El biólogo y escritor David Haskell estuvo visitando durante un año un «mandala virtual» (pequeño espacio circular de aproximadamente un metro cuadrado) en un bosque de Tennessee (EEUU). Sus observaciones y reflexiones dieron lugar al libro «The Forest Unseen», del que ya he comentado sus pasajes invernales en una entrada anterior. Nos quedamos cuando comenzaron los primeros indicios del cambio de estación: «Las primeras flores de la primavera han percibido el cambio y los tallos con las yemas florales han comenzado a emerger a través de la hojarasca». El biólogo cuenta cómo camino del mandala, al amanecer, se descalzó para sentir el calor tibio de la tierra del bosque, mientras escuchaba el canto de las aves y por doquier veía la emergencia de las primeras flores; todos sus sentidos le confirmaban que había terminado el invierno.
En el mandala, Haskell centró su atención en la primera flor de la primavera, una flor de hepática (Hepatica nobilis) que había estado cerrada durante la noche y se abría con las primeras luces del día para atraer a los insectos. Aunque intentaba percibir el lento movimiento de apertura de la flor, su vista y su cerebro iban demasiado rápidos; haría falta una secuencia a cámara rápida para revivirlos de forma perceptible al ojo humano. La observación de la planta le llevó a reflexionar sobre el nombre «hepática» dado a la planta, la forma de sus hojas lobuladas semejantes a un hígado y la antigua tradición occidental de relacionar la forma de las plantas con sus propiedades medicinales. Después de una larga disquisición sobre plantas, historias, tradiciones y palabras termina reconociendo que: «la bienvenida confiada que la flor de hepática dio a los primeros rayos del sol y a las abejas que zumbaban en la mañana me recordó que el mandala existe con independencia de las doctrinas humanas.» De esta forma el biólogo nos da una lección de humildad, la del observador que se acerca a la naturaleza y procura percibir sus misterios sin los prejuicios culturales. El naturalista, como cualquier humano está condicionado por su cultura; su visión de la flor es solo parcial, pues gran parte de su campo de visión está ocupado por siglos de palabras humanas.
En su camino hasta el mandala el biólogo trataba de pisar suavemente para no dejar un rastro de flores y hojas estrujadas en la alfombra de verdores y colores relucientes que cubrían el suelo del bosque. Al comienzo de la primavera el suelo del bosque recibe la máxima intensidad de radiación solar; el ángulo de los rayos es mayor que en invierno y los árboles todavía no han desarrollado sus hojas nuevas. Durante ese período las hierbas del sotobosque compiten en una carrera para crecer y reproducirse anticipando el momento en que «el dosel de los árboles les robe los fotones portadores de vida».
Esta comunidad de herbáceas se conoce como «efímeras de primavera». Su estrategia vital se basa en almacenar reservas del año anterior en forma de rizomas o bulbos subterráneos. Al terminar el invierno emergen sus hojas ricas en cloroplastos y enzimas que maximizan la captación de luz y la fijación del dióxido de carbono por sus estomas abiertos de par en par, para construir de una forma rápida las moléculas de carbohidratos. Son las plantas «glotonas» del bosque.
El nuevo crecimiento de las raíces infunde vitalidad a la comunidad de organismos del suelo. Las raíces segregan un gel nutritivo que alimenta a bacterias, hongos y protistas, que a su vez sirven de alimento a nematodos, ácaros e insectos microscópicos. La escolopendra, con sus apéndices bucales que inyectan veneno, es un depredador voraz de esta microfauna del suelo. Pero el verdadero «terror» de la hojarasca del bosque es la musaraña de cola corta (Blarina brevicauda), un «monstruo» de unos 10 cm de largo y 20 gramos de peso, que devora todo lo que encuentra: lombrices, babosas, caracoles, topillos y salamandras; cada día consume hasta 3 veces su peso en comida para satisfacer su metabolismo hiperactivo. Tiene además veneno en su saliva que usa para paralizar y matar a sus presas (uno de los pocos mamíferos venenosos) y aunque medio ciego, emite sonidos ultrasónicos para localizar a sus víctimas por ecolocación, confiriéndole su merecida fama de «terror del inframundo».
La explosión de flores en primavera también alimenta a toda una comunidad de organismos que se pueden ver y escuchar. Cientos de especies de insectos polinizadores vuelan y zumban, visitando otras tantas especies de flores del bosque, algunos de forma promiscua mientras que otros son más especializados en sus paladares. Las flores exhiben formas y colores variados para captar la atención de los insectos y ofrecerles su néctar y su polen como alimento; a cambio reciben el servicio de transporte del polen (donde viajan las células masculinas) hasta los estigmas (receptáculos femeninos) desde donde entrarán para encontrarse con los óvulos y fecundarlos. Se calcula que esta red de interdependencia comenzó hace unos 125 millones de años con la evolución de las primeras flores. Al principio sería una relación depredadora, de insectos comedores de polen, que se transformaría en otra de mutualismo por la que las dos partes se benefician. De hecho, las abejas y sus larvas consumen la mayor parte del polen que recogen y solo algunos granos son transferidos a otras flores y cumplen su función fecundadora. Cada primavera se renueva esta alianza antigua entre plantas y animales.
En los árboles, las yemas se van despertando y las nuevas hojas inundan como una marea verde brillante el dosel del bosque, comenzando en las partes más bajas y terminando en las cimas de los árboles más altos. Sobre las copas, a una altura de unos 30 metros desde el suelo, los rayos de sol calientan y evaporan el agua de las células de las hojas. Se genera una tensión que succiona el agua del interior de la hoja, de las venas, de los vasos del xilema del tronco hasta llegar a las raíces que la absorben del suelo. La fuerza de succión de una molécula de agua es minúscula pero la fuerza combinada de millones de moléculas de agua que se evaporan en las hojas de un árbol puede tener una fuerza suficiente para subir una columna de agua de varias decenas de metros. Si nos acercamos a la base de un tronco no podemos imaginar que por sus conductos está bombeando más de 500 litros diarios de agua desde el suelo hasta las hojas, mediante este mecanismo elegante y silencioso.
El bosque en primavera es un regalo para los oídos. Una mañana de abril el biólogo fue hasta el mandala del bosque bien temprano, antes del amanecer, para ir escuchando, identificando y anotando la secuencia de los distintos cantos de aves durante el espectáculo sonoro conocido como los «coros del alba». Nos describe los cantos y el comportamiento de hasta 21 especies de aves: entre los más tempraneros estaban los pequeños páridos como el carbonero de cresta negra (Baeolophus bicolor) y el carbonero de Carolina (Poecile carolinensis), también el papamoscas fibí (Sayornis phoebe) con su rasposo fi-bí que le da nombre. Mientras leemos, vamos disfrutando de los diferentes nombres de aves y sus peculiaridades canoras a medida que avanza la mañana y el capítulo. Ya con el cielo azul radiante, cerca del mandala se escuchaba el chip metálico del bello cardenal rojo (Cardinalis cardinalis), mientras que por la espesura del bosque se difundían los potentes glugluteos de los pavos machos (Meleagris gallopavo) marcando sus territorios.
Asistir al despertar de la primavera en los bosques templados caducifolios es una celebración de la VIDA en su estado más puro. La exquisita sensibilidad de Haskell y el amor por la vida del bosque que transmite nos evoca a Thoreau que escribió: «una razón para venirme a los bosques a vivir fue que así tendría el placer y la oportunidad de ver cómo llega la Primavera».
Escrito por Teo, jueves 30 de mayo 2013.
Entrada sobre el invierno en el libro de Haskell
El libro The Forest Unseen publicado por el grupo Penguin

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Muy buena entrada, muchas gracias por la linda reseña.
Gracias Diego por tu comentario.