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Sauces del Ártico

El frío extremo es letal para los árboles. La muerte por congelación marca el límite norte del bosque boreal (taiga) y el comienzo de la tundra, una formación vegetal de baja estatura dominada por herbáceas, musgos, líquenes y algunos arbustos. De igual modo, en las zonas más altas de las montañas el frío, la nieve y las heladas marcan la línea invisible por encima de la cual no sobreviven los árboles (tree line en inglés).

Islandia no es país para árboles, al menos esa es su fama. El destino me llevó en primavera a esa remota isla, situada en mitad del océano Atlántico, rozando el círculo polar ártico. En el avión de Barcelona a Keflávik fui leyendo una novela de Stefánsson; las horas pasaron rápidas, absorto en cómo los personajes se enfrentaban a las duras condiciones de vida islandesa [1].

Aquí el clima lo rige todo, moldea nuestra vida como si fuera arcilla.

No hay palabras suficientes para describir el viento que hace aquí. Viento del norte, todo es blanco, incluso el mar, todo excepto las paredes rocosas de las montañas.


Una vez más el viento viene del norte, el ártico sopla sobre ellos, atraviesa las montañas que se alzan a su derecha, arrastra las ráfagas de nieve desde los peñascos y las derrama sobre las pocas granjas que se encuentran a lo largo de la playa, sobre los dos hombres que avanzan patosamente, el primero con la mirada fija hacia delante, el que le sigue camina cabizbajo y pensando en Otelo y Hamlet, murmura citas sacadas de esas obras, es bueno mover los labios, así no se quedan congelados.


El viento resopla, aúlla, el viento ártico que parece enfadado con todos los seres vivos.

No encontré ningún árbol en las descripciones de los paisajes que atraviesan el cartero rural y su acompañante; solo el páramo (la tundra), las montañas, la nieve y el mar. ¿Qué futuro me esperaba, como buscador de árboles, en Islandia?

Era una mañana de domingo, fresca, nublada y con lluvias intermitentes; atravesé la ciudad desierta y me dispuse a explorar los alrededores. La península de Reykjanes (en español sería Punta Humeante) es un paisaje de coladas de lava y rocas volcánicas, con fumarolas y piscinas de aguas termales, como la famosa Laguna Azul. Impresiona saber que por esta península emerge la Dorsal Mesoatlántica, la cordillera que continúa hacia el sur hasta la Patagonia (unos 15.000 km), sumergida por el fondo del Océano; es una enorme costura planetaria que separa dos placas tectónicas. No muy lejos, el puente Midlina (Punto Medio) se extiende sobre una grieta de unos 15 metros de ancho y permite pasar de la placa de América del Norte a la de Eurasia. En pocos pasos se viaja de un continente a otro, sin percibir que se van separando lentamente, a una velocidad de unos 2 cm al año. ¡Extraña paradoja!, estar en una isla remota, donde nacen y se separan dos continentes.

Tomé el sendero que seguía la costa hacia el norte. Las rocas de lava negra apenas estaban cubiertas por una vegetación de baja estatura. Entre el negro mineral y el verde vegetal destacaban las flores azules del altramuz de Alaska (Lupinus nootkatensis). Esta especie de leguminosa fue introducida en Islandia a mitad del siglo XX para la recuperación de suelos erosionados y pobres, gracias a su crecimiento rápido y a su capacidad de fijar nitrógeno atmosférico. Con el tiempo, se ha extendido por toda la isla y en algunas zonas supone una amenaza para las especies nativas.

¿Dónde estaban los árboles? Miré alrededor y me agaché para observar de cerca un sauce enano (Salix herbacea), un prodigio de miniaturización que le permite resistir el frío extremo. Era una almohadilla verde que apena sobresalía unos centímetros del suelo, formada por hojas brillantes, redondeadas, que absorbían con avidez la energía solar en el corto verano recién estrenado. En el extremo del ramillo, apenas sobresaliendo de las escasas hojas curvadas, asomaban los amentos de flores masculinas. Saludé a este diminuto sauce macho que me había dado la bienvenida a los mini-bosques de Islandia y seguí mi camino por el sendero de la costa, mirando con cuidado por donde pisaba.

Sauces enanos que toleran el frío extremo

El género Salix tiene unas 500 especies distribuidas principalmente por las zonas frías y templadas del hemisferio norte, aunque algunas especies se extienden por Sudamérica y África [2]. La especie más conocida es el sauce llorón (Salix babylonica), un icono de parques y jardines de todo el mundo.

Posiblemente el sauce ancestral se originó en las montañas del sur de China, actual centro de diversidad con más de 270 especies, y desde allí radió al resto del mundo. En el dilatado proceso evolutivo, algunas especies se adaptaron a resistir el frío extremo y colonizaron las zonas árticas, incluyendo la remota isla volcánica que sería conocida como «Tierra del Hielo» (Iceland). Cuatro especies nativas de sauces viven en la isla.

 

Sauce enano o de los neveros (Salix herbacea L.). El botánico sueco Carlos Linneo viajó en 1732 a Laponia, la región del norte de Europa que limita con el océano Ártico. Durante cinco meses recolectó y describió 534 especies de plantas (la mayoría líquenes y musgos); entre ellas encontró un sauce diminuto del que escribió (en latín): «Minima inter omnes arbores est haec salix» (“este sauce es el más pequeño de todos los árboles») [3]. Desde entonces, se le conoce como «el árbol más pequeño del mundo». Años más tarde, el mismo Linneo en su obra magna Species Plantarum (1753) lo bautizaría con el nombre científico Salix herbacea, es decir «como una hierba». ¿En qué quedamos Linneo, es un árbol o una hierba?

Cuando vi por primera vez al sauce enano, aunque su apariencia era de un modesto arbusto rastrero, me fascinaba imaginarlo como un árbol miniaturizado, un prodigio de adaptación a las condiciones extremas de frío y nieve. Conquistar las tierras árticas se puede considerar un éxito evolutivo para el linaje arbóreo de los sauces, aunque les haya costado sacrificar algunos emblemas de su “arboreidad”, como renunciar al tronco, enterrarse y aplastarse en el suelo protector, mediante una estrategia de resistencia. Para mí, es un árbol miniatura, adaptado al frío extremo.

El sauce es dioico, es decir hay plantas machos y hembras. Las semillas son muy pequeñas, apenas de 1 mm, provistas de largos pelos que facilitan su dispersión a gran distancia, transportadas por el viento y las corrientes de convección. Una vez depositada en un lugar favorable, germina y el joven sauce comienza a crecer lentamente, bajo el suelo, con tallos subterráneos y raíces adventicias, formando un entramado resistente que puede vivir hasta 500 años.

Para ver a este pequeño sauce en los Pirineos o los Alpes hay que subir hasta los 2.000 m de altura o más, sin embargo, en Islandia lo pude disfrutar en mi paseo dominguero junto al mar.

Sauce ártico o de la montaña (Salix arctica Pallas). El sauce ártico es todavía más resistente al frío que su pariente, el sauce de los neveros. Tiene una distribución circumpolar, alrededor del océano ártico, y ostenta el récord de ser la especie leñosa que llega más cerca del Polo Norte, en la península Peary Land, extremo septentrional de Groenlandia. Allí se dan unas condiciones extremas de suelos congelados (permafrost), largos inviernos fríos y sin luz, veranos cortos en los que el termómetro no sube de los 5ºC, escasas precipitaciones en forma de nieve, y fuertes vientos erosivos; condiciones que solo es capaz de soportar el ultra-resistente sauce del ártico.

En las mismas zonas árticas viven los inuits o esquimales. Poblaciones humanas que han adquirido diversas adaptaciones para resistir al frío, como el gen TBX15 (de misterioso origen) que promueve la diferenciación en grasa parda que genera calor [4]. Tan importante como las adaptaciones genéticas ha sido el conocimiento íntimo de la naturaleza y sus recursos, y el desarrollo de una cultura de resistencia que les ha permitido sobrevivir en ese medio hostil.

Los inuits conocen bien y aprecian al sauce del ártico, al que llaman suputiit. Comen las hojas y otras partes de la planta (ricas en vitamina C), pelan las raíces y las mastican para mitigar el dolor de muelas, y lo utilizan como remedio medicinal por su riqueza en salicina. Los frutos algodonosos son mezclados con musgo para elaborar las mechas de la lámpara de aceite de foca, conocida como qulliq. Estas lámparas se mantenían siempre encendidas; servían para iluminar, cocinar, calentar y secar las pieles. Era responsabilidad y privilegio de las mujeres mantener la llama encendida; una actividad esencial para sobrevivir en el clima extremo del Ártico.

Aunque los inuits conocían bien al suputiit desde hace miles de años, no fue hasta 1784 cuando adquirió su nombre científico – Salix arctica. El naturalista alemán Peter Simon Pallas, financiado por Catalina II de Rusia, viajó a Siberia, lo colectó y describió [5]. No es tan pequeño como el enano, puede llegar hasta 50 cm de alto, y suele estar muy ramificado.

En mi visita a Islandia no pude ver al suputiit en su hábitat natural porque allí se refugia en las montañas (se le llama fjallavíðir, sauce de la montaña); parece que el frío de las zonas bajas no le es suficiente. Sin embargo tuve ocasión de ver algunos ejemplares en la colección de sauces de la estación experimental de Gunnarsholt. En la etiqueta les llamaban grávíðir (sauce gris, otro nombre islandés para el sauce ártico). Entre los tallos retorcidos se abrían las primeras yemas, dejando ver las pequeñas hojas peludas; era primeros de junio.

Sauce lanudo (S. lanata L.). Es más alto que el ártico, puede llegar a 100 cm, y se caracteriza porque las hojas y los amentos son pubescentes, con densos pelos grises. Es muy común en los páramos de Islandia, y por su vistosidad también se cultiva en los jardines.

Sauce con hoja de té (S. phylicifolia L.). Puede llegar a los 3 m, con porte arborescente. Tiene las hojas anchas, de color verde brillante, sin pelos. Es muy común en Islandia, en las zonas más húmedas y en los escasos bosques de abedul.

De las cuatro especies nativas, las dos de mayor porte (S. lanata y S. phylicifolia) son las que dominan en la colección de sauces que visité. Fueron plantados entre 1998 y 1999 por el Servicio de Conservación de Suelos. Son muestras de poblaciones, recolectadas en diferentes partes de la isla. La colección tiene como objetivo evaluar su potencialidad para la restauración de zonas erosionadas [6].

Un refugio botánico en Reikiavik

Las glaciaciones fueron letales para la vegetación de esta isla, tan próxima al Polo Norte. De hecho, todavía no se ha recuperado después de la última glaciación (hace unos 12.000 años). Su flora actual es relativamente pobre en especies; unas 470 especies, de las cuales solo tres tienen porte arbóreo: abedul (Betula pubescens), serbal (Sorbus aucuparia) y álamo temblón (Populus tremula). Esta diversidad escasa se debe a una combinación del clima adverso por frío y viento, la actividad volcánica y sobre todo la lejanía de otras tierras de donde pudieran llegar semillas.

Su «remotidad» también explica la tardía llegada y establecimiento de los primeros inmigrantes humanos; fueron vikingos procedentes de Noruega a finales del siglo IX. En el Libro de los Islandeses (Íslendingabók), escrito en nórdico antiguo en el siglo XII por Ari el Sabio, encontramos una sorprendente frase:

«En aquella época Islandia estaba cubierta por bosques que se extendían desde las montañas hasta la orilla del mar».

¿Era una exageración o una fantasía del cronista medieval? Parece que no, porque estudios paleobotánicos recientes han confirmado que los bosques de abedul cubrían al menos la tercera parte de la isla. Es decir, en el pasado, Islandia sí fue país para bosques.

Los colonos empezaron a talar los bosques para obtener madera y leña, y para convertirlos en prados donde pastaran sus ovejas y caballos. Después de siglos de cortar árboles y del ganado comiendo los intentos de regeneración, los bosques fueron desapareciendo hasta que a mediados del siglo pasado apenas el 1% de la isla tenía abedulares naturales. Al faltar la cubierta protectora vegetal, comenzó un problema severo de erosión por el viento que dejó grandes extensiones de lava al descubierto; estas zonas de desierto desnudo representan casi el 36% de la isla.

El estado de Islandia se ha propuesto revertir esta tendencia, recuperando los suelos con el Servicio de Conservación de Suelos, y reforestando con el Servicio Forestal. Su ambiciosa meta es que el 12% del país esté cubierto por bosques para el 2100.[7]

Cuando llegué a la capital, Reikiavik, tenía gran curiosidad por visitar su Jardín Botánico. Además de un refugio para los árboles, un Botánico es un indicador del nivel de sensibilidad y cultura de una ciudad. Muñoz Molina escribió «los jardines botánicos, como algunas obras maestras de la literatura, esperan con paciencia a que uno llegue a la madurez necesaria para disfrutarlos«; también esperan con paciencia a que una ciudad tenga la madurez necesaria para crearlos.

El Botánico de Reikiavik es pequeño y coqueto; una incorporación reciente (de 1961) a su patrimonio natural y cultural urbano. Todo es relativamente nuevo allí, comparado con sus venerables equivalentes en Padua (1545), Montpellier (1593) o Amsterdam (1638). En sus cinco hectáreas se cultivan y cuidan unas 5.000 especies de plantas.

Me acerqué a la zona de la flora de Islandia, un pequeño montículo donde se recreaba la vegetación achaparrada de la tundra. Allí encontré de nuevo al sauce de montaña (fjallavíðir en su cartel), esta vez con todas sus hojas ya expandidas.

 

El aspecto general del jardín no era de tundra con predominio de herbáceas y pequeños arbustos, típico del paisaje islandés, sino de bosque urbano, con una considerable variedad de árboles. Durante el paseo, escuché varias veces y muy cerca el bullicioso canto del zorzal alirrojo (Turdus illiacus), un ave forestal que estaba en pleno apogeo primaveral. Una parte importante del Jardín (2,4 ha) estaba siendo ampliada para el nuevo arboreto, cuyo diseño se mostraba en un cartel; allí se marcaba el lugar reservado para las especies de árboles procedentes de Norteamérica, Asia y Europa.

Sin duda, pensé, Islandia puede ser un país hospitalario para los árboles, y con el calentamiento global lo será más.

Cerca de la salida me fijé en un árbol de troncos múltiples y ramas torcidas como si dudaran en el camino recto hacia la luz. Era un sauce de las cabras (Salix caprea L.), un «gigante» entre los sauces nórdicos (puede llegar a los 10 m de altura).

No es nativo de Islandia, pero es común en Noruega y sería bien conocido por los primeros pobladores vikingos. En los años treinta del siglo pasado fue común plantarlos en los jardines de Reikiavik. Al parecer, este venerable sauce de 80 años sería uno de ellos.

Después de haber tenido que estar en cuclillas, agachado, para observar a sus parientes miniaturizados, ahora tenía que alzar la vista para buscar sus amentos floridos y saber si era macho o hembra. Había cambiado la escala de tamaño y mi perspectiva con los sauces.

Salí del Botánico reflexionando sobre el linaje Salix, su diversidad de formas y su extraordinaria capacidad para adaptarse a las condiciones extremas. Comprendí entonces la admiración que los sauces causaron en Thoreau [8]:

«¡Ojalá yo tuviera siempre el buen ánimo de un sauce! ¡Cuánta tenacidad en su vida! ¡Cuánta flexibilidad! ¡Qué pronto se recuperan de sus heridas! Nunca desesperan. Son emblemas de la juventud, la alegría y la vida eterna.»

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[1] J. K. Stefánsson (2016), La tristeza de los ángeles, Salamandra, Barcelona. Traducción de Elías Portela. La edición original en islandés es de 2009. Esta novela forma parte de una trilogía, junto con Entre cielo y tierra y El corazón del hombre, también publicadas por Salamandra.
En la tercera entrega, El corazón del hombre, encontré la única mención a un árbol de la trilogía: «Apoyado en el cercado, de espaldas a los dos serbales, que se esforzaban en alzar las ramas hacia la luz» (pág. 207).

[2] En la página web The Plant List se listan 552 especies aceptadas del género Salix.
The Plant List (2013). Version 1.1. Published on the Internet.

[3] Carlos Linneo publicó en 1737, cinco años después del viaje de exploración a Laponia, la obra: Flora Lapponica exhibens plantas per Lapponiam crescentes, secundum systema sexuale, Amsterdam. La descripción latina del «árbol más pequeño del mundo» está en la página 286.
La primera descripción científica con el nombre aceptado Salix herbacea, se puede encontrar en su obra Species Plantarum (1753), volumen 2, página 1018.

[4] Investigaciones recientes han propuesto que las adaptaciones al frío de los inuits, en particular el gen TBX15, podrían proceder de antiguos cruzamientos entre los humanos modernos y los homínidos denisovanos (hace unos 50.000 años).
Racimo F. y cols. (2017). Archaic adaptive introgression in TBX15/WARS2. Molecular biology and evolution, 34(3), 509-524.
Ver también artículo de Steph Yin «Cold Tolerance Among Inuit May Come From Extinct Human Relatives» en el diario New York Times, 23 diciembre 2016.

[5] Peter S. Pallas publicó la Flora de Rusia en dos volúmenes, entre 1784 y 1788, en San Petersburgo (Petropoli) con el título completo: Flora Rossica seu Stirpium Imperii Rossici par Europam et Asiam. Indigenarum Descriptiones et Icones. Jussu et Auspiciis Catharinae II Augustae.

[6] Agradezco a Anne Bau su amabilidad al llevarme a las plantaciones de sauces y facilitarme la información. La historia de la colección de sauces se puede leer en la publicación: Aradóttir AL, K. Svavarsdóttir, A. Bau (2007). Clonal variability of native willows (Salix phylicifolia and Salix lanata) in Iceland and implications for use in restoration. Icelandic Agricultural Science 20: 61-72.

[7] T. Eysteinsson (2017) Forestry in a Treeless Land Fifth edition, 2017. Icelandic Forest Service, Egilsstaðir Iceland.

[8] La reflexiones de Thoreau sobre los sauces están incluidas en las notas de su diario, del 14 de febrero 1856, una mañana fría de paseo por las orillas del río, camino de Walden. Ver la transcripción en:
The writings of Henry David Thoreau. Journal. Edited by B. Torrey. VIII. November 1, 1855 – August 15, 1856. Houghton Mifflin. 1906, págs. 181-182.

 

Escrito por Teo, jueves 28 septiembre 2017

 

Enlaces

Obras de Carlos Linneo: Flora Lapponica y Species Plantarum.

Páginas web del Servicio de Conservación de Suelos y del Servicio Forestal de Islandia.

Página web del Botánico de Reikiavik.

Artículo de Muñoz Molina sobre el Jardín Botánico de Lisboa.

La red social del bosque

Cuando paseamos por un bosque no somos conscientes de que bajo nuestros pies se extiende un denso entramado de raíces y micelios de hongos, una red de conexiones que sirve a los árboles para comunicarse unos con otros. Pero, ¿verdaderamente los árboles se comunican? ¿son capaces de «transmitir señales mediante un código común al emisor y receptor»? como define la Academia la acción de «comunicar».

La ecóloga forestal Suzanne Simard descubrió, a finales del siglo XX, que los árboles del bosque están conectados por una red de raíces y micorrizas, a través de la cual transfieren nutrientes desde las «fuentes» o emisores a los «sumideros» o receptores. En su experimento pionero, marcó las hojas de abedules (Betula papyrifera) en Canadá, con isótopos de carbono (C13 y C14) y comprobó que este carbono era transferido a plántulas vecinas de abeto (Pseudotsuga menziesii), que crecían en la sombra. En el sentido contrario, el carbono marcado en las hojas de abeto, durante el invierno apareció en los jóvenes abedules desprovistos de hojas.

La publicación de estos resultados sorprendentes en la prestigiosa revista Nature [1], supuso el lanzamiento a la fama (científica) de la joven Simard y el auge en la investigación sobre las redes de micorrizas, que serían bautizadas como Wood Wide Web o internet del bosque (en un juego de palabras de las siglas en inglés WWW, cambiando World-mundo por Wood-bosque).

Hongos y raíces forman una red oculta

Las micorrizas son asociaciones simbióticas entre hongos (mykós en griego) y raíces (riza) de plantas. Las hifas o filamentos de los hongos movilizan y transportan los nutrientes minerales del suelo hasta las raíces de las plantas, mientras que el hongo recibe a cambio hidratos de carbono fotosintetizados por la planta. Se piensa que esta simbiosis con los hongos fue crucial en la evolución de las plantas terrestres, cuando dejaron el medio acuático hace unos 400 millones años y tuvieron que aprender a captar las sales minerales y nutrientes retenidos por las partículas del suelo.

La existencia de las micorrizas ya se conocía a finales del siglo XIX, pero sus beneficios agrícolas y forestales se fueron descubriendo en la primera mitad del siglo XX. Ha sido en este siglo XXI cuando las nuevas técnicas de biología molecular y los marcadores isotópicos han abierto una ventana nueva a ese mundo complejo de las redes micorrícicas que conectan los árboles del bosque.

El grupo de Simard ha cartografiado con detalle la red de micorrizas en una parcela de bosque de abetos (Pseudotsuga menziesii) en Canadá, identificando los genotipos de árboles y hongos, mediante análisis de ADN [2]. Un viejo abeto, de 94 años, estaba conectado con otros 47 árboles mediante 11 genotipos diferentes del hongo Rhizopogon sp. La longitud media de un micelio de hongo fue de 20 metros. La red de conexiones debe ser aún más compleja porque solo se identificaron las micorrizas formadas por dos especies de hongos; mientras que en esa comunidad de bosque pueden existir más de 50 especies diferentes de hongos micorrícicos. Funcionalmente, se trataría de un super-organismo clonal, una red simbiótica árbol-hongo que comparte los recursos del bosque.

Mapa de la red de micorrizas en un bosque de abetos de Canadá (Beiler et al., 2010).

A través de las redes no solo circulan nutrientes, también van señales bioquímicas y eléctricas de un árbol a otro; para algunos, esas señales son prueba de la existencia de comunicación real, de una “charla arbórea” (tree talk) [3]. Se ha comprobado que abetos que habían sufrido una defoliación severa por insectos transmitieron, por medio de la red de micorrizas, señales de estrés a los árboles vecinos, que a su vez respondieron activando los genes que sintetizan enzimas defensivos. La señal de alerta fue comunicada no solo a los árboles de la misma especie, sino también a los de otras especies. ¿Qué sentido evolutivo tiene ayudar a un árbol vecino que compite contigo por los recursos y el espacio? Una posible explicación alternativa es que la red es propiciada por el hongo, que comunica a diferentes árboles para asegurarse una fuente de carbono desde múltiples hospedadores, en un ambiente variable e impredecible.

También existe un lado oscuro de la red, no todo es altruismo y cooperación entre árboles. Algunos árboles producen compuestos químicos que se llaman alelopáticos (del griego pathos-sufrir y allelos-al otro), es decir que inhiben el crecimiento y desarrollo de otras plantas. Por ejemplo, es conocido que las raíces y hojas del nogal (Juglans regia) tienen juglona (un tipo de naftoquinona) que es tóxico para otras plantas. Se ha comprobado que los micelios de los hongos conectados a las raíces del nogal facilitan el transporte de la juglona y así extienden su efecto alelopático por el suelo; por otra parte, la juglona le sirve al hongo como defensa química contra los micófagos [4].

Es difícil imaginar esa red compleja y dinámica que conecta los árboles del bosque bajo tierra. El artista francés Enzo Pérès-Labourdette dibujó unos seres oníricos, especie de duendecillos carteros, que corren apresurados por un laberinto de caminos subterráneos llevando mensajes, para ilustrar un artículo dedicado a la Wood Wide Web en la revista New Yorker.

Ilustración de Enzo Pérès-Labourdette para New Yorker (2016).

Esta relación compleja entre los árboles también se puede imaginar y explicar usando analogías con nuestras relaciones humanas y sociales. La doctora Simard, una apasionada comunicadora y divulgadora, cambia su lenguaje científico, frío y objetivo, por otro más personal y más sentimental en sus conferencias: «Los árboles madre reconocen y nutren a sus hijos, les envían señales de alerta, les hablan«. Reconoce su inspiración en el lema de Rachel Carson: «no es ni siquiera la mitad de importante conocer como sentir«.

Simard argumentaba así su pasión «humanizadora» por los árboles:

«Pasan tantas cosas en los bosques, que no somos capaces de entenderlas aplicando las técnicas científicas tradicionales. Así que abrí mi mente y decidí incorporar aspectos humanos para comprender de forma más profunda, más visceral a estas criaturas vivientes, que no son meros objetos inanimados. Además, como seres humanos nos podemos relacionar mejor con estos árboles (humanizados), cuidarlos mejor y gestionar mejor nuestros paisajes.»

Árboles con vida social

«Los árboles son seres muy sociales y se ayudan unos a otros; su bienestar depende de la vida en comunidad«, escribió Peter Wohlleben en su interesante y apasionado libro La vida oculta de los árboles. Qué sienten y cómo se comunican [5].

Wohlleben es técnico forestal y gestiona el bosque comunal de Hümmel (Alemania); el hermoso bosque antiguo, por donde le gusta deambular y que tanto le inspira. Confiesa que, durante sus caminatas por el interior del bosque, aprende algo nuevo cada día, investiga, piensa, observa, y saca conclusiones de lo que ha descubierto. Fruto de esas observaciones y sus lecturas (entre ellas, los trabajos de Simard) fue el libro dedicado a la vida oculta del bosque, que tuvo un gran éxito en Alemania (publicado en 2015, vendió más de 300.000 ejemplares). Posiblemente tocó la fibra sensible y ancestral que ya reconoció el historiador latino Tácito en los antiguos germanos: “no juzgan adecuado para la grandeza de los cielos encerrar a los dioses entre paredes ni presentarlos en forma humana, por ello, les consagran bosques y frondosidades y deifican el misterio que solo ven con su veneración”. Quizás el libro sirvió para renovar ese vínculo cultural y espiritual con el bosque.

El amante de los árboles disfruta leyendo el libro, estructurado como una colección de relatos de historia natural del bosque. También aprende sobre la complejidad de los nuevos descubrimientos científicos, como la red Wood Wide Web que conecta los árboles. Es verdad que, a veces, el lector no sabe si tiene entre las manos una obra de ciencia o de ficción, y le vienen a la mente otras historias de árboles inteligentes: «hay algún tipo de comunicación electroquímica entre las raíces de los árboles. Como las sinapsis entre las neuronas. Cada árbol tiene 10.000 conexiones a los árboles que los rodean, y hay un billón de árboles en Pandora» [6]. Sí, el bosque fantástico de Avatar, pero estas historias de Wohlleben son del planeta Tierra, y más concretamente del centro de Europa.

En las reseñas del libro en revistas científicas se le reconoce su valor divulgativo pero se le critica la excesiva «humanización» de los árboles [7]. Wohlleben se justifica: usa «un lenguaje muy humano, porque el lenguaje científico elimina toda la emoción y la gente no lo entiende«. Claro que, al dotar a los árboles de sentimientos y emociones, se plantea dudas morales como gestor de bosques: «cuando sabes que los árboles experimentan dolor y tienen memoria, y que los árboles padres viven junto a sus hijos, entonces no puedes ir sin más a talarlos y destruir sus vidas con maquinaria pesada

Como alternativa a la explotación forestal tradicional propone «una gestión amigable del bosque, que permita a los árboles satisfacer sus necesidades sociales, crecer en un verdadero ambiente forestal sobre suelo sin perturbar y pasar “su conocimiento” a la siguiente generación. Al menos a algunos de ellos se les debe permitir envejecer con dignidad y morir de muerte natural.» Una forma revolucionaria de contemplar nuestra relación con el bosque.

Termina el libro con algunas profecías y una invitación a pasear con imaginación por el bosque.

«Cuando se conozcan las capacidades de los árboles, y se reconozcan sus vidas emocionales y necesidades, entonces cambiará gradualmente la forma en que los tratamos.
Quizás algún día se podrá descifrar el lenguaje de los árboles, dándonos material para historias aún más asombrosas. Hasta entonces, en tu próximo paseo por el bosque, deja rienda suelta a tu imaginación.»

Tienes un treemail

Los habitantes de Melbourne (Australia) tienen el privilegio de poder comunicarse con sus vecinos arbóreos a través de internet. Desde 2013, los 77.000 árboles de la ciudad tienen asignados individualmente una dirección de correo electrónico. Pueden recibir un email desde cualquier parte del mundo. Es tan fácil como abrir en internet el Bosque Urbano Visual, elegir un árbol, y enviarle un email.

Dioses maoríes esculpidos en troncos. Parque Nacional Abel Tasman, Nueva Zelanda. Foto: Jonathan Hansen.

El objetivo de esta red social arbórea es esencialmente práctico; que los vecinos puedan comunicar a los técnicos municipales cualquier incidencia sobre un árbol determinado, como una rama caída, una plaga, etc. Los árboles están así perfectamente identificados y localizados en el mapa.

La innovación e imaginación del ayuntamiento de Melbourne ha consistido precisamente en darle una identidad (y una dirección de email) a cada uno de los árboles. Cuando paseas por la ciudad ya no te cruzas con «un árbol», sino con tus vecinos arbóreos individualizados. Algunos habitantes de Melbourne comparten con Simard y Wohlleben ese sentimiento «humanizador» hacia los árboles y los reflejan en sus mensajes. El árbol más popular es un olmo dorado (Ulmus glabra ‘Lutescens’) que recibe numerosas muestras de cariño:

«Querido 1037148,
mereces ser conocido por más que un número.
Te quiero. Ahora y para siempre.»

El efecto inesperado de esta red social arbórea ha sido que muchos vecinos la aprovechan para expresar sus sentimientos hacia esos seres vivos, con los que comparten sus penas y alegrías cotidianas. Es un vehículo para la participación ciudadana en el cuidado del arbolado, y al mismo tiempo una red psico-social que une personas y árboles en el ecosistema urbano.

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[1] Simard SW, Perry DA, Jones MD, Myrold DD, Durall DM y Molina R (1997). Net transfer of carbon between ectomycorrhizal tree species in the field. Nature, 388: 579-582.

[2] Beiler KJ, Durall DM, Simard SW, Maxwell SA y Kretzer AM (2010). Architecture of the wood-wide web: Rhizopogon spp. genets link multiple Douglas-fir cohorts. New Phytologist, 185: 543-553.

[3] Gorzelak MA, Asay AK, Pickles BJ y Simard SW (2015). Inter-plant communication through mycorrhizal networks mediates complex adaptive behaviour in plant communities. AoB Plants, 7, plv050.

[4] Achatz M, Morris EK, Müller F, Hilker M y Rillig MC (2014). Soil hypha-mediated movement of allelochemicals: arbuscular mycorrhizae extend the bioactive zone of juglone. Functional ecology, 28: 1020-1029.

[5] Peter Wohlleben (2015). Da geheime Leben del Bäume. He leído y cito a partir de la versión inglesa de 2016:  The hidden life of trees. What they feel, how they communicate. Greystone Books, Vancouver, Canadá. Existe una traducción al español, titulada La vida secreta de los árboles, publicada por Obelisco en la colección «Espiritualidad y vida interior».

[6] James Cameron (2007). Avatar. Twentieth Century Fox Film, Script, pág. 101.

[7] Richard Fortey (2016). The community of trees. Nature, 537: 306.

 

 

Escrito por Teo, jueves 27 abril 2017.

 

Enlaces

Artículo en la revista New Yorker sobre la Wood Wide Web

Artículo en el blog de Scientific American sobre la red de micorrizas

Entrevista con Susane Simard en el blog de la Escuela Forestal de Yale

Conferencia TED de Susane Simard (más de 2 millones de visionados)

Rachel Carson y el asombro, en este blog

Entrevista con Peter Wohlleben en New York Times, 29 enero 2016

Escritos de Tácito sobre los Germanos, en este blog

Bosque Urbano Visual de Melbourne

Noticia en la BBC sobre los árboles con email en Melbourne

El árbol más popular de Melbourne, en CityGreen, 22 noviembre 2016

Declive y rescate de un gigante

El castaño americano (Castanea dentata) es un árbol gigantesco que puede alcanzar los 40 metros de altura, con troncos de más de 3 metros de diámetro. Su área de distribución se extiende por todo el este de Estados Unidos, desde Maine al norte hasta Georgia al sur, ocupando unas 80 millones de hectáreas. Se le ha llamado la «secuoya del este» por su envergadura y por ser el árbol dominante del bosque.

La filogeografía ha reconstruido la historia evolutiva de las siete especies de castaños existentes en el mundo. Los ancestros del género Castanea (de la familia Fagácea) se originaron en los bosques del este de Asia, hace unos 60 millones de años. Desde allí, un linaje migró hacia el oeste y hace unos 43 millones de años se diferenciaron los antepasados del castaño europeo (Castanea sativa). Posteriormente, los castaños pasaron a Norteamérica, donde se originaron las dos especies americanas (C. dentata y C. pumila) [1].

Durante las reiteradas glaciaciones en los últimos dos millones de años (la más reciente hace 10.000 años), la orientación norte-sur de la cordillera de los Apalaches (este de EE UU) permitió las migraciones de las especies de árboles siguiendo el avance y retirada de los hielos. El resultado fue la supervivencia de un bosque mixto, rico y diverso. Los primeros colonos europeos del siglo XVIII se encontraron un paraíso natural en estos bosques. La producción de castañas era copiosa, a veces se acumulaban tanto en el suelo del bosque que se recogían con palas, y además era segura todos los años, sin vecerías como en los robles. En otoño suponía una importante fuente de ingreso para las familias que subsistían en esta zona de montañas. La prodigalidad del castaño constituía también un recurso básico para la fauna forestal; proporcionaba alimento a osos, ciervos, y todo tipo de pequeños mamíferos y de aves. Para la paloma migratoria (Ectopistes migratorius), que formaba bandadas de cientos de miles de individuos, la abundante castaña era su dieta favorita en otoño e invierno.

Los leñadores consideraban al castaño americano el «árbol perfecto»: un tronco recto, con madera resistente a la podredumbre y fácil de trabajar. Fue talado masivamente y utilizado en la fabricación de casas, cobertizos, postes de telégrafos, traviesas de ferrocarril, muebles e instrumentos musicales. En la icónica fotografía de 1910, publicada por Sidney V. Streator en la revista Leñador Americano (American Lumberman), se aprecian las dimensiones de estos árboles colosales.

A finales del siglo XIX algunos naturalistas, como Henry D. Thoreau (1817-1862), advirtieron que la explotación del castaño no era sostenible: «la madera de castaño ha desaparecido rápidamente en los últimos 15 años, siendo utilizada de forma extensiva para traviesas, cercados, tableros y otros fines, de modo que actualmente es comparativamente escasa y cara; y existe el peligro, si no tenemos un cuidado especial, de que este árbol se extinga» [2].

Encuentro fatal

No fue el hacha la perdición del castaño sino un misterioso alien que vino de oriente. Se sabe que en 1876 un viverista de Nueva York importó castaños japoneses (C. crenata) como árbol ornamental. Posiblemente en el embarque de los castaños venía como polizón un hongo parásito, que forma pústulas rojo-anaranjadas sobre la corteza; pero pasó desapercibido porque el árbol japonés tiene defensas y puede convivir con el hongo sin mayores problemas.

Sin embargo, cuando las esporas de este hongo llegaron a contactar con su pariente americano el efecto fue devastador. Las primeras infecciones letales se detectaron en 1904 en los castaños del Jardín del Zoológico de Nueva York. Un joven micólogo del Jardín Botánico, al otro lado de la calle, fue avisado y comenzó a estudiar la causa de esta mortandad. William A. Murrill (1869 – 1957) se había criado en una granja de Virginia donde «pasó una infancia feliz deambulando por el campo, cazando ranas y topos, y cogiendo frutos silvestres de pawpaw (Asimina triloba, pariente de la chirimoya), nogales y castaños» [3]. Estudió Botánica en la Universidad de Cornell y acababa de ser contratado en el Botánico de Nueva York cuando se encontró con el importante reto que marcaría su carrera.

Murrill aisló y cultivó el hongo, comprobando sus efectos patógenos sobre el castaño. En 1906 publicó sus características y su ciclo biológico, con el nombre Diaporthe parasitica, que en 1978 sería rebautizado como Cryphonectria parasitica, vulgarmente conocido como «chancro del castaño». Entonces no se sabía su origen, si era una mutación patógena de un hongo nativo o había venido de fuera.

El hongo tiene un ciclo complejo. Las esporas tienen que penetrar por alguna herida de la corteza hasta el cámbium (tejido de crecimiento del tronco), allí germinan y el micelio empieza a extenderse entre las células vivas, produciendo compuestos tóxicos, como el ácido oxálico, que las matan. La infección del cámbium y el xilema (tejido de transporte) interrumpe la circulación de la savia. Al expandirse el micelio y rodear la rama o el tronco produce la necrosis parcial o de todo el árbol, por efecto del «anillado». Es «el asesino perfecto, como un tiburón» comentó un micólogo, no sin cierta admiración [3].

En primavera y otoño se producen las pústulas (picnidios) de color amarillo-anaranjado que liberan las esporas asexuales (conidios) englobadas en un material viscoso de color amarillo; estas esporas se dispersan a corta distancia, por la lluvia o adheridas a los animales. Al final del verano, se producen millones de esporas sexuales (ascosporas), un polvo amarillo que es dispersado por el viento transmitiendo su carga letal.

En pocos años el hongo devastó los bosques del este americano, arrasando unos 4 mil millones de castaños, infectando a todos los árboles en el área de distribución; la epidemia avanzó a una velocidad de 80 km por año. La actuación de los servicios forestales no fue muy afortunada: «lo mejor es cortar todos los castaños que quedan, aprovechar su madera por valor de unos millones de dólares, y permitir que la naturaleza regenere otros tipos de árboles en su lugar», fue la consigna del Director de un Centro de Investigación Forestal en 1926 [3]. Ignorando que de esa manera reducía la diversidad genética de la población y por tanto la probabilidad de que algunos individuos resistentes pudieran sobrevivir. Para el año 1940, el castaño americano, el gigante de los bosques de los Apalaches, había desaparecido como especie comercial.

En realidad el castaño no se extinguió como especie, porque el hongo no infectaba la raíz y la base del tronco. De hecho el árbol sobrevive, rebrota desde la base y comienza a crecer, hasta que después de 10-20 años vuelve a ser infectado por el chancro y «muere» (la parte aérea). Nunca llega a ser el árbol gigante con el tronco recto y fuerte del pasado; rebrota, crece y «muere» como si fuera presa de la maldición de Sísifo. El que fuera árbol dominante del dosel quedó relegado a sobrevivir en el sotobosque como un arbusto.

En cuanto a Murrill, después de describir y nombrar al hongo parásito, siguió con su brillante carrera de micólogo, siendo conocido como Mr. Mushroom (Señor Champiñón); describió unas 1.700 especies nuevas, publicó 20 libros, 500 artículos científicos y 800 de divulgación. Viajó y recolectó hongos por México, Caribe, Europa y Sudamérica. De carácter algo excéntrico y poco comunicativo, en un viaje a Europa «desapareció» sin dejar noticias; en el Botánico cubrieron su puesto y su mujer pidió el divorcio. Cuando volvió a los ocho meses (había estado enfermo del riñón en un hospital francés), se encontró sin trabajo y sin mujer. Se retiró a vivir en una cabaña en Virginia, donde siguió escribiendo y estudiando hongos.

Largo camino hacia la recuperación

Una vez aceptada la derrota en la lucha contra la expansión de la plaga, la administración, universidades y particulares comenzaron a trabajar para la recuperación de esta especie emblemática de árbol. La restauración natural parece poco probable porque la susceptibilidad letal fue casi universal (no quedaron individuos resistentes) y además afectó a todo el área de distribución (no quedaron refugios ni poblaciones que escaparan de la plaga). La alternativa fue intentar la recuperación asistida.

La primera opción fue buscar la solución en oriente, de donde vino el hongo. La confirmación de su origen no llegó hasta 1913 cuando el explorador Frank N. Meyer (1875-1918), enviado por el Departamento de Agricultura (USDA) a China, encontró árboles de Castanea mollisima que mostraban la enfermedad pero parecían resistentes. Meyer envió muestras de corteza y castañas a EE UU y la identidad del hongo fue así confirmada. Uno de los últimos «cazadores de plantas», Meyer pasó 13 años en Asia explorando y recolectando semillas y propágulos para la Sección de Introducción de Plantas Extranjeras del USDA; en total embarcó unas 2.000 especies botánicas de interés (un tesoro vegetal de oriente) para América.

Castaño chino afectado por el chancro y resistente, en la provincia de Zhili, China, 1913. Foto: F. Meyer, Archivos del Arnold Arboretum de Harvard.

Durante 40 años se ensayaron todo tipo de cruces entre el castaño americano y los castaños de China y Japón. Aunque se obtenían árboles híbridos resistentes al chancro, no se parecían en nada al castaño americano, no tenían el tronco recto ni su rapidez de crecimiento, tampoco eran tolerantes al frío. El resultado fue descorazonador y en la década de 1960 se abandonaron estos programas de mejora genética y recuperación.

En la década de 1980 Charles Burnham (1904-1995), un genético vegetal con experiencia en la mejora del maíz, propuso un enfoque diferente que no se había probado en genética forestal. A partir de híbridos con castaños chinos (C. mollisima) resistentes al chancro se debería comenzar un proceso repetido de retrocruzamiento con los parentales americanos. En cada generación habría que seleccionar la progenie que manifestara la tolerancia al chancro y que al mismo tiempo tuviera rasgos morfológicos tipo americano. De esa forma, después de varias generaciones se conseguiría un castaño muy semejante en todos los aspectos al C. dentata pero con los genes de la tolerancia al chancro de C. mollisima.

La mejora genética de árboles es un proceso difícil que requiere mucho trabajo para hacer los cruces, esperar mucho tiempo hasta que fructifique cada generación, y muchos terrenos donde hacer las plantaciones experimentales. Para poner en marcha este ambicioso programa de mejora genética Burnham y sus colegas crearon en 1983 la Fundación del Castaño Americano (FCA). En la actualidad cuenta con 586 plantaciones experimentales distribuidas por toda el área del castaño y 6.000 voluntarios que dedican unas 50.000 horas al año a colaborar con los científicos en las tareas de polinización manual, recogida de semillas, plantaciones, inoculación del hongo, selección y cultivo de plantones [4].

Técnico de la fundación FCA polinizando un castaño resistente al chancro (Foto: Leslie Middleton).

Aplicando las nuevas técnicas de genética molecular se podría introducir un gen de tolerancia al chancro, manteniendo el genoma completo del castaño americano y sus características típicas, evitando así el problema asociado a las hibridaciones con especies asiáticas, de aspecto tan diferente. Un equipo de la Universidad de Nueva York ha probado con el gen de la oxalato oxidasa (OxO) que detoxifica el oxálico, producido por el hongo para matar las células del árbol y facilitar su invasión. Así, insertando un gen OxO del trigo (que ha evolucionado esta defensa natural) se obtienen castaños transgénicos que resisten el chancro. Ya se han producido los primeros castaños resistentes que esperan en plantaciones experimentales el permiso de las autoridades federales para ser llevados al bosque. Sin embargo, estas técnicas cuentan con la oposición de los ecologistas que consideran a los castaños transgénicos «innecesarios, indeseables e impredecibles por su posible impacto ambiental», a diferencia de los castaños resistentes obtenidos por cruces tradicionales.

En 1936 el poeta americano Robert Frost (1874-1963) escribió un poema que sería una premonición o un deseo [5].

¿Terminará el chancro con el castaño?
Los granjeros apuestan que no.
Se mantiene latente en las raíces
y hacia arriba surgen nuevo brotes.
Todavía vendrá otro parásito
para acabar con el chancro.

Efectivamente, al hongo del chancro le llegó su propio parásito que también vino de oriente, pero con parada en Europa. Las primeras infecciones de chancro en los castaños europeos (Castanea sativa) se detectaron cerca de Génova, en 1938. La especie europea parecía menos sensible al chancro que la americana. Un fitopatólogo italiano descubrió en 1950 una cepa del hongo que no era letal y la llamó «hipovirulenta». Posteriormente se descubrió que se trataba un virus, identificado como CHV1 (Cryphonectria hypovirus 1), que infecta al hongo y lo debilita. Actualmente se investiga el potencial del virus CHV1 para el control biológico del hongo en el castaño americano, aunque existen dificultades en la transmisión del virus debido a la diversidad genética del hongo y su incompatibilidad vegetativa.

Miles de entusiastas voluntarios agrupados en la Fundación del Castaño Americano dedican cada año su trabajo y esfuerzo a un objetivo: obtener poblaciones de castaño que estén adaptadas a las condiciones locales, que tengan suficiente resistencia al hongo del chancro para sobrevivir y suficiente variabilidad genética para evolucionar. La visión de futuro es que los castaños gigantes vuelven a dominar los bosques de los Apalaches, y cada otoño alfombren el suelo con sus brillantes castañas nutritivas. Aunque haya que esperar unos 300 años.
___________________
[1] Lang, P., Dane, F., Kubisiak, T. L. y Huang, H. (2007). Molecular evidence for an Asian origin and a unique westward migration of species in the genus Castanea via Europe to North America. Molecular phylogenetics and evolution, 43: 49-59.

[2] Cita tomada del ensayo «The dispersion of seeds» escrito poco antes de su muerte en 1862; editado y publicado en 1993 por Bradley P. Dean con el título Faith in a seed. The dispersion of seeds and other late Natural History writings, Island Press, pág. 126.

[3] Susan Freinkel (2007), American chestnut. The life, death, and rebirth of a perfect tree, University of California Press. Una excelente narración de la crisis ecológica del castaño americano, escrita por una periodista; destacan las descripciones del perfil humano de los personajes involucrados en la historia. La cita de W.A. Murrill en pág. 31, la del Jefe de Servicio Forestal en pág. 80; la del «asesino perfecto» en pág. 109.

[4] Steiner, K.C., J.W. Westbrook, F.V. Hebard, L. L. Georgi, W.A. Powell, S.F. Fitzsimmons (2016). Rescue of American chestnut with extraspecific genes following its destruction by a naturalized pathogen. New Forests (publicado en línea 10 diciembre 2016).

[5] El poema «Las malas tendencias se cancelan» (Evil tendencies cancel) forma parte del conjunto «Diez molinos» (Ten mills), publicado en el libro A further range, 1936. También da título al capítulo sexto del libro de Freinkel, dedicado a las investigaciones sobre la lucha biológica para reducir los efectos letales del chancro.

 

Escrito por Teo, 26 enero 2017.

 

Enlaces

Artículo de Ferris Jabr (2014) en Scientific American
Biografía de W. A. Murrill en la web del Jardín Botánico de Nueva York
Archivos del explorador Frank N. Meyer en el Botánico de Harvard
Fundación del Castaño Americano: página web
Fundación del Castaño Americano: facebook
Críticas a los castaños transgénicos
Poema de Robert Frost
Otras entradas relacionadas en este blog:
Los castaños europeos
El bosque de los Apalaches
Decaimiento en los bosques

Tumbo, el árbol de las hojas inmortales

Al llegar el otoño, a medida que los días se vuelven más cortos y más fríos, las hojas de los árboles responden a una llamada interna, cambian de color, sus delgados pecíolos se debilitan, y van cayendo desde las ramas altas alfombrando el suelo de bosques y jardines. Para los que habitamos en clima templado, la caída de las hojas en otoño es una vivencia que llevamos grabada en la memoria y que nos ayuda a marcar el paso del tiempo; representa el comienzo de un nuevo ciclo anual.

No todos los árboles se comportan así. En un lugar remoto de África, en el desierto de Namibia, existe un extraño árbol cuyas hojas nunca mueren.

Te nombro luego existes

El tumbo es una reliquia del Cretácico, lleva más 100 millones de años sobre la Tierra, ha sobrevivido a la extinción de los dinosaurios y persiste en un medio hostil. Es un árbol enano, con el tronco semienterrado y apenas sobresale un metro de altura. Nunca ha reportado mucha utilidad a las etnias locales, quizás para beneficio y conservación de su especie.

Los nómadas del desierto lo conocen con varios nombres; en Angola le llaman tumbo que significa tocón, para los hereros es el onyanga o «cebolla del desierto», mientras que los nama le llaman kurub o kharos, y los damara nyanka.

Tronco del árbol Tumbo. Lámina en Hooker (1863).

Tronco del árbol tumbo. Lámina en Hooker (1863).

El tumbo entró a formar parte de la cultura occidental el 3 de septiembre de 1859 cuando un botánico explorador, enviado por la corona portuguesa, lo vio por primera vez en el sur de Angola y anotó en su cuaderno: «estoy convencido de haber visto la maravilla botánica más hermosa y magnífica que pueda ofrecer el sur de África tropical«. Y alguna experiencia tenía Federico Welwitsch (1806-1872), que así se llamaba el botánico, pues se pasó nueve años explorando y recolectando plantas (unos 10.000 especímenes) por el sudoeste africano. En una carta al director de los jardines Kew, en Inglaterra, describió la extraña criatura: «un árbol enano con un tronco leñoso que exuda un tipo de resina como el de una conífera. El tronco nunca se eleva más de 30 cm sobre el suelo. Durante toda su vida, que puede pasar del siglo, siempre retiene las dos hojas leñosas que produce durante la germinación, y nunca produce más.» Propuso el nombre Tumboa para el género (a partir del nombre local, mostrando gran sensibilidad) y para la especie, strobilifera (que produce conos, es decir conífera).

Por las mismas fechas, el explorador y artista británico Thomas Baines (1820-1875) se encontró con este árbol singular y lo inmortalizó con un selfie; ese óleo se conserva en la Biblioteca de los Jardines Kew. Envió algunos especímenes a Londres y los botánicos propusieron que se llamara Tumboa bainesii en su honor.

Autorretrato de Thomas Baines.

Autorretrato de Thomas Baines.

El nombre definitivo lo fijó Joseph D. Hooker (1817-1911) en su monografía de 1863, usando el epónimo Welwitschia (en honor a su «descubridor») para el género y el epíteto mirabilis (extraordinaria o admirable) para la especie [1]. Siempre hay una parte de azar en la historia de los nombres; la familia de Welwitsch era de origen esloveno, vivían en el estado de Carintia (Austria), y habían cambiado su apellido original Velbic. Si no lo hubieran hecho, el árbol tumbo podría ser conocido hoy como Velbicia, facilitando bastante la tarea de deletrearlo.

La época victoriana en Inglaterra fue la Era del Asombro (Age of Wonder, según Richard Holmes). Los viajes de exploración formaban parte de la Ciencia Romántica que buscaba descubrir los secretos de una naturaleza misteriosa e infinita [2]. Las noticias sobre plantas extraordinarias encontradas en países remotos causaban asombro y curiosidad, tanto entre los botánicos y científicos como en el público en general. Ejemplos notables fueron el nenúfar gigante (Victoria amazonica) descubierto en Bolivia en 1801, con hojas circulares de más de 2,5 m de diámetro, o la planta parásita Rafflesia arnoldii descubierta en Sumatra en 1818, con enormes flores de 1 m diámetro y que pesan hasta 10 kg. El extraño árbol tumbo encontrado en Namibia en 1859 se uniría así a esta lista de plantas asombrosas que fascinaron a los europeos del siglo XIX.

Además de los nombres científicos y vulgares del tumbo existen otros apelativos que le han sido asociados. El más famoso es quizás el que acuñó Charles Darwin (1809-1882) en una carta a Hooker de 1861, «tu planta africana parece ser un ornitorrinco vegetal«. Darwin acababa de publicar el Origen de las especies (en 1859) y comparó la posición evolutiva del tumbo con la del ornitorrinco (Ornithorhynchus anatinus, descubierto en 1789 en Australia), un linaje ancestral de los mamíferos con caracteres reptilianos, como la reproducción por huevos.

Por su parte Hooker, en una carta de 1862 a Thomas Huxley, comentó entusiasmado: «esta bendita planta de Angola ha demostrado ser más maravillosa de lo que esperaba. Sin lugar a dudas es la planta más maravillosa que se ha traído nunca a este país – y la más fea«. [3] Esa desafortunada coletilla, «la más fea», se ha repetido hasta la saciedad, tratando injustamente al tumbo como la planta más fea del mundo [4].

El escritor y viajero Sean Thomas fue a Namibia a buscar la planta más horrible sobre la Tierra. La primera impresión no fue muy amable, «de cerca parece la miserable descendencia de un Trífido (criatura terrorífica de ciencia ficción) y una melé de jugadores irlandeses de rugby. Desparramada y revuelta sobre la arena tiene un aire de tímida tristeza«. Aunque cuanto más la miraba más le gustaba. Era como un árbol sumergido, una conífera enterrada en las arenas del desierto. Finalmente valoró su singularidad y su persistencia en un medio hostil, lamentando que al no tener el glamur del panda o del gorila de montaña, los conservacionistas no le hayan prestado mucha atención. [5]

Los afrikáneres, descendientes de los colonos holandeses del Cabo de Buena Esperanza, le llamaron de forma expresiva, aunque un poco larga, tweeblaarkanniedood que viene a decir planta-con-dos-hojas-que-no-pueden-morir. Efectivamente, sus dos únicas hojas crecen sin fin, pueden alcanzar hasta ocho metros, se escinden, revuelven y enmarañan, de modo que algunos lo han llamado pulpo de las arenas.

Los nombres que asignamos a un tipo de árbol, especialmente a los que apreciamos, deben ser sonoros, memorables y de alguna manera reflejar sus cualidades. Personalmente, me gusta llamar a esta criatura extraordinaria: tumbo, el árbol de las hojas inmortales.

Belleza oculta en la Tierra de la Nada

Algunos viajeros saben apreciar la belleza de los desiertos, la inmensidad vacía, el silencio absoluto, los horizontes infinitos, los espejismos que engañan nuestros sentidos. La fotógrafa belga Maroesjka Lavigne viajó a Namibia en 2015, «conduciendo durante horas a través de la nada, para llegar al final a… más de la nada«. Su proyecto titulado Land of Nothingness (Tierra de la Nada o de la «Nadidad») ganó el Premio Sony 2016. Captó la belleza del desierto, de las dunas doradas, de los troncos muertos de acacia en la llanura salada, pero se olvidó del árbol tumbo, el habitante más singular de la Tierra de la Nada.

Otra viajera, la poeta americana Sandra Meek, le ha dado un lugar prominente al tumbo en su libro reciente An Ecology of Elsewhere (Una Ecología de Cualquier Parte), publicado en la primavera de 2016. En su poema, uno de los pocos dedicados a este árbol, entreteje detalles de su biología con la historia turbulenta de Angola y Namibia. [6]

El corazón es una caldera de ceniza rodeada
por dos hojas azotadas por el viento.

No son arbustos, sino árboles

llevados al subsuelo, durante cinco, diez, veinte
siglos sensibles prosperando

de la colisión – del cinturón de niebla matinal, una alquimia
adivinada de desecación y una corriente

helada que sube por una costa acuchillada.

Supervivencia significa vivir

siempre al revés: de noche abrir
los estomas, y como tronco una raíz

que se hunde hacia el núcleo de esa estrella sepultada.

A pesar del deseo de un nombre local, la Academia preservó
Welwitsch en latín: welwitschia desde entonces conservó

por la ocupación militar, por la proclamación
colonial, por la siembra fortuita de minas

todavía sin recoger.

Selfie

En septiembre del año 2000, tuvimos ocasión de visitar el desierto de Namibia y admirar al tumbo, casi siglo y medio después de ser «descubierto» (imitando a Thomas Baines, no pude resistir la tentación de hacerme también un selfie). Era un mañana con bruma; es habitual que la corriente fría de Benguela al encontrarse con el viento caliente tropical forme bancos de niebla en la costa de Namibia. Esas minúsculas gotas de agua en suspensión en el aire hidratan y vivifican las hojas del tumbo. Me sorprendió la belleza de la base de sus hojas. Una línea de meristemos basales que producen sin descanso las largas cintas fotosintéticas. Durante toda la vida del tumbo, que se estima puede llegar a más de 1000 años, estarán creciendo sus dos hojas inmortales, a una tasa de 0,4 mm al día o 15 cm al año.

HojaEn su descripción de 1863, Hooker escribió: «la estructura interna de la hoja es hermosa y singularmente complicada, apoyando la evidencia de su duración perenne«. Luego no era una planta tan fea, como había escrito en su carta a Huxley del año anterior. A esa belleza en la estructura se le une una belleza funcional. Se ha demostrado que tienen un mecanismo para abrir los estomas y captar dióxido de carbono por la noche, evitando así la pérdida de agua. De día usan ese CO2 almacenado en forma de ácidos orgánicos, para realizar la fotosíntesis. Este sistema conocido como CAM (del inglés Crassulacean Acid Metabolism) es típico de las plantas suculentas de sitios áridos y sorprendió encontrarlo en una gimnosperma.

En nuestra visita pudimos distinguir, en esta especie de sexos separados (dioica), los árboles machos, con conos o estróbilos pequeños, de los hembras, con conos más grandes y color rojizo. De nuevo Hooker, al describir con detalle y minuciosidad el sistema reproductor en 1863, exclamó admirado: «no he encontrado ninguna planta con una anatomía comparable, en términos de complejidad y belleza reproductivas«. En esa época se podían utilizar términos como «belleza» o «hermosa» en un artículo científico, algo imposible en nuestros días; serían eliminados por suponer una falta de objetividad.

Frutos femeninos. Lámina en Hooker (1863).

Frutos femeninos. Lámina en Hooker (1863).

¿Tiene sentido decir del árbol tumbo que sea bello o feo? ¿Es bella la naturaleza? En estos tiempos en que los artistas, especialmente los plásticos, parecen haber renunciado a la belleza sorprende que un científico sin complejos, el físico Frank Wilczek (premio Nobel), dedique un libro a la belleza. Se pregunta: «¿el mundo encarna ideas bellas? en otras palabras, ¿es el mundo físico una obra de arte? ¿es bello?«. Después de revisar las teorías que explican el mundo físico desde Pitágoras y Platón hasta la física cuántica, su respuesta es afirmativa. [7]

Mapa del genoma de cloroplasto de Tumbo (McCoy et al. 2008).

Mapa del genoma de cloroplasto de tumbo (McCoy et al. 2008).

Sin duda una de las construcciones más bellas de la naturaleza es la forma tan simple y elegante de codificar la información genética, la doble hélice del ADN (ácido desoxirribonucleico, con su nombre completo). Con la combinación de solo cuatro letras (las 4 bases nitrogenadas A-adenina, C-citosina, G-guanina y T-timina) se puede construir una bacteria, un árbol tumbo o un ser humano. Un equipo americano ha secuenciado en 2008 el genoma completo del cloroplasto (orgánulo celular responsable de la fotosíntesis) de tumbo. Unos 120.000 pares de bases que codifican 101 genes representados en un mapa bello y complejo. Además, la comparación con otros genomas conocidos ha servido para confirmar su relación evolutiva con las gimnospermas. [8]

Sí, el mundo es una obra de arte y el tumbo es una criatura bella. Si vamos al desierto de Namibia podremos disfrutar de su belleza vegetal y de la de su entorno, mediante las sensaciones que nos transmiten nuestros sentidos. Si investigamos y leemos sobre su diseño biológico peculiar o su singularidad evolutiva, descubriremos también belleza en su armonía y en su complejidad. Confucio decía que «cada cosa tiene su belleza, pero no todos pueden verla«. Yo creo que si queremos, todos podemos ver la belleza en la naturaleza. Tanto la que es fruto de la percepción de los sentidos, como la que resulta de la comprensión intelectual.

_________________________________
[1] Hooker, J. D. (1863). I. On Welwitschia, a new Genus of Gnetaceæ. Transactions of the Linnean Society of London, 24(1), 1-48.

[2] Holmes, R. (2008). The Age of Wonder. How the Romantic generation discovered the beauty and terror of science. Harper Press.

[3] Huxley, L. (2011). Life and letters of Sir Joseph Dalton Hooker, Vol 2, Cambridge University Press. La edición original es de 1918. La carta de Hooker a Thomas Huxley (padre del editor del libro) se reproduce en las páginas 24-25.

[4] Bustard, L. (1990). The ugliest plant in the World. The story of Welwitschia mirabilis. Curtis’s Botanical Magazine, 7(2), 85-90.

[5] Thomas, S. (2007). The most hideous plant on earth. Daily Mail, 29 May 2007.

[6] Meek, S. (2016). An Ecology of Elsewhere. Persea Books. Solo he traducido algunos de los más de 60 versos que tiene el poema completo.

[7] Wilczek, F. (2015). A beautiful question. Finding Nature´s deep design. Allen Lane.

[8] McCoy, S.R., Kuehl, J.V., Boore, J.L., Raubeson, L.A. (2008). The complete plastid genome sequence of Welwitschia mirabilis: an unusually compact plastome with accelerated divergence rates. BMC Evolutionary Biology, 8: 130 (16pp).

 

Escrito por Teo, jueves 18 agosto 2016.

 

Enlaces

Carta de Darwin a Hooker

Selfie de Thomas Baines

Reportaje de Sean Thomas sobre «la planta más horrible de la Tierra»

Poema de Sandra Meek, con enlace audio recitado (en inglés)

Fotos de Maroesjka Lavigne en La Tierra de la Nada

El sentido del asombro, en este blog

La ciudad de los metrosideros

Los árboles urbanos le dan carácter y seña de identidad a una ciudad. El viajero recuerda los pinos en la parte antigua de Roma, el bulevar Bajo los Tilos en Berlín, los castaños de Indias en los Campos Elíseos de París o los naranjos que perfuman en primavera las callejuelas de Sevilla.

La ciudad de La Coruña, en la costa noroeste de España, parece tener una predilección singular por los metrosideros. No se sabe exactamente cómo ni cuándo llegó allí el primer ejemplar de esta especie. En el Monte Alto, en el jardín del antiguo hospital, hoy cuartel de la Policía Municipal, se yergue un metrosidero imponente, centenario, con una copa inmensa que sobresale por los muros y oficinas colindantes buscando su espacio vital, como un gigante acorralado.

Metrosideros_CorunaSe piensa que fue plantado a finales del siglo XVIII, por marinos ingleses que hicieron escala en el puerto. Es decir que tendría algo más de 200 años. No puede ser mucho más viejo, porque los primeros ejemplares que llegaron a Europa fueron los recolectados en Nueva Zelanda en 1768, por los botánicos Banks y Solander durante el famoso viaje del Endeavour, capitaneado por James Cook.

Sin embargo, no pocos vecinos creen que el venerable árbol lleva en el barrio por lo menos 400 ó 500 años. Es más, se especula sobre su condición de prueba viva de que los marinos españoles visitaron Nueva Zelanda antes que el capitán Cook. Un casco militar del siglo XVI descubierto en el puerto de Wellington alimenta ese misterio y ha dado lugar a una novela histórica de intrigas y conspiraciones titulada «The Spanish helmet» («El casco español»), por Greg Scowen.

Avenida_metrosideroEl metrosidero del Monte Alto, como una gran madre, ha ido propagando y llenando de jóvenes vástagos la ciudad. Muy cerca de este epicentro botánico se ha rotulado una vía nueva como la Avenida Metrosidero. Se une así a la lista de árboles en cuyo honor se han nombrado calles y avenidas, contribuyendo a la identidad urbana. Y La Coruña se une a la lista de ciudades sensibles que han incluido una especie de árbol singular en su callejero. En el inventario reciente (de 2015) de árboles urbanos se pueden contar hasta 285 individuos de esta especie, distribuidos por el Paseo Marítimo (82), la Avenida Metrosidero (42), Parque Monte San Pedro (23) y otros jardines y calles de la ciudad. Además del gigante del Monte Alto hay otros metrosideros grandes (con perímetro de tronco superior a los 4 m) en los Jardines de Méndez Núñez y la Plaza de Portugal.

Al estar incluido en el Catálogo de Árboles Singulares de la Xunta de Galicia, el metrosidero centenario tiene garantizada su protección y la «prohibición de cualquier acción que pueda afectar negativamente a su integridad, a su salud y a su apariencia». ¿Qué sabemos de este árbol exótico que llegó de las antípodas?

Árbol de flores rojas que vive junto al mar

La historia empieza con Daniel Solander (1733-1782), un botánico sueco, discípulo de Linneo, que trabajaba en el Museo Británico cuando fue contratado por Joseph Banks para la expedición del Endeavour. Durante los seis meses de 1768 que pasó en Nueva Zelanda recolectó y describió gran número de especies de plantas. Entre ellas nombró al Metrosideros excelsa¹, de la familia Mirtácea. El nombre genérico Metrosideros deriva de las palabras griegas «metra», acuñada por Teofrasto para designar el interior del tronco, y «sideros», hierro; de esta forma describía los árboles que tienen el corazón (duramen) del tronco con la dureza y el color del hierro. De la misma época se conserva en el Museo de Historia Natural de Londres una acuarela de Sydney Parkinson, artista a bordo del Endeavour, con la primera iconografía de metrosidero que se pudo ver en el hemisferio norte. Así, este árbol «corazón de hierro» adquirió nombre e imagen para incorporarse a la cultura y al imaginario europeos en el siglo XVIII.

Acuarela de Metrosideros excelsa por Sydney Parkinson.

Acuarela de Metrosideros excelsa por Sydney Parkinson.

Flor_metrosideroPero antes que los europeos, los maoríes llegaron a Nueva Zelanda hace 700 años, desde la Polinesia. En la nueva tierra aprendieron a utilizar la madera y las propiedades medicinales del metrosidero y lo incorporaron a sus leyendas y tradiciones. Más poéticos que los botánicos europeos, lo llamaron pohutukawa, que viene a significar «árbol con adornos rojos que crece junto al mar». Para este pueblo navegante tenía un gran significado simbólico como el primer árbol que veían al llegar a la costa, y el último en las despedidas. Sus llamativas flores rojas en realidad son inflorescencias, que tienen una media de 14 flores, cada una con cerca de 30 estambres muy largos (entre 2,0 a 3,7 cm) y de color carmesí o escarlata ².

Según la mitología maorí el joven héroe Tawhaki subió a los cielos para buscar ayuda y vengar la muerte de su padre, pero fue fulminado, cayó a la tierra y su sangre se esparció cubriendo de rojo los pohutukawas. Sangre de héroe convertida en flor.

En el extremo norte de la isla, en el Cabo Reinga (que significa «inframundo»), un viejo pohutukawa de unos 800 años es venerado por los maoríes como el lugar donde los espíritus de los muertos llegan desde todos los lugares de la isla para deslizarse por sus raíces a las profundidades bajo el mar y viajar hasta su tierra ancestral Hawaiki. Árbol como puerta al más allá.

Los primeros colonos europeos también utilizaron el pohutukawa para sus rituales y tradiciones espirituales. Con sus ramas siempreverdes adornaban las casas e iglesias durante la Navidad y le llamaron «acebo de las antípodas». Como su explosiva y colorista floración carmesí coincide con el solsticio de verano austral (diciembre) es muy popular entre los neozelandeses, que frecuentan la costa en esa época, convirtiéndose en un árbol icónico bautizado como el «Árbol de Navidad de Nueva Zelanda».

Es un árbol con vocación marina. Tiene una estrategia pionera que le permite colonizar las rocas desnudas de la costa; produce numerosas semillas pequeñas que se dispersan por el viento, sus plántulas son tolerantes a la sequía y al spray salino. Cuando se establece en una grieta, se expande mediante las raíces adventicias que penden de sus troncos retorcidos, juntándose las copas de los árboles vecinos y formando un bosque denso e impenetrable.

Esta especie es endémica de la isla norte de Nueva Zelanda (solo se encuentra allí en estado natural). Aunque no se puede considerar como amenazada, sus bosques han sufrido una gran merma (se estima que solo queda el 10% de los originales). Las principales razones de su declive han sido la ocupación de las zonas costeras para residencias y granjas, el efecto del fuego y la introducción de herbívoros, como la zarigüeya australiana (Trichosurus vulpecula).

25-years-logo-image-squareHace 25 años comenzó una iniciativa conservacionista denominada «Proyecto Carmesí» (Project Crimson) con la misión de «hacer posible que el pohutukawa vuelva a florecer en su hábitat natural, como un icono en los corazones y las mentes de los neozelandeses». El programa está siendo un éxito, se ha ampliado a otras especies de árboles nativos y a restaurar todo el ecosistema; incluye aspectos de investigación y de educación ambiental. Se han plantado unos 600.000 árboles nativos, con la colaboración de las comunidades locales y las escuelas. Como símbolo del cambio de mentalidad realizado en estos años, gracias en parte a este proyecto, sus impulsores se enorgullecen de que en las tarjetas navideñas de Nueva Zelanda cada vez se ven menos muñecos de nieve y en cambio más flores rojas de pohutukawa.

Diseño de tarjeta navideña por Tanya Wolfkamp.

Diseño de tarjeta navideña por Tanya Wolfkamp.

Los metrosideros de Hércules

En La Coruña, un bosquete de jóvenes metrosideros embellece el parque escultórico de la Torre de Hércules; promontorio donde el héroe de la mitología clásica venció al gigante Gerión y allí enterró su cabeza. En ese rincón acogedor del hemisferio boreal, durante los días del solsticio de invierno, el viento y el fuerte oleaje humedecen los árboles del parque con agua salada del océano. Gotas marinas evocadoras de sus ancestros, los pohutukawas, que allá en las costas antípodas lucen su esplendor carmesí por Navidad.

¡Feliz Navidad a los lectores del blog!

Metrosideros&Torre-Hércules

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¹ La descripción de Solander quedó inédita y años más tarde, en 1788, fue recogida en la publicación del botánico alemán, Joseph Gaertner, dedicada a las semillas y frutos: De fructibus et seminibus plantarum. Academiae Carolina, Stuttgart. El nombre válido de la especie por tanto incluye a los dos autores: Metrosideros excelsa Sol. ex Gaert.

² Existe una revisión reciente sobre la biología y ecología de esta especie en su lugar de origen: Bylsma RJ, BD Clarkson y JT Efford (2014) Biological flora of New Zealand 14: Metrosideros excelsa, pohutukawa, New Zealand Christmas tree. New Zealand Journal of Botany, 52: 365-385.

Escrito por Teo, jueves 24 diciembre 2015.

Enlaces

Artículo en El País (2008) sobre el metrosidero centenario de Coruña y su relación con Nueva Zelanda

Decreto que regula el Catálogo Gallego de Árboles Singulares

Inventario del arbolado de la ciudad de La Coruña

Colección de láminas botánicas de la expedición del Endeavour en el Museo de Historia Natural de Londres

Proyecto Carmesí (Project Crimson) para la conservación de Metrosideros excelsa en Nueva Zelanda

Informe del Departamento de Conservación de Nueva Zelanda sobre Metrosideros excelsa, ecología e historia (Simpson, 1994)