de la novela para disfrutar de la escritura de Úrsula K. Le Guin (en la traducción de Matilde Horne):

También había aprendido a gustar de los nombres que los athshianos daban a sus territorios y poblados: sonoras palabras bisilábicas: Sornol, Tuntar, Eshreth, Eshsen – que ahora era Centralville -, Endtor, Abtan y sobre todo Athshe, que significaba el Bosque, y el Mundo. De modo que tierra, terra, tellus significaba a la vez el suelo y el planeta, dos significados y uno. Pero para los athshianos el suelo, la tierra, no era el lugar adonde vuelven los muertos y el elemento del que viven los vivos: la sustancia del mundo no era la tierra sino el bosque. El hombre terráqueo era arcilla, polvo rojo. El hombre athshiano era rama y raíz. Ellos no esculpían imágenes de sí mismos en la piedra; sólo tallaban la madera…”

“… Pero cuando llegaron no había nada. Árboles. Una oscura maraña de árboles, espesa, intrincada, interminable; sin ningún sentido. Un río perezoso invadido y ahogado por los árboles, algunas madrigueras de crichis escondidas entre los árboles, algunos ciervos rojos, monos peludos, pájaros. Y árboles. Raíces, troncos, ramas, hojas arriba y abajo que se le metían a uno en la cara y en los ojos, una infinidad de hojas en una infinidad de árboles”.

“Como les sucede en Terra a la mayoría de los terráqueos, Lyubov nunca había caminado entre árboles silvestres, no había visto jamás un bosque más grande que una manzana urbana. Al principio en Athshe se había sentido oprimido y angustiado en el bosque, ahogado por la infinita multitud e incoherencia de troncos, ramas, hojas en la perpetua penumbra verdosa o pardusca. La compacta maraña de varias vidas competitivas pujando y expandiéndose hacia arriba y afuera, en busca de la luz, el silencio nacido de una multitud de susurros sin sentido, la indiferencia total, vegetativa a la presencia del pensamiento, todo eso lo había perturbado, y como los demás, no se había alejado de los claros y de la playa. Pero poco a poco había empezado a gustarle. Gosse le tomaba el pelo, llamándolo señor Gibón; en realidad, Lyubov se parecía bastante a un gibón, la cabeza redonda, la cara morena, los largos brazos y el pelo prematuramente encanecido; pero el gibón era una especie extinguida. A gusto o a disgusto, como experto que era, tenía que internarse en los bosques en busca de los esvis; y ahora, al cabo de cuatro años, se sentía perfectamente cómodo bajo los árboles, quizá más que en cualquier otro lugar”.

 

Escrito por Rosa, jueves 28 febrero 2013

 

El Nombre del Mundo es Bosque 

Úrsula K. Le Guin

Jacinto Antón. “La ciencia ficción es una gran metáfora de la vida”. El País Semanal, 28 Octubre 2012